Bien decía José Carlos Mariátegui: «De todas las victorias humanas les toca a los maestros, en gran parte, el mérito. De todas las derrotas humanas les toca, en cambio, en gran parte, la responsabilidad». Hay que recordarlo hoy cuando la ciudadanía está impactada por el conflicto magisterial que lleva casi cincuenta días sin hallar salida. Hay […]
Bien decía José Carlos Mariátegui: «De todas las victorias humanas les toca a los maestros, en gran parte, el mérito. De todas las derrotas humanas les toca, en cambio, en gran parte, la responsabilidad». Hay que recordarlo hoy cuando la ciudadanía está impactada por el conflicto magisterial que lleva casi cincuenta días sin hallar salida. Hay quienes lo usan para atacar a la Ministra de Educación que se empeña en dotar de un rumbo más preciso a su sector. Otros, para descalificar a la organización sindical -el SUTEP-. Y otros más, para desacreditar al magisterio como tal mimetizando su accionar con la práctica terrorista de Sendero, a partir de la identificación de algunos con el MOVADEF y otras estructuras del mismo corte. Es bueno entonces hacer un esfuerzo por colocar las cosas en su lugar y reivindicar una causa legítima, como es la que encarnan los trabajadores de la educación, a quienes se les rinde pleitesía y homenaje cada 6 de julio pero se les descalifica y menosprecia los 364 días restantes de cada año.
Lo primero que hay que señalar es que el magisterio -y la educación peruana- más que una ley, necesitan una nueva política educativa. Las disposiciones dictadas por los gobiernos anteriores fueron producto de realidades puntuales negociadas al calor de un escenario complejo y contradictorio; pero no sirvieron perfilar la carrera docente ni definir el papel del Estado y colocarlo en la disposición que le corresponde: educar a las grandes mayorías. Para eso se requiere de una voluntad inspirada en nuestra historia.
Walter Peñaloza -quizá la figura más destacada de la educación peruana en la segunda parte del siglo XX- nos invitaba a reflexionar acerca del papel del Maestro en la sociedad peruana. En cada aldea, decía, existen tres personalidades destacadas: el cura del pueblo, el jefe de la policía y el Maestro de la escuela. El resto, puede faltar, y de hecho falta en muchísimas poblaciones de nuestra patria, pero esas tres están presentes siempre porque constituyen la triada de la dominación en la civilización de nuestro tiempo. Lo que hay que asegurar -decía Peñaloza- es que el Maestro de Escuela -en este triángulo mágico- sea el factor del progreso, del desarrollo y de la justicia. Para que así ocurra, el Maestro debe ser, sobre todo, un hombre de cultura y líder social. Ese fue el mensaje que llevó en sus mejores años a la Escuela Normal Superior de La Cantuta.
El liderazgo del Maestro no podría entenderse como el que ejercieron los señores de horca y cuchillo en las poblaciones más atrasadas. Ni como el incentivador de conflictos, como podría serlo cualquier cacique local empeñado en jornadas electorales múltiples. El Maestro es, ante todo, un forjador de almas, un constructor de espíritus y un orientador de voluntades en la lucha por un Perú mejor. Eso explica su vocación docente, y lo coloca siempre al borde de la confrontación social. Y es que, en el cumplimiento de su honrosa tarea, debe hacer frente al egoísmo de una clase dominante envilecida y en proceso de descomposición, que se obstina en preservar privilegios mal habidos.
Colocar al Maestro en su verdadero sitial implica una batalla social, ideológica, cultural y política. Y pasa por elevar su papel, para justificar a plenitud la lucha por la dignificación magisterial. Ahí está planteada la tarea de fondo, que sólo requiere de una sólida voluntad de acción, estuvo ausente en casi todos los gobiernos del pasado, y que tampoco hoy pareciera asomar.
Dignificar al Maestro pasa por ubicarlo en el rol que le corresponde. Asegurar que los alumnos lo quieran, los padres de familia lo apoyen, las autoridades lo escuchen, la sociedad lo respete. Tanto por la función que desempeña como por los problemas que debe afrontar, por las tareas que tiene al frente y por los requerimientos sociales que está en capacidad de honrar. Nada de eso se dicta desde disposiciones legales cocinadas al calor de componendas congresales, sino desde la escuela misma, haciendo que ella sea fuente de verdad, de cultura y de sabiduría. Eso quiso Jesualdo, el Maestro uruguayo de la escuelita de Canteras del Riachuelo en Colonia; y eso también Aníbal Ponce, que -como Sarmiento- fue un hombre de acción y de pensamiento. Y ese fue el mensaje que legó a nuestro tiempo José Antonio Encinas cuando nos aseguró sin ambages que «ningún régimen de política educativa puede tener éxito, se si deja al maestro en el más punible abandono».
