Por no poderlos conquistar, Roma llamó bárbaros a aquellos pueblos disciplinados y aguerridos que habitaban más allá del Danubio y el Rin. En esas tierras surgió Alemania, país que ha dado al mundo músicos como Beethoven y Wagner, escritores como Goethe, poetas como Heine, pintores como Durero, pensadores de la talla de Hegel y Kant, […]
Por no poderlos conquistar, Roma llamó bárbaros a aquellos pueblos disciplinados y aguerridos que habitaban más allá del Danubio y el Rin. En esas tierras surgió Alemania, país que ha dado al mundo músicos como Beethoven y Wagner, escritores como Goethe, poetas como Heine, pintores como Durero, pensadores de la talla de Hegel y Kant, científicos como Einstein y Heisenberg, reformadores como Lutero, revolucionarios como Marx y Engels; en fin, un inconmesurable aporte a la cultura universal.
Nació Alemania en la década de los setenta del siglo XIX bajo la batuta del genio de la política y la intriga, el inigualable Bismarck, que la convirtió en una especie de peligro para todos sus vecinos porque, además de ser una potencia económica en pleno centro de Europa, sus artes militares, heredadas de los caballeros teutones y demostradas a plenitud en la guerra Franco-Prusiana, colaboraron a incrementar el pangermanismo, doctrina de expansión colonial a costa de sus vecinos más débiles.
Esto incitó al imperialismo anglosajón a impedir a toda costa que en el continente europeo se dé la unión entre los imperios ruso y germano, pues las riquezas rusas unidas a la trabajadora alemana generaría una simbiosis invencible. Este fue uno de los motivos por el que Gran Bretaña busca siempre el enfrentamiento ruso-alemán.
El disparo hecho por Gavrilo Princip, el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, que segó la vida del Archiduque Francisco Fernando, trajo consecuencias desastrosas al servir de pretexto al Imperio Austro-Húngaro para declarar la guerra a Serbia y desatar la Primera Guerra Mundial. Fue la oportunidad que esperaban los cuatro jinetes de la Apocalipsis para lanzarse con fuerza destructora sobre las enjutas estructuras sociales con que las monarquías absolutistas gobernaban Europa. La Gran Guerra, a la que todos marcharon entusiasmados, terminaría con casi todos los regímenes existentes.
Rusia llevó la peor parte. Su poca preparación para este conflicto le significó una serie de reveses y derrotas. Se generalizaron el hambre y el descontento colectivo, comenzaron las huelgas ininterrumpidas, las manifestaciones políticas y los asaltos a los locales comerciales. Los sectores populares se organizaron en los Soviets, a los que se unió parte de los miembros de la Duma, ya disuelta por el Zar, y juntos lo derrocaron. Terminó así la dinastía de los Romanov, que había gobernado Rusia en los últimos tres siglos, y se instauró el Gobierno Provisional presidido por el Príncipe Lvov y Kérensky. Las diferencias entre este Gobierno y los Soviets se hicieron patentes a propósito de la continuación de Rusia en la guerra; los órganos de poder fueron captados en su mayoría por las fuerzas revolucionarias, que exigían la salida de Rusia del conflicto, la paz inmediata y la profundización de las conquistas populares. Un poco después del regreso de Lenin del exilio, los destacamentos de obreros y soldados asaltaron el Palacio de Invierno, lo que fue el inicio de la primera Revolución Socialista de la historia. Este hecho cambió el curso de la vida de todo el planeta.
Alemania fue otra perdedora de este conflicto. Su derrota y las injustas y abusivas sanciones en su contra provocaron que llegue al poder un demagogo de la calaña de Hitler, al que la gran prensa presenta como un desequilibrado que hipnotizó a los alemanes para exterminar a los judíos, aunque se prohíba investigar sobre este tema y se castigue rigurosamente al que lo hace, al mismo tiempo que se oculta el verdadero meollo del nazismo. No se trata del caso del psicópata que engatusa a unos despistados alemanes sino que es un fenómeno político todavía latente que ha demostrado su vitalidad en las dictaduras que EEUU instauró en Centro América, el Caribe, en el Cono Sur de la América Latina y actualmente en Ucrania.
Los discursos de Hitler no cayeron al vacío ni pasaron desapercibidos para la derecha alemana, europea y del mundo entero. Fue nombrado Canciller del Reich gracias a la carta firmada por diecisiete grandes banqueros y magnates industriales, que financiaron su carrera política, y así le exigieron al Presidente Hindenburg. Ya en el poder, este descarado hechicero de los prejuicios raciales exacerbó los peores instintos del pueblo alemán e implantó la dictadura terrorífica del gran capital, que impidió la revolución proletaria y el derrumbe del capitalismo. En pocos años, el nazismo, movimiento nacionalista de derecha encabezado por él, transformó a Alemania en la primera potencia militar. Fue cruel y despiadada su lucha contra el Tratado de Versalles, que agobió la economía de post guerra de Alemania, contra los judíos, que aparentemente habían traicionado a este país durante la Gran Guerra, y contra los comunistas alemanes, que buscaban realizar la transformación social de Alemania.
La aventura política que le permite a Hitler apoderarse de media Europa casi sin disparar un tiro, llamada de apaciguamiento, deja la impresión de que Occidente le entregaba a Hitler el continente europeo a pedazos con tal de que cumpliera lo que, según el historiador inglés Sir Wheeler Bennet, existía, «la oculta esperanza de que la agresión alemana, si se la podía encauzar hacia el Este, consumiría sus fuerzas en las estepas rusas, en una lucha que agotaría a ambas partes beligerantes». Esta peligrosa política, que evitaba la seguridad colectiva y estimulaba las conquistas nazis en el llamado «espacio vital» del este, casi termina descuartizando a quienes la auspiciaban, ya que Hitler, antes de dar un paso hacia el Oriente, lo dio primero hacia Occidente. Así pasaron las cosas y no como la fantasía que nos relatan: Un paranoico se tomó el poder en un país de grandes tradiciones libertarias e instauró una dictadura personal que llevó a los habitantes de Alemania a la guerra, como una manada de ciegos.
Finalmente, luego de numerosas batallas en todos los frentes, las tropