¿Representan los gobiernos progresistas y de izquierda en America Latina un «tapón» contra el imperialismo estadounidense, un freno al neoliberalismo y un avance en el reparto y la distribución de la renta? O, por el contrario, han supuesto un freno a la movilización popular y fracturado su autonomía sin poner mínimamente en riesgo las estructuras […]
¿Representan los gobiernos progresistas y de izquierda en America Latina un «tapón» contra el imperialismo estadounidense, un freno al neoliberalismo y un avance en el reparto y la distribución de la renta? O, por el contrario, han supuesto un freno a la movilización popular y fracturado su autonomía sin poner mínimamente en riesgo las estructuras capitalistas. El ejemplo de Bolivia sirve como ejemplo de la tesis del libro «Devenir casta. Otras políticas ante nuevos gobiernos», publicado por la editorial «Pensaré-Cartoneras» y presentado en la XVI Mostra del Llibre Anarquista de València. El ciclo de luchas del periodo 2000-2005 en Bolivia apeló a la resistencia anticolonial de Túpac Amaru II, Gregoria Apaza, Túpac Katari y Bartolina Sisa a finales del siglo XVIII; también de Willka Zárate en la segunda mitad del siglo XIX. Pero llegado Evo Morales a la presidencia, la Constitución de 2009 convirtió el «Suma Gamaña» (buen convivir») en un significante vacío. Algo parecido ocurrió con el «Sumak Kawsay» (buen vivir) en el texto constitucional ecuatoriano de 2008. Con todos los matices que requiere una obra colectiva, el libro da voz a unos movimientos sociales autónomos y con dinámicas propias, cuyo discurso y prácticas han quedado en muchos casos apagados por la hegemonía de los gobiernos nacional-populares. El texto de la editorial «Pensaré-Cartoneras» se propone como una herramienta de discusión.
La tensión dialéctica entre gobiernos y movimientos populares se aprecia en Venezuela. Da cuenta de ellos el sociólogo de la Universidad Central de Venezuela e investigador del Centro de Estudios Latinoamericano Rómulo Gallegos, Emiliano Terán. El autor parte de que los procesos sociales experimentados durante los últimos años en Venezuela han sido conocidos en otros países, sobre todo, por las políticas sociales de matriz estatal, impulsadas por el liderazgo de Chávez. Pero habrían quedado fuera de foco los conflictos -contrahegemónicos- con el chavismo y las formas de organización de lo común y desde abajo. Este ocultamiento de las manifestaciones de autoorganización popular no resulta excepcional en la historiografía venezolana: ha ocurrido con las experiencias comuneras campesinas, las «cayapas» indígenas, los cumbes y palenques de los negros esclavos libertos; a partir de la segunda mitad del siglo XX, todo este entramado de experiencias plebeyas fue «drásticamente vulnerado por el vendaval petrolero», explica Terán. En cuanto a la «Revolución Bolivariana», más que considerar a Hugo Chávez su líder y mentor, habría que ubicarla en un largo proceso de movilizaciones; de hecho, el proceso constituyente no se iniciaría en 1999 -con la llegada de Chávez a la presidencia- sino diez años antes con el «Caracazo». Todo ello no quita para reconocer que, tras un siglo de historia petrolera, las formas más potentes de subjetividad contrahegemónica se han producido durante la Revolución Bolivariana, y en torno a un proceso identitario que se puede denominar «chavismo».
«El proyecto bolivariano se ha convertido en un modelo de dominación sobre los movimientos sociales», afirma Rafael Uzcátegui, miembro de la redacción del periódico anarquista «El Libertario» y autor del libro «Venezuela: la revolución como espectáculo». Se basa para realizar esta afirmación en el «desmantelamiento», «fragmentación» e «institucionalización» de las organizaciones populares; más aún, el «chavismo» impidió que se materializaran los derechos y garantías de la constitución de 1999. El autor expone las estrategias con las que, a su juicio, se produjo esta desarticulación: la identidad del ser «chavista», forjada desde el poder; la «cadena» de elecciones entendidas como plebiscitos de apoyo al gobierno; el reemplazo de organizaciones populares que existían antes de 1999, por otras como los «círculos bolivarianos», alumbradas desde el poder; y las «misiones» para combatir la pobreza, gestionadas por unos «consejos comunales» burocratizados. La plasmación máxima de estas tendencias, según Uzcátegui, es la desmovilización del movimiento indígena venezolano.
La profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de Puebla (México), Raquel Gutiérrez Aguilar, señala el ejemplo del conflicto por la vivienda. El Movimiento de Pobladores y Pobladoras (MPyP), que agrupa a una parte de los activistas y afectados, se ha topado con el código penal, que penaliza la «ocupación ilegal de inmuebles» y establece penas de prisión que oscilan entre cinco y quince años. «Quedó así diseñado en 2005, en la etapa chavista». El título del artículo, «Experiencias de lucha, contra y más allá del capital y Estado ¿(Re)formismo desde abajo?» ofrece pistas sobre la tesis de la investigadora. El libro «Devenir casta» incluye asimismo un artículo sobre los límites de la vía electoral, publicado en abril-mayo de 2015 por el subcomandante Moisés, del EZLN: «A la gente no le decimos que vote, tampoco le decimos que no vote, ni que se entre en Zapatista; simple y llanamente le decimos que se organice». «Apenas llevamos 20 años que estamos caminando con elegir nuestras autoridades autónomas, con democracia verdadera».
