Enfrentamos un escenario contradictorio. Por un lado, los conflictos sociales se incrementan, tornándose incluso cada vez más violentos; a la par se desarrollan numerosas huelgas con demandas laborales que despiertan poco interés en el resto de la ciudadanía y tienen relativo éxito. Uno de los retos que enfrentan las izquierdas es precisamente articular las diferentes […]
Enfrentamos un escenario contradictorio. Por un lado, los conflictos sociales se incrementan, tornándose incluso cada vez más violentos; a la par se desarrollan numerosas huelgas con demandas laborales que despiertan poco interés en el resto de la ciudadanía y tienen relativo éxito.
Uno de los retos que enfrentan las izquierdas es precisamente articular las diferentes luchas y demandas en una sola estrategia. No es una tarea sencilla. Los conflictos medioambientales oponen a empresas transnacionales (ETN) con comunidades locales mientras que las huelgas se desarrollan en el marco de las relaciones laborales más tradicionales. Actualmente, por ejemplo, tenemos el conflicto alrededor del proyecto minero de Tía María y en simultáneo, la Huelga Nacional organizada por la Federación Minera. ¿Cómo conversan ambas luchas más allá de las expresiones rituales de mutua solidaridad?
Para un sector de la izquierda, la articulación deseada se desarrolla en un marco político que pone énfasis en la construcción del denominado «poder popular«. Sin embargo, desde el movimiento sindical, el tema del poder popular es casi ajeno o extraño. Lo cual no deja de ser una lásti8ma. En los últimos años, se ha desarrollado una amplia literatura política alrededor de los temas del poder popular recogiendo diversas tradiciones desde el marxismo clásico hasta revalorizaciones del legado anarquista, incluyendo los estudios poscoloniales, la subalternidad y otras hierbas.
Ahora bien, ni es el momento ni estamos aún para establecer definiciones exactas de lo que es o debe ser el «poder popular«. Nos basta asumir dentro de lo diverso, una noción que pone énfasis en las formas organizativas que -en este caso- se desarrollan desde una matriz económica de relaciones sociales, es decir, con un anclaje en las clases sociales, que se orientan a prácticas políticas que buscan alterar de manera constante y creciente la institucionalidad del poder estatal.
En resumen, nos interesa indagar si puede el sindicato ser una expresión del poder popular. ¿En que condiciones y bajo que limites? Obviamente, se tratan de apuntes iniciales que merecen una reflexión mayor.
Empecemos por las certezas para luego ir avanzando en terrenos más ignotos. El sindicato es una forma moderna, es decir, un hijo reconocido -pero poco amado- de la modernidad y el industrialismo capitalista. Su presencia provoca tensiones. Es en buena cuenta un sujeto incómodo pero necesario en el proceso de acumulación del capital.
Podemos entonces, hablar de una dualidad en la forma sindicato. Por un lado, representa una institucionalidad que ordena, es decir, establece prioridades, entre los múltiples intereses de la mano de obra para poder hacer viable la administración de los conflictos entre capital y trabajo. En este sentido, el sindicato es funcional al desarrollo capitalista. Los lideres revolucionarios han sido, empezando por Marx, muy conscientes de este aspecto, señalando los límites economicistas de la acción sindical.
Los sindicatos están así determinados por la lógica del proceso económico, a la prosaica labor de la defensa salarial y el acceso al mercado laboral. En esta labor, pueden oscilar desde el más consistente y serio reformismo político hasta la formación de aristocracias obreras como las mencionadas por el buen Engels. Queda claro que el rol de «ordena y suma» de intereses materiales es la base de desconfianzas, pesares y malentendidos con los extremos de la izquierda.
Sin embargo, en este proceso nacen, crecen y con suerte se desarrollan lazos, relaciones y espacios de identidad colectiva. El camino que va de la clase en si a la clase para sí como decía el viejo Marx. Los procesos de articulación de una identidad colectiva van desarrollándose en el capitalismo europeo desde sus inicios y llega a su máxima expresión en la segunda posguerra. Entonces, tenemos una suerte de escenario ideal: una política económica keynesiana que legitima el rol intermediador del sindicato junto con un modelo de organización de la producción basado en el fordismo que reúne miles de asalariados en grandes centros industriales. La identidad social desarrolla una cultura obrera que recuerda en diferente grado, sus orígenes contestatarios y plebeyos.
En el Perú, las cosas son a medias y torcidas. No hemos tenido grandes empresas fordistas, a lo sumo formas locales de taylorismo que coexisten con formas de servidumbre disfrazada de vinculo laboral.
En nuestro país, la identidad obrera ha significado más un espacio de integración antes que de resistencia, pero no por eso ha sido menos contestatario. En una sociedad racista, segregadora y sistemáticamente discriminadora como la nuestra, el discurso integrador del sindicalismo clasista en los años 60s, que relega las diferencias entre obreros serranos y criollos re
Es entonces, desde la «identidad clasista» que se desarrollan formas de acción sindical que podemos entender como elementos de poder popular. El reconocimiento identitario como «clase» resulta clave para establecer el vinculo con una propuesta política anticapitalista. Al mismo tiempo, las formas de sindicalismo no clasista (corporativo, confesional, populista, testimonial, liberal, etc.) desarrollan una acción limitada, coyuntural, que en su mejor momento no logra pasar del activismo bienintencionado.
La forma sindicato articulada a una identidad de clase, puede entonces desarrollar prácticas contestatarias que constituyan una suerte de poder popular en contraposición al poder oficial del estado. Este proceso se desarrolla en una línea de continuidad que va desde prácticas que subvierten la legalidad normativa que regula las relaciones laborales, como por ejemplo, en el Perú sólo existen dos tipos de «huelga legal». La primera, en el marco de una negociación colectiva cuando están agotadas las etapas de dialogo y la segunda cuando la empresa no cumple un convenio acordado o un mandato judicial. No hay más. Pero ¿deben los sindicatos resignarse a este estrecho marco legal? No, claro que no. Es factible organizar huelgas intempestivas, temporales, parciales, de solidaridad, sin abandono del puesto de trabajo, por horas, escalonadas, etc. Lo central como siempre es una evaluación real de las condiciones de lucha. Desarrollar huelgas exitosas más allá de estos límites son elementos necesarios de poder popular efectivo.
Podemos señalar también la construcción de una estrategia que incremente el control sindical sobre la organización del proceso productivo. Empezando por el nivel de empresa, mediante clausulas precisas en los convenios colectivos -potenciando los comités paritarios para todo orden de cosas dentro de la empresa: desde los temas de salud y seguridad como ordena la Ley 29783, a la regulación de condiciones de trabajo, horarios, turnos y regímenes contractuales- hasta la articulación sectorial que impone condiciones generales de trabajo en determinadas zonas geográficas.
De esta manera, la lógica administrativa del sindicato puede conversar con una práctica liberadora sin abandonar los espacios e instrumentos propios del sindicalismo clasista. Ciertamente, en una próxima oportunidad podemos señalar los problemas y salidas que puede tener esta perspectiva en el sindicalismo peruano.
Carlos Mejia A. Asesor de la CGTP PERU
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