En los últimos días se ha disuelto por las redes sociales, como olas intempestivas, un proyecto de ley que merodea la Asamblea Legislativa. Esta tétrica criatura emergió de las llamas insondables de Zapote. Allá donde todo es felicidad y emoción, donde mana leche y miel, donde sacarse una foto es lo más chic del momento, […]
En los últimos días se ha disuelto por las redes sociales, como olas intempestivas, un proyecto de ley que merodea la Asamblea Legislativa. Esta tétrica criatura emergió de las llamas insondables de Zapote. Allá donde todo es felicidad y emoción, donde mana leche y miel, donde sacarse una foto es lo más chic del momento, donde contradecirse parece ser el milagro de la montaña y donde un obispo se frota dichoso las manos ante preciada creación celestial. Por esta desdeñosa sacralidad clerical, quizás un Dante, quizás un Boccaccio, habrían encontrado el soplo divino para una obra más encumbrada que cualquier otra jamás escrita.
Pero si esta «dantesca» imagen terrenal no ha conmovido al lector, quien escribe le solicita aguda atención a algunos descalabros jurídicos y carentes de toda racionalidad y juicio en pleno siglo XXI que a continuación se analizarán. Habrá que descender a estos infiernos terrenales de la Costa Rica actual para ver lo que parece ser una «divina comedia», de un gobierno carente de todo sentido ideológico y de sobrado engaño poselectoral.
El texto afirma que la libertad religiosa es una libertad de conciencia (p. 2), aunque se podría discutir ampliamente tal aseveración para refutarla cortésmente, no interesa adentrarse en esa maraña filosófica. A pesar del sobrecargo de justificaciones que utiliza este proyecto de ley para tratar de legitimar la imposición religiosa en Costa Rica, a tenor de toda sinceridad, las palabras terminarían sobrando. Serían un desgaste innecesario de cuartillas, así que lo concreto termina siendo una herramienta más eficiente en este caso. Parece ser que la suerte del derecho liberal está echada con este proyecto.
Mas permita el lector un acto milagroso, solo uno: resucitar a Lutero en este artículo. No materialmente cuanto sí en su espíritu, el cual rondará por cada línea que se escriba, como alma en pena buscando descanso. Por tanto, he aquí una declaración: «Quien tenga entendimiento, entienda.»
«Esta ley no será aplicable a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana» (p. 25), así reza el primer artículo del proyecto de ley. Esto es así por lo evidente: Costa Rica es un estado confesional, algo así como un bicho raro con el que nadie quiere sentarse. Estos privilegios decimonónicos, coloniales, medievales, gozan de poco prestigio en la actualidad y solo se da en casos excepcionales dentro del mundo cristiano. Dios como gobernante de este país podría decirse. Entonces, ¿para qué es la patraña electoral de cada cuatro años? Un estado jactanciosamente liberal sucumbe ante un artículo 75 anquilosado en tiempos remotos. Pero proyectos verdaderamente necesarios siguen estando en la gaveta: derechos igualitarios para las personas del mismo sexo, para las mujeres, para los indígenas, para las parejas infértiles. ¡Y para colmo de males el proyecto busca justificarse en el sentido del derecho! ¿No es acaso un juego de doble moral?
Ahora bien, el artículo 4 declara de «interés público la actividad realizada por las organizaciones religiosas, orientada al mejoramiento y fortalecimiento del desarrollo humano y de los valores espirituales, morales y familiares de la sociedad costarricense.» (p. 25) ¿A quién se le ocurre tal barbaridad con un contenido tan discriminador? Obsérvese bien. Cuando se refiere al mejoramiento y fortalecimiento del desarrollo humano y los valores, se hace desde una visión cristianocéntrica, con su moral incluida. ¿Cuál es el concepto de familia que está en juego? ¿Para qué izar banderas petulantemente si por la borda se piensan echar las luchas de la comunidad LGBTI por ejemplo?
Pero ahí no se queda ese artículo. «El Estado debe orientar sus acciones, programas y proyectos, hacia el fomento del fortalecimiento de la actividad religiosa y de las organizaciones religiosas» (p. 26) ¿Y tiene la desfachatez Luis Guillermo de prometer un Estado Laico en campaña cuando más bien acarrea a la sociedad hacia el oscurantismo y la discriminación? Un estado aconfesional urge cuando se intenta embaucar a la sociedad hacia una teocracia solapada.
Luego el artículo 5 conceptualiza las organizaciones no religiosas como aquellas que practican actividades de tipo comercial por ejemplo. Esto ya echaría al fuego eterno este proyecto. Las iglesias, católicas o no, son antros mercantiles que dicen adorar a Dios, pero la cara de la moneda sigue siendo la del César. Esos templos de mercaderes, hace más de dos mil años, Jesús los agarró a patadas. Pero este proyecto es una salvada y media para las cuantiosas acciones de la Conferencia Episcopal de Costa Rica pues, como se dijo, esta ley no aplica para la ya privilegiada constitucionalmente.