Aborda el caso de Uruguay el periodista e investigador militante Raúl Zibechi, autor de libros como «Dispersar el poder», «Latiendo resistencias» o «Descolonizar rebeldías». En una conversación con la trabajadora social y activista del colectivo «Ovejas Negras», Valeria Rubiño, Zibechi se centra en la presidencia de José Mujica (2010-2015) por el Frente Amplio, para realizarse la gran pregunta: ¿de qué modo pueden los movimientos populares promover la acción social en un país históricamente conservador (y «amortiguador» de los conflictos) como Uruguay, en el que el gobierno es receptivo a una parte de las demandas? De pequeña o mediana dimensión, movimientos como «Ovejas Negras» por la diversidad sexual ponen el énfasis en la transformación de la vida cotidiana y en vivir los cuerpos como un asunto político, aunque sin orillar los condicionantes estructurales. Una de las singularidades de una parte del movimiento social uruguayo es la articulación -en forma de «comisiones nacionales»- con el fin de lograr objetivos comunes, según destaca en el artículo de Zibechi el antropólogo Carlos Santos. Pero el obstáculo siempre es una sociedad de «grises», que no quiere hacer ruido y antepone el orgullo nacional. La conclusión es también de claroscuros: cauces en muchos casos adecuados de diálogo con el gobierno, pero también un incremento en la institucionalización de los movimientos sociales (en el primer gobierno del Frente Amplio).
En el artículo «Llevamos un mundo nuevo en nuestros movimientos», el periodista y escritor uruguayo amplía la lente y anota la singularidad de los movimientos sociales (autóctonos) de América Latina. Las tradiciones occidentales, sean marxistas, anarquistas o socialdemócratas, se insertan en un paradigma racional que remite a la Ilustración. Tienen como eje la noción de ciudadanía y los derechos humanos (individuales). A diferencia de los procesos dirigidos por criollos, los indios se apoyan en sus tradiciones. Zibechi pone el ejemplo de las revoluciones «panandinas» de 1780, encabezadas por Túpac Amaru, y sobre todo por Túpac katari, que no buscaron inspiración en la revoluciones francesa ni haitiana, sino que se fundamentaron en prácticas asamblearias y tradiciones comunitarias, la descentralización y los cargos rotatorios. En muchos casos, estas tradiciones de lucha «no han merecido mayor atención en las academias y de los partidos de izquierda; pero de alguna manera se plasman en los conceptos sumak kawsay (buen vivir) o «suma qamaña (vivir bien), de los quichuas ecuatorianos y los aymaras y quechuas bolivianos».
En el artículo «Por una nueva política de la autonomía. Actualidad de la revuelta plebeya», la profesora en la Universidad de Buenos Aires y autora del libro «La razón neoliberal», Verónica Gago; y el docente en la Universidad de Bologna, Sandro Mezzadra, apuntan la esencia de los gobiernos «progresistas» en América Latina. En su retórica tratan, téoricamente, de reactivar un imaginario «neodesarrollista» e impulsar la sustitución de importaciones a través de políticas de industrialización, pero lo que se ha producido en los últimos años es, más bien, «la hegemonía de la renta y los procesos crecientes de financiarización». Según los autores, se han primado las actividades mineras y extractivas en general (puede incluirse la agricultura de la soja), con las que se han financiado las políticas redistributivas. Además, se ha establecido una clara dependencia respecto a los intereses financieros globales, que fijan el precio de las materias primas y el tipo de cambio. Esta «violencia de la renta y la extracción» ha dado lugar a conflictos sociales como las manifestaciones contra las mineras en Perú, las protestas por los servicios públicos en Brasil, los procesos por la desprivatización educativa en Chile o los enfrentamientos, tanto en Bolivia como en Ecuador, por el impacto de megaproyectos sobre territorio indígena (Tipnis y Yasuní). Los gobiernos optan por la represión, o bien marcan en ese punto el límite de sus «políticas de desarrollo». «Los propios movimientos sociales son continuamente sorprendidos por la forma en que estos conflictos se manifiestan», concluyen Gago y Mezzadra.
Raquel Gutiérrez rescata en el texto «Los ritmos del Pachakuti» una conversación que escuchó a indígenas aymaras en 2006, cuando comenzaban los gobiernos de Evo Morales tras el quinquenio de movilizaciones populares e indígenas. «Evo es el marido que se casa con todos nosotros, con Bolivia, el día de las elecciones. Él tiene su tarea, nosotros tenemos la nuestra. Que no se meta con nosotras, que no venga a decirnos qué hacer; nosotras ya hemos aprendido qué tenemos que hacer; él tiene que estar ahí ocupándose de que los extranjeros y los q’aras no molesten. Nosotras vamos a hacer todo lo demás». Estas indígenas del sindicato de vendedoras de pescado de la ciudad de El Alto se referían nada menos que a un cambio en las relaciones sociales; y a una transformación de la vida cotidiana. «No fue lo que ocurrió en los años siguientes, al menos de manera fluida», concluye Raquel Gutiérrez.
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