Cuando, el 22 de julio último, Noruega sufría el estallido de un coche bomba y una matanza humana de prolijas balas, unas cuantas personas allí y en otros puntos geográficos dirigían automáticamente el índice contra un estereotipado enemigo, omnipresente como el dios de los acusadores y el propio dios de los acusados. ¿Por qué algunos […]
Cuando, el 22 de julio último, Noruega sufría el estallido de un coche bomba y una matanza humana de prolijas balas, unas cuantas personas allí y en otros puntos geográficos dirigían automáticamente el índice contra un estereotipado enemigo, omnipresente como el dios de los acusadores y el propio dios de los acusados.
¿Por qué algunos creyeron ver corporizado el fantasma del islamismo desde el instante en que la televisión local comenzaba a pasar las imágenes de un atentado que causó ocho muertos, una docena de heridos y cuantiosos daños en oficinas gubernamentales en Oslo, mientras en la cercana isla de Utoya un individuo disfrazado de gendarme se daba el relamido gusto de segar la vida de 68 jóvenes, entre los cerca de 600 escogidos como dianas de un incontinente fusil?
Al parecer, en la impugnación apriorística -anterior a las pesquisas policiales- actuó un reflejo condicionado, el «sentido común» labrado por una propaganda que impele a buscarse un comodín (el coco de los cuentos infantiles) que sirva de explicación y catarsis ante la rudeza de la realidad y la incomprensión de sus leyes.
Pero el caso resulta sui géneris, por ocurrir en uno de los últimos países europeos socialdemócratas, de suyo apacible, cuya supervivencia -señalemos con John Brown, articulista habitual en los medios alternativos- radica «en la renta petrolera, que permite redistribuir riqueza al mismo tiempo que prosigue, como en el resto del planeta, la acumulación financiera en favor de una exigua minoría».
¿Qué hacer si, no obstante, el reparto de los réditos del hidrocarburo no satisface a los más «conspicuos» representantes del capital, postores de una «modernización» a la manera de la mayor parte de la Península Escandinava, mediante el paradigma neoliberal de la «flexiguridad»? Pues claro que aplicar la regla de los recortes en el gasto social; pero con sumo cuidado. No arremetiendo directamente contra los intereses primarios de la población, sino intentando granjearse el espaldarazo de esta a una nueva extrema derecha, defensora a un tiempo de la libre circulación de capitales y mercancías, en el marco de la globalización, y de la brutal limitación de la traslación de personas desde la «periferia». Se impone presionar en aras de la liquidación del status quo preconizando en un inicio la supresión de prestaciones sociales a los inmigrantes. De ahí la insistencia en que el terror viene del levante, con tremolante atuendo musulmán, y la rotundidad en proclamar la existencia de una guerra de civilizaciones.
No hay que esforzarse para constatar el despliegue de una ideología que, conforme al célebre marxista Samir Amin, comentado por Gabriela Roffinelli, no solo se propone una visión del orbe, sino un proyecto político a escala universal: la homogeneización por imitación y recuperación del Modelo Occidental, donde dizque la abundancia material y el poder, incluyendo el militar, se acompañan del espíritu científico, la racionalidad y la eficiencia práctica, la tolerancia, la pluralidad de opiniones, el respecto a los derechos del hombre, la democracia, la preocupación por una cierta igualdad y la justicia social. Modelo que, faltaba más, se basa en la libertad de empresa y el mercado, el laicismo y la democracia electoral.
En ese contexto, se ha extendido el rechazo a las comunidades de los «parásitos de otras culturas», a los cuales no se les perdona que, «aprovechándose del patrimonio y beneficiándose de los derechos sociales de sus anfitriones», se nieguen a «integrarse» y conserven su religión y sus costumbres. El antiislamismo viene a desempeñar hoy el papel del antisemitismo, que en su momento desvió hacia los judíos el odio de clase del proletariado europeo por sus explotadores. Lógicamente, «la orientación del odio hacia los musulmanes y hacia el Islam como religión oscurantista y antifeminista permite dar a los temas xenófobos y racistas de extrema derecha, así como a las guerras neocoloniales en curso, una orientación progresista de defensa del laicismo, de los derechos de la mujeres y de la libertad de orientación sexual. La extrema derecha y las guerras del Imperio se hacen así ilustradas» (Brown dixit).
Ahora, esta vez la intención quedó trunca, dada la confesión del autor de ambos atentados contra instituciones y activistas socialdemócratas: Anders Behring Breivik, nada menos que ¡noruego!, de 32 años, con posiciones fundamentalistas y hostil precisamente al islam, y al marxismo. En fin, uno de aquellos cuya actitud nos convence de que, si en verdad hay una contienda de civilizaciones, ella se está librando, como lo considera el analista Ahmed Moor, entre la gente «sana y normal» y los fanáticos derechistas, que distinguen la perdición, la destrucción, el fuego del infierno y la voluntad de Dios -un dios particular, paradójicamente diabólico- en cada esquina del mundo.
Y ya uno se figura la saga. Más temprano que tarde algunos se abroquelarán en la suposición de que el atacante representa un caso aislado de alienación, cuando loco, más loco es sin duda el sistema que lo engendró a su imagen y semejanza.