Son cuarenta años los que han transcurrido desde el mágico concierto de Woodstock. Esa pequeña dimensión de tiempo se ha engullido en el tobogán de la memoria miles y miles de vidas humanas, ha borrado fronteras de mapas geopolíticos, ha sofocado las oficinas de yuppies, ha enviado el amor a los catálogos, ha acelerado la compra […]
Son cuarenta años los que han transcurrido desde el mágico concierto de Woodstock. Esa pequeña dimensión de tiempo se ha engullido en el tobogán de la memoria miles y miles de vidas humanas, ha borrado fronteras de mapas geopolíticos, ha sofocado las oficinas de yuppies, ha enviado el amor a los catálogos, ha acelerado la compra de corbatas, ha limpiado los edificios de grafittis, ha puesto otra vez de moda la guerra en lugares lejanos y ha reducido al amor a su permanente exilio.
¿Donde estará Jimmy Hendrix, el que privó de caricias seductoras a las guitarras del mundo? ¿En qué lugar Janis Joplin se seguirá moviendo sin saber por qué? ¿Adónde están esos jovenzuelos que hicieron el amor bajo la lluvia del concierto y parieron hijos color arco iris? ¿En qué vieja cárcel de Harlem o del Bronx, seguirá Joan Baez s luchando por un lugar digno para el ser humano? ¿Con qué canción las bombas dejarán de caer, los niños de sufrir y los hombres racionales se darán cuenta de las estupideces del mundo occidental?
Era la locura del hombre volviendo a ser primitivo. La bella incoherencia de los jovencitos pequeñoburgueses que no querían saber de padres, escuelas, iglesias y órdenes. La crítica aguda a un sistema que se sostiene por la frialdad de los padres, y sus moderadas maneras de aceptar las razones inaceptables de los de arriba. La tolerancia de permitir que sus hijos jugaran a ser rebeldes, para esperarlos al final de su aguja ya descendente, en el lugar preciso para ofrecerles de herencia una empresa en la que pisotearían los derechos de los que en los juegos de la rebelión hacían de victimas.
Allí, en la postal histórica, a la par de una rubia preciosa con camisas psicodélicas y un aderezo de LSD. Tiernos y exuberantes maniquís de pelos largos que desafiaban las pasarelas de la sociología y niñas a lo Mary Quant se burlaban del mundo de las ganancias y de las viejas jergas de guerra con soldados de plomo y aviones cazavidas. Qué se esperaría de la rebeldía de Estados Unidos o Mayo 68, sino una juventud con poses como sesiones de estudios fotográficos itinerantes, y con la disposición de aprender las razones del Marxismo, que como patrón elocuente de contracultura se movía por todas las fabricas y los negocios, pariendo significados y dando voz a los callados y razón a los caídos.
La respuesta seguía flotando en el aire, y los cañones amordazando cuerpos inocentes en Vietnam; y la guerra fría calentaba los despachos secretos de la CIA y la KGB. ¡Pobres idiotas que no hicieron más que darles mediocres argumentos a los cineastas sin imaginación! ¿Cómo no cantar con The Who y Crosby, Stills, Nash, & Young y salir con la Alicia de los Beatles a ese cielo de diamantes y de taxis de papel periódico llevándote a una estación sin lugar, como la utopía de lo que se desconoce?
Anarquismo rancio en la teoría, pero sobre todo vómito por un sistema que apestaba. Irrealidad de un orden demasiado real para ser verdadero. Vuelta a la primera verdad del hombre como las comunidades socialistas primitivas, en que el aire no fuese humo, el trabajo fetiche, el amor ficción, el sexo pornografía y la naturaleza metiéndose como salteadora por la planta de nuestros pies. Sabíamos que queríamos algo, pero no sabiamos qué, y hacíamos hueras las soluciones convencionales y buscábamos en la música respuestas y en la droga sueños y en la lucha la parte de los pequeños despojos que podíamos ofrecer a la humanidad.
La música siempre comporta una expresión de indignación y un grito de rebelión contra la injusticia de coyuntura. Por eso, si hubo un Woodstock en Estados Unidos, en Honduras a cuarenta años y casualmente en el mismo mes, se celebró un gran concierto a la altura de los sueños de la digna juventud en el contexto del golpe de Estado, para restregarle a la dictadura de la edad de las cavernas lo primitivo de sus garrotes y las hazañas de sus simios camuflados de verde color hoja. Para decirles con los Guaraguao de Venezuela (porque no esperábamos a Juanes, ni a Miguel Bosé y sus dulzonas maneras de concebir la paz) que hay escuelas de perros que les dan educación para que no muerdan los diarios. Este Woodsock de la resistencia hondureña quizás no se recordará ni figurará en las páginas del arte pop mundial, pero será la huella cultural más patente de que artistas hondureños como Karla Lara, Yeco, Café Guancasco y los invitados de lucha permanente Las manos de Filippi de Argentina y los Guaraguao, le infirieron un golpe de belleza a ese golpe siniestro, a esos patrones que desde hace mucho tiempo en Honduras están mordiendo y golpeando al obrero, al estudiante y al campesino.
Milson Salgado. Escritor hondureño.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.