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Lo otra narrativa y Jaime Castillo Petruzzi

Fuentes: Voces en lucha

Hace unos meses, durante nuestra estancia en Lima, visitamos el centro penitenciario Castro Castro, ubicado en el distrito de San Juan de Lurigancho, uno de los más poblados de Latinoamérica con más de un millón de habitantes censados. Allí, entre muros de cemento, conocimos a una de esas personas que no se arrodillan ante la […]

Hace unos meses, durante nuestra estancia en Lima, visitamos el centro penitenciario Castro Castro, ubicado en el distrito de San Juan de Lurigancho, uno de los más poblados de Latinoamérica con más de un millón de habitantes censados. Allí, entre muros de cemento, conocimos a una de esas personas que no se arrodillan ante la tiranía. América Latina hace rato que sabe de él. Jaime Castillo Petruzzi, chileno de nacimiento, peruano por acción y reclusión e internacionalista por elección. Su historial de revolucionario podría llenar páginas y páginas. Hoy nos detenemos en el hombre para, así, inevitablemente, hablar del revolucionario.

El hombre, un hombre de hueso y carne que pasea por Castro Castro con su dignidad intacta. » Las cárceles son como ciudades concentradas en las cuales todas las contradicciones del modelo se palpan de manera extrema», nos comentaba un compañero paraguayo. Y en esas ciudades hay unos códigos que uno debe manejar para moverse y sobrevivir. Jaime los conoce como la mañana al sol. Camina a paso firme con su gran envergadura de metro ochenta y tres y saluda educadamente, con cortesía carcelaria, a cada uno de los presos con los que se cruza. 23 años de cárcel no le han doblegado. Mas al contrario, transmite una energía contagiosa que crece cada día. Y es que cada día de esos 23 años, a pesar de las muchas dificultades atravesadas, ha seguido construyendo, creciendo, estudiando, reflexionando, discutiendo, riendo, soñando. Muchos al cruzarse con él le llaman profe: en el pequeño espacio habilitado como biblioteca da clases de francés e italiano; elabora cerámica para autogestionarse; ha cursado diferentes estudios universitarios; conserva una forma física extraordinaria y ha enseñado artes marciales a algunos internos. Y una de sus mayores alegrías en estos años: su compañera y los dos hijos que ha engendrado dentro de prisión. Al conocerlo uno entiende que la cárcel se convierte en el espacio obligado en el cual un revolucionario debe seguir amando el mundo para transformarlo. En su pabellón las cosas funcionan ordenadamente y de manera igualitaria. Todo es limpio. Todos se respetan y se forman. Y «eso es lo que te salva».

Este octubre, Jaime sale de la cárcel después de ser capturado en 1993 por ser miembro del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, MRTA, un grupo subversivo de vocación latinoamericanista que en 1984 decide alzarse en armas para combatir un sistema estructural y fácticamente corrupto que condena a la exclusión social a una gran parte de la población en el Perú. Petruzzi, después de un largo historial que lo llevó desde el MIR chileno hasta la Nicaragua Sandinista, se sumó a la causa peruana a finales de la década de los 80.

La narrativa oficial, hegemónica y totalitaria ya lo ha anunciado: «cabecilla del MRTA será expulsado a Chile en octubre». Y añaden «la idea es que ni siquiera pise la calle, que lo cojan de ahí, no vea la luz y se vaya de frente al avión». Y hay que entender por qué lo dicen, y es que si Jaime pisara a sus 59 años la ciudad de Lima y viera en lo que se ha convertido, los poderes fácticos que han gobernado y gobiernan quedarían en evidencia ¿cómo fue posible que después de asesinar y encerrar a los y las rebeldes no fueran capaces, ya sin piedras en el camino, de construir una sociedad digna? Al parecer porque nunca lucharon para ello, y actualmente Perú tiene la sociedad que han construido aquellos que se llamaron vencedores y que sus ciudadanos legitimaron con el voto obligatorio. Quizás si hubieran ganado los que a día de hoy siguen presos y presas la sociedad sería otra. Pero ¿quién se plantea estas cuestiones? Hace unos días nos decía un prisionero político colombiano mientras se daba a la labor de tejer un bolso: «estas son las consecuencias de no haber ganado la guerra».

La sociedad mercantilista ha asumido la estrategia de no llamar a las cosas por su nombre y considerar como verdad una gran mentira. Hay un capítulo en la historia moderna que dio muchas pistas al modelo capitalista. Hablamos de la Alemania nazi, que de la mano del maestro de la propaganda Goebbels instaló una gran mentira como política de estado. Algo similar sucedió en Perú. De la mano del dictador Fujimori toda rebelión contra la opresión fue llamada terrorista, y en ese momento es cuando se dejó de llamar a las cosas por su nombre. Tal y como afirma el principio de simplificación y del enemigo único goebbelsiano, todo cabe dentro de la idea de terrorismo.

Aquellos que convierten en objetivo militar y político a quienes luchan en contra de la injusticia sólo evidencian la naturaleza de su ser, de sus creencias y de sus intereses. Sin embargo, son capaces de penetrar en el inconsciente instalando la gran mentira: que serán ellos quienes salven el país de las garras del terror. Esta narrativa fue pregonada por los grandes medios de comunicación. Mientras la violencia estructural era alimentada y crecía la pobreza en los márgenes, se instalaba en la población la política del miedo. Miedo a salir a la calle. Miedo al asalto. Miedo al asesinato. Miedo a la delincuencia. Miedo a la pobreza. Miedo a pensar diferente. «Todo aquel que no piense como nosotros piensa contra nosotros». Hoy, la política del miedo ha triunfado en el Perú, y prácticamente todo lo que huele a izquierda, y ni qué hablar de insurgencia, es estigmatizado y tildado de terrorista sin remontarse a los orígenes de las cosas. Tan grave es la historia que en la segunda vuelta de las últimas elecciones la disyuntiva estuvo entre la mafia de la familia Fujimori o la derecha «educada» y neoliberal de Pedro Pablo Kuczynski.

La pregunta que se deriva de esto no puede ser otra que cómo hacer que esta gran mentira sea desterrada y desplazada de la narrativa oficial y se vuelva a llevar la verdad a su lugar origen, a su elemento, a llamar a las cosas por su nombre y a construir un relato que instale una nueva hegemonía en la cual seres como Jaime Petruzzi sean valorados como lo que son, grandes revolucionarios que un día decidieron abandonar sus pequeñas comodidades para luchar por la construcción de un mejor mundo posible. De modo que estamos en la obligación moral de reescribir el citado titular: Jaime Castillo Petruzzi, «Torito», libre de las rejas del terrorismo de Estado.

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