La narrativa de violencia impuesta en la última década en México y los países centroamericanos conocidos como el triángulo de la muerte, ha generado un sinnúmero de masacres y fosas clandestinas. El caso de Ayotzinpa rebasó el miedo de nuestros pueblos y masivamente cuestionamos la teledictadura y sus replicas centroamericanas. En el caso de Honduras, […]
La narrativa de violencia impuesta en la última década en México y los países centroamericanos conocidos como el triángulo de la muerte, ha generado un sinnúmero de masacres y fosas clandestinas. El caso de Ayotzinpa rebasó el miedo de nuestros pueblos y masivamente cuestionamos la teledictadura y sus replicas centroamericanas.
En el caso de Honduras, a partir del golpe de estado del año 2009, las masacres forman parte del escenario cotidiano, y el narcotráfico sirve de pretexto para consolidar a la elite de poder que ahora se encuentra coludida con el crimen organizado.
Honduras, posterior a la cuestionada independencia de 1821, se incorporó a México durante el imperio de Iturbide, separándose después de un año. Sin embargo, hasta la fecha existe una influencia cultural innegable, especialmente a través de los medios de comunicación masivos. Desde las producciones cinematográficas de Churubusco hasta las narcotelenovelas y narco corridos han servido para la creación del imaginario social del hondureño.
Al igual que en México, las municipalidades y sus narcoalcaldes se han convertido en incuestionables ejes de poder, y los operadores de justicia han pasado a ser funcionarios al servicio de los cárteles. Cada día es más endeble la cutícula que separa al narcotráfico de la rancia oligarquía local, la que no perdió oportunidad de incorporarse al lucrativo negocio o al blanqueo de capitales.
Al final de cuentas, la fracasada guerra contra las drogas se convirtió para algunos en un lucrativo negocio y para otros en una excusa con el propósito de justificar el incremento de la intervención militar estadounidense. A partir del año 2009, buena parte del territorio nacional pasó a ser controlado por grupos irregulares al servicio de los cárteles mexicanos. La reconfiguración política acabó de establecer el Estado fallido en bastas zonas del país, con la complicidad de partidos políticos y fuerzas de seguridad.
El golpe de estado respondió al interés geopolítico de Washington, estableciendo en Honduras un régimen que permitió la destrucción de los remanentes del sistema judicial y de esta forma se garantiza no solamente el narcotráfico sino también el saqueo de los denominados recursos naturales y la subasta del territorio a través de las denominadas zonas especiales de desarrollo, alias ciudades modelo.
Desde el inicio de este año comenzó a reportarse una espectacular estampida de menores de edad procedentes del triángulo de la muerte, los que en hordas cruzaron México para llegar hasta la frontera de los Estados Unidos y entregarse en masa a las autoridades migratorias del imperio. El no tan enigmático llamado fue efectuado por bandas del denominado crimen organizado, alentando la multitudinaria «cruzada de los niños», los que en buena parte intentaron huir del desastre económico imperante y la violencia incrustada en sociedades putrefactas.
La dantesca tragedia no logró remecer las dictaduras que bajo la fachada de una supuesta democracia viene saqueando a México y las republiquetas centroamericanas. El sistema imperante, cual bestia insensible, logró convertir una vez más la tragedia en un negocio, mientras miles de infantes perseveran en cruzar el infierno mexicano para ser internados en improvisados campos de concentración, donde fueron enjaulados en neveras; las elites locales se aprestan a una faceta de las legendarias «alianzas» que promocionan desde los años 60 receta receta el Departamento de Estado.
Desde la masacre de San Fernando en el 2010, el mensaje enviado a los centroamericanos fue muy claro: El paso a la frontera estaba vedado y la existencia de una nueva fuerza migratoria se establecía de forma permanente. Entre los cientos de fosas ya no tan clandestinas en México yacen miles de cadáveres de aquellos que pretendieron arribar a la mítica frontera.
Por supuesto que en el triángulo de la muerte, de donde proviene la mayoría de los migrantes, las masacres dejaron de ser una novedad y conforman el menú cotidiano de los países con el más alto índice de criminalidad en el planeta. Durante los nueve primeros meses del 2014, se registraron 74 masacres en Honduras en las que perdieron la vida 273 personas. En Honduras, la guerra no declarada en la cual luchamos por sobrevivir ha llegado a cifras macabras. Entre el año 200 al 2013 se suscitaron 60,379 asesinatos, y según UNICEF en los últimos seis años han muerto 3,430 menores de edad.
Las masacres se han convertido en rituales de poder, marcando territorios, desplazando comunidades y barrios enteros, dónde sus habitantes se ven obligados a emprender la incertidumbre de la migración antes que perder la vida o la de sus familiares. Mientras tanto las fuerzas de seguridad se han convertido en los temidos torturadores de turno, a pesar del maquillaje proporcionado por las nuevas policías de corte militar que se viene estableciendo y de la campaña mediática emrprendida por el Estado y sus asesores de imagen.
Las recientes masacres de Ayotzinapa y de Tlatlaya han logrado despertar del aletargamiento padecido tanto por México como los países que conforman el denominado triángulo de la muerte, donde las narcodemocracias han sumido a nuestros pueblos en un permanente baño de sangre, que permite un control social sin precedentes, afincándose los aparatos de seguridad del Estado como los verdugos de nuestro pueblos.
La violencia generalizada atada al colapso judicial puede desembocar en masacres como arma de control social. La pregunta es hasta cuando servirá esa estrategia, y los posibles estallidos sociales que se puedan dar. Por supuesto que las repudiables administraciones gubernamentales tanto de México y el triángulo de la muerte, tiene el beneplácito de los países «cooperantes», los que proporcionan además de la ayuda económica, la militar y los asesoramientos en «seguridad», y apuestan por el status quo para así poder acceder a la piñata de los recursos y bienes comunes.
Mientras tanto los Garífunas estamos sufriendo una acelerada expulsión de nuestro territorio, el que viene siendo entregado a emporios turísticos y empresas extractivas. La niñez de nuestro pueblo formó parte de esa horda de infantes que han venido cruzando Mexico. No es casual que las comunidades más afectadas por la estampida migratoria es donde se ha producido el mayor despojo territorial.
De repente el hastío generalizado ante las masacres cotidianas, logre que nuestros pueblos despierten del miedo inducido por las narcodemocracias, y finalmente se suspenda el baño de sangre.
Sambo Creek, 8 de diciembre de 2014
Organizacion Fraternal Negra Hondureña
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