Históricamente la sociedad tradicional ha considerado al Maestro un simple eslabón administrativo encargado de funciones menores. Por eso, le negó sistemáticamente el acceso a la Universidad, y por eso aún cree que la escuela no lo necesita para subsistir. Alienta así a cualquier persona de uno u otro oficio o profesión, a enseñar; aunque no se atreve a recomendar a ningún curandero que ocupe el lugar del médico que atiende a los suyos.
Los derechos de los Maestros para el mejor desempeño de su función, tampoco requieren de leyes previas. Ellos son conquistados a partir del calificado ejercicio de la docencia, pero también de las abnegadas y valerosos luchas de los trabajadores de la educación que usan las aulas para enseñar pero que enseñan también cuando levantan legítimas banderas de clase. Les leyes deben recoger y confirmar -más que crear- esas conquistas.
En el Perú el magisterio tiene una honrosa tradición en ese aspecto. No sólo en el plano de las ideas, cuando ha debido enfrentar los viejos moldes de la educación parasitaria y colonial, sino también en el área de los derechos básicos para el ejercicio de una actividad altamente sacrificada y compleja que requiere mucho más que conocimientos: espíritu altruista, alma bella, sensibilidad dispuesta siempre a la lucha por un porvenir mejor. En el pasado reciente vigorosos conductores sociales y maestros destacados fueron personalidades como Omar Zilbert, Isaías Poma Rondinel, Ina Socorro Castañeda – que aún vive-, Rómulo López Urribari, Fermín Azparrent Taype -el alcalde asesinado en Ayacucho-; pero ninguno de ellos es tomado en cuenta como paradigma por las actuales direcciones sindicales. Pecan -como suele ser lamentablemente frecuente- de creer que la historia comenzó con ellos; y que sus antecesores, o las batallas que libraron, carecen de importancia.
Cuando la sociedad ha subestimado a los Maestros ha permitido que proliferen «escuelas normales» de caricatura; que se amplíen inopinadamente los cupos de estudio en centros académicos, se aceleren cursos para otorgar títulos a diestra y siniestra y sin ningún sustento; y es más, que se otorguen certificados docentes a personas que nunca debieron ejercer tan delicada función porque carecen de los requisitos más elementales para ello.
Muy fácil, en este contexto resulta, a partir de allí, descalificar las luchas de los Maestros adjudicándoles una membresía que, con seguridad, no tienen. El que una estructura terrorista se encarame en una acción, no convierte -ni de lejos- a los maestros en terroristas, ni le da a nadie patente de corso para descalificarlos de ese modo. Para que nadie trafique con el sacrificio de los docentes y su valerosa conducta combativa, la organización sindical que los reúne debe colocarse a la altura de sus responsabilidades y deberes históricos a los que está llamada, y no descalificar sus luchas.
Es claro que hay una parte de maestros que aún no alcanza a comprender la inmensa trascendencia de su aporte. Eso los llevó a trágicos errores, como el de ser usados como carne de cañón por las fuerzas reaccionarias en septiembre de 1971 contra el proceso progresista de Velasco Alvarado. Hay que impedir que una cosa igual suceda ahora cuando toda la gran prensa al servicio de la Mafia apunta sus dardos para denigrar la profesión docente y hacer escenario vergonzoso de la situación del magisterio peruano.
Cuando asoma, aunque sea muy vagamente, la esperanza de un cambio en la vida peruana, los maestros deben jugar el rol de vanguardia a fin de ayudar a nuestro pueblo a conocer la realidad y tomar conciencia de la situación planteada, y a avanzar en le ruta del futuro. Es claro que la Mafia que hoy denigra a los Maestros, nada les dio en el pasado y nada les dará en el futuro, tan solo hambre y miseria. No hacerle el juego sumándose a la grita simiesca que hoy despliega, no es sólo un deber de conciencia sino también un acto elemental de higiene. La prensa reaccionaria que acosa a los Maestros combate todas las reivindicaciones de los trabajadores. Lo vemos hoy en la campaña del periódico de Fritz Dubois contra el Sindicato del Congreso de la República, pero lo avizoramos día a día en cada recodo del camino.
Los sueldos de los Maestros en actividad o en cesantía, son simplemente miserables. Y urge que sean elevados significativamente. Negar esa verdad más grande que una catedral, constituye hoy simplemente un crimen. Pero eso no es sólo una realidad de los Maestros. También comparten similar infortunio los médicos, los policías, los trabajadores de la administración pública y muchos otros segmentos de la sociedad. Y eso, el gobierno lo sabe más que nadie. Por eso no debe ni condicionar, ni retacear incrementos salariales sobre todo ahora, cuando las sobre ganancias mineras y los privilegios del capital vuelan hacia alturas siderales.
Dignificar al Maestro pasa por dignificar la sociedad; y el gobierno que lo consiga hará la transformación que urge en el Perú de nuestro tiempo.
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.