Bellatriz Berrocal tenía 27 años en diciembre de 1989 y apenas uno de haber llegado de Cuba, graduada de médico. Era muy duro, recuerda, trabajar en el Hospital Santo Tomás, el más grande hospital público de Panamá. «No teníamos insumos y a rejo limpio teníamos que atender los partos». Hacía tiempo que el país vivía […]
Bellatriz Berrocal tenía 27 años en diciembre de 1989 y apenas uno de haber llegado de Cuba, graduada de médico. Era muy duro, recuerda, trabajar en el Hospital Santo Tomás, el más grande hospital público de Panamá. «No teníamos insumos y a rejo limpio teníamos que atender los partos».
Hacía tiempo que el país vivía sobresaltado. Cinco personas habían ocupado la Presidencia desde 1983, todas puestas y removidas por los militares. En 1987, el coronel Roberto Díaz Herrera llama a los medios y denuncia -por despecho, porque no fue ascendido en las Fuerzas de Defensa- que las elecciones de 1984 habían sido un fraude (en aquellas elecciones fue declarado vencedor Nicolás Ardito Barletta) y que la desaparición y asesinato del médico y político Hugo Spadafora había sido ordenada por Manuel Antonio Noriega (hoy preso; a fines de los ochenta el «hombre fuerte» de Panamá).
Las declaraciones de Herrera provocaron conmoción. Se organizó la llamada «Cruzada Civilista», conformada fundamentalmente por empresarios y profesionales. En 1989 el país tuvo otras elecciones y ganó la Alianza Democrática de Oposición Civilista (ADOC), liderada por Guillermo Endara, Ricardo Arias Calderón y Guillermo Ford. El Tribunal Electoral anuló los resultados. Era el principio del fin.
Las primeras horas
Trinidad Ayola apenas si dice un par de frases, mal hilvanadas. Está otra vez dando su testimonio en un acto de recordación del 20 de diciembre. «Todavía está ese dolor… Este dolor, después de 22 años exigiendo justicia».
Ayola trabajaba en Ingeniería Militar de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FFDD). Lo describe como el «brazo amigable» del ejército porque Ingeniería construía escuelas, acueductos y caminos. Su esposo, Octavio Rodríguez Garrido, era piloto y tenía su base en el antiguo aeropuerto de Paitilla (hoy el lugar lo ocupa un inmenso centro comercial).
Ayola había pasado el día con su esposo y la hija de ambos, en Paitilla. Decidió regresar a casa a las 8:00 p.m. del 19 de diciembre. La niña, de tres años, había derramado una soda de naranja sobre una alfombra blanca y Ayola, para evitar un «cuadro», se fue.
Era casi medianoche cuando Ayola escuchó los primeros disparos. «Lo llamé y me dijo que me quedara cuidando a la niña». Residente en Campo Limberg, pasó toda esa noche escuchando el estropicio de las bombas que caían por los lados de Parque Lefevre y San Miguelito.
A las 6:00 a.m. del 20 de diciembre Ayola intentó hablar con su esposo otra vez. «Lo llamé a Paitilla y no me respondió». La esposa de un compañero de trabajo la llamó un poco después: «¿No has sabido de tu esposo?» Ayola, angustiada, decidió entonces ir hasta el aeropuerto para ver qué había pasado.
A esa hora, la doctora Berrocal ya estaba en el Santo Tomás. Había llegado a las 5:00 a.m. «Los pasillos estaban inundados de gente… Había mujeres, niños, ancianos, todos tirados en los pasillos». Unas camionetas pickups, propiedad del Estado, comenzaron a llegar al nosocomio. «Llegaban con muertos», recuerda. «La morgue se llenó; estaba llena de muertos».
«Al tercer día llegaron los gringos y comenzaron a hacer listas negras con los médicos graduados de Cuba o de la Unión Soviética. Por esa lista pararon a un médico en los estacionamientos del hospital, lo golpearon y le rompieron el carro, buscando armas». Los nombres de esas listas habían sido proporcionados por compañeros del hospital.
