Cuando no se tienen ideas verdaderas para salir de la crisis actual -económica y de civilización- , se hurga en el pasado con la garantía de caer en los mismos errores. Es así que en toda Europa se constata un resurgimiento del nacionalismo. Primero económico, luego, ideológico. En Alemania se ha lanzado una campaña nacionalista […]
Cuando no se tienen ideas verdaderas para salir de la crisis actual -económica y de civilización- , se hurga en el pasado con la garantía de caer en los mismos errores. Es así que en toda Europa se constata un resurgimiento del nacionalismo. Primero económico, luego, ideológico.
En Alemania se ha lanzado una campaña nacionalista para liberar a la mayor economía del continente de sus compromisos con Europa. En «Salvemos nuestro dinero», el ex director de los industriales, Hans-Olaf Henkel, pide una separación de la zona euro, con Europa septentrional (Alemania, Países Bajos y Austria) de un lado y los países meridionales como España, Italia y Francia, del otro. Es la Europa a dos velocidades, preconizada entre otros por Thilo Sarrazin, el líder racista de los socialdemócratas. En Italia, Austria, Dinamarca, Países Bajos y Hungría, partidos políticos de ultraderecha y racistas forman parte ya del Gobierno o juegan un papel mayor en la orientación política general del país. En Francia, Sarkozy ha brillado con sus vastas campañas de expulsión de extranjeros, legales o ilegales.
En su Historia de Europa, Tony Judt recuerda que los fundadores de la Unión Europea eran esencialmente políticos que habían conocido y recordaban perfectamente las carnicerías de las dos guerras mundiales y pensaban que un sistema europeo de Estado del bienestar debía sin dudas conjurar el despertar de la bestia. Después de la II Guerra Mundial, estos hombres salidos de la Resistencia, por lo general socialistas y democristianos, habían decidido ocuparse del bienestar de las vastas masas de ciudadanos del continente y crear condiciones favorables para la economía europea, a la vez que impedir todo regreso al tipo de nacionalismo que había hundido a Europa en la guerra. El Estado-nación parecía haberse descalificado y en su lugar se consolidaba un proyecto de unión en un espacio común, por encima de las naciones y sus rivalidades seculares.
Parece que esos pilares del orden democrático de posguerra se hallan seriamente quebrados y que el interés nacional pasa por delante del interés real de enteras clases sociales. Recordamos como ejemplo gráfico que, en todo el mundo, se crean nuevas fronteras: se han trazado 27.000 km de fronteras físicas desde 1991; otros 10.000 km de muros, barreras y vallas sofisticadas están programados para los años venideros. Y las tensiones se multiplican: entre 2008 y 2010 se contabilizan 26 casos de grandes conflictos fronterizos.
En la Unión Europea, el interrogante sobre la identidad nacional aflora como una enfermedad, tanto en Francia como en numerosos países. El primer ministro húngaro,
Viktor Orban, que ostenta la Presidencia semestral de la UE, cuestiona en su país la mayor parte de los principios de la Unión Europea. Nacionalista furioso, reclama nada menos que el sur de Eslovaquia, el oeste de Transilvania, el norte de Serbia y las partes menores de Croacia, Eslovenia y Austria pobladas por magiares. Con Bulgaria, es el país que trata a sus gitanos con el mayor ostracismo. En contradicción con la Carta europea de derechos fundamentales (art. 11), una nueva ley permite sancionar a los medios que publiquen contenidos faltos de «objetividad política». Si esta ley hubiera sido votada y promulgada hace pocos años, habría impedido el acceso de Hungría a la Unión Europea, pero con 19 países sobre 27 gobernados por conservadores y liberales, Orban tiene poco que temer. Para meter la mano en la caja de pensiones privadas suscrita por tres millones de personas, el Parlamento húngaro ha amordazado la Corte Constitucional, que no podrá, a partir de ahora, ocuparse sino de cuestiones fiscales y de propiedad. ¡Mejor que Berlusconi! «¿Puede un país así dirigir Europa?», se pregunta el ministro de Asuntos Exteriores de Luxemburgo, Jean Asselborn.
La otra vertiente del nuevo nacionalismo europeo la ilustra paradójicamente Régis Debray en su último libro, Elogio de las fronteras. Este intelectual brillante agita el fantasma de un mundo sin fronteras y sostiene que estas son indispensables para proteger la singularidad de un pueblo. Colador, filtro, capa aislante, en cualquier caso la frontera vendría a ser una protección de la identidad singular de un pueblo. Para Debray, es «la globalización lo que provoca la construcción de muros electrizados y videovigilados contra las amenazas sentidas como neurálgicas por ser inaferrables». A la vez que «la economía se globaliza, la política se provincializa». De modo que-se burla el filósofo- ,»una idea boba encanta a Occidente: la humanidad, que va mal, iría mejor sin fronteras… Es así que todo lo que actúa en la calle -reporteros, médicos, jugadores de fútbol, banqueros, payasos, entrenadores, abogados de negocios o veterinarios- enarbola la etiqueta «sin fronteras». «¿Qué es el sinfronterismo? Es un ‘economismo’ que ‘disfraza a una multinacional de fraternidad'». La tesis es lo bastante provocadora como para compararla ya con el nacionalismo del ultra-conservador antisemita Maurice Barrès, por compartir la obsesión de las fronteras; una tesis en la que el musulmán ocupa el lugar del judío, aportando agua al molino de la extrema derecha francesa.
Por cierto, no está de moda citar a Trotski; no obstante, «la tarea está por encima de la fuerza de la burguesía europea, totalmente corroída por sus contradicciones», escribía este a propósito del proyecto de crear los Estados Unidos de Europa.
Nicole Thibon es periodista
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2957/lo-nuevo-con-lo-viejo/