Sin embargo, es el artículo 6 uno de los más oscuros de este proyecto, no por los nombres que ahí aparecen, sino por lo denigrante y discriminante que es. Baste con leerlo:
«Quedan fuera del ámbito de aplicación de la presente ley, las actividades y entidades cuya finalidad esté relacionada con el estudio, la práctica y experimentación de los fenómenos psíquicos o parapsicológicos, satanismo, ocultismo, panteísmo, astrología, esoterismo, chamanismo, brujería, hechicería, prácticas mágicas y supersticiosas de cualquier tipo, espiritistas u otras análogas, ajenas a la religión.» (p. 26)
¿Qué pasa con las prácticas ancestrales de los indígenas? ¿Acaso no le basta al gobierno de turno aflorar su ineficiencia para resolver el problema en Salitre o la inamovilidad de la ley de autonomía desde hace más de quince años? ¿Y las prácticas rastafaris? ¿Y la santería? ¿Es que acaso los que practican el satanismo o el ocultismo no son seres humanos?
Claro, basta con ver la definición que hace el proyecto sobre lo que es una organización religiosa para entender el meollo del asunto. Según la clase sacerdotal que redactó este documento, una organización de este tipo se refiere a las comunidades, confesiones e instituciones basadas «en los principios bíblicos u otros textos sagrados para cada una de ellas; la profesen, la practiquen, la enseñen y la difundan, en estricto apego al orden público, la moral universal y las buenas costumbres.» (p. 27) Esto implica que solo el texto judeocristiano es fuente de verdad, habría de suponer que se incluye también al Corán islámico (cuyo patriarca es compartido con el judeocristianismo y tiene un solo dios) o el Avesta zoroastriano, también de base monoteísta, de cuyos aportes al judeocristianismo son bastante evidentes. ¿Se entiende la ironía en estas líneas?
Ahora bien, ¿qué es la moral universal? ¿La del capitalismo acaso? ¿La del César en la moneda? Esto porque quien domina universalmente es el poderoso caballero don dinero, con sus reglas y sus prescripciones. ¿Y qué es eso de las buenas costumbres? ¿Bañarse es una buena costumbre? Algunos no se bañan los domingos y gustan pasar en pijamas todo el día. Pecata minuta o como diría Big Brother: «Al confesionario».
En el artículo 9 no solo se institucionaliza la consciencia religiosa, sino que delimita claramente quienes pueden ejercer el ministerio evangélico. Parece que cualquier «patas vueltas» tiene vedado este honor, aunque goce de un carisma irrefutable. Por lo tanto, si desea el estimado lector ejercer el apostolado, tendrá que obtener su título en la Universidad Cristiana del Sur o afines. Por demás ridículo ahondar más en esto.
Y solo para terminar con las plegarias indolentes de este sacrosanto proyecto, basta citar el artículo 10, en el cual, los «credos religiosos no constituirán motivo de desigualdad o discriminación ante la ley. El Estado reconoce la diversidad de creencias religiosas. Todas las organizaciones religiosas son iguales ante la ley en derechos y obligaciones.» (p. 28) Es decir, no solo está obligado el costarricense protestante, musulmán, budista, judío, hindú, ocultista, espiritista, ateo, agnóstico, santero, chamanista y cualquier otro, a pagar el sostenimiento económico de la ya sumamente rica Iglesia Católica, sino que cualquier otro estará obligado a sostener a un montón de iglesias más, esto por la deducción que ha de hacerse del vanagloriado 75 constitucional. En suma, no fue suficiente con la obligatoria imposición colonial y confesional constitucionalizada; ahora también se imponen otras mientras se excluyen «las diabólicas». O hay pa’ todos o hay patadas. O mejor aún, que no haya nada.
Ahora bien, ¿para qué registrar públicamente las organizaciones conferidas en este proyecto de ley? ¿Para qué otorgarles cédulas jurídicas? ¿Es que acaso quiere la hiena hacendaria alguna parte de la tajada diezmal o limosnera? ¿Por qué se estipula la disolución de la organización religiosa? ¿Por qué un reglamento? Todo parece, por demás, patético y bizarro. Que Estado y Religión laven sus platos sucios entre ellos, pero que no inmiscuyan a todos en el mismo saco.
En conclusión, el resto del proyecto es pura verborrea contradictoria, incoherente y ridícula que podría analizarse más detenidamente. Tiene mucho que desalambrar, pero que otros se encarguen de esto en la dantesca y feliz Costa Rica, recostados en campos de culantro. Amén.