Ayola, por su parte, había ido al aeropuerto en vano; solo encontró soldados estadounidenses que, al percatarse de su presencia, empezaron a caminar hacia ella, preparando las armas. «Ahí me di cuenta de que no eran de los nuestros y me fui».
Su próxima parada sería el Hospital Santo Tomás.
El Chorrillo se incendia; la ADOC toma posesión
Dice Héctor Collado que aquello fue espeluznante. Poeta, cuentista y habitante de El Chorrillo hasta 1989, Collado recuerda que a eso de las 11:00 p.m. estaba asomado en el balcón de su vieja casa de madera cuando comenzó a escuchar un sonido afilado, como el susurro de un gigante.
Buscó en la noche y encontró un aparato en el cielo. Era un helicóptero, que empezó a rugir. El ruido fue poniéndose agudo hasta que del aparato comenzaron a salir ráfagas. Los disparos cayeron sobre el Cuartel Central, situado frente al caserón de calle 25.
«Si hubiera sido por mi hubiera muerto allí mismo, porque no reaccioné. Estaba paralizado, viendo aquello. Fue mi mujer quien me jaló hacia adentro», recuerda Collado. La Operación «Causa Justa» había empezado y los habitantes de la vieja casa de madera fueron a refugiarse a la única estructura de cemento: el baño comunal.
«Yo no sentía miedo. No tenía miedo de morir; en realidad no sé qué sentía. Estaba preocupado, sí, porque tenía mis hijos chicos». Apretados todos en el baño, pronto quedaron a oscuras. Se oían gritos, gente corriendo, órdenes, llanto. La noche se prendía de rojo con cada bombazo. En el baño todo era silencio. Collado le decía a su hija: «Tranquila, papi está aquí, papi está aquí…».
¿Qué cómo era el sonido de las bombas? Como dijo el filósofo y escritor José de Jesús Martínez, a principios de los noventa: «Era un ruido raro, inusual, tétrico.» Bummm. Bumm. Bumm.
Mientras funcionó el sismógrafo de la Universidad de Panamá, se registró la caída de 417 bombas, una cada dos minutos, solo en la ciudad. El sismógrafo dejó de funcionar a las 2:00 p.m. del 20 de diciembre.
Mientras todo esto ocurría, la terna de la ADOC tomaba posesión de sus cargos en una base estadounidense acantonada en la antigua zona del Canal, y Noriega y sus oficiales se escondían, para evitar la captura o la muerte.
Muertos e ignorados
Cuando Ayola llegó al Santo Tomás ya estaba ahí su suegra y, por la forma como la miró, supo lo que había pasado. «Yo no lo quería creer… Luego supe que lo recogieron los bomberos… Él peleó; lo encontraron tirado».
Contrario al consejo de todos, Ayola le dijo la verdad a su hija. Fueron días horribles, cuenta, porque la niña estaba muy apegada a su papá. «Ella me decía: ay mami, yo me quiero morir para irme con mi papá… Y yo buscaba fuerza de donde no tenía para dársela».
En octubre de 1992, el Centro de Estudios Estratégicos publicó un anuncio a página entera en varios periódicos panameños. «Listado parcial de las víctimas de la Décimonovena (XIX) intervención armada de los Estados Unidos a Panamá, 20 de diciembre, 1989», se lee. En la lista aparecen 317 nombres recogidos con testimonios, entrevistas y trabajo de campo.
Aunque desde entonces se dijo que la lista era «parcial, incompleta y seguramente, no exenta de errores», 22 años después de la invasión a Panamá es la única que existe, porque ninguno de los gobiernos ha mostrado interés en precisar el número de muertos o heridos que dejó la intervención.
Lo que piden las diversas organizaciones estudiantiles, obreros y de familiares de los caídos es que se declare el 20 de diciembre como Día de Duelo Nacional y que se conforme una Comisión de la Verdad para esclarecer los hechos.
De lo que se trata, al fin y al cabo, es de justicia y reparación.
Fuente: http://otramerica.com/temas/panama-los-muertos-no-se-olvidan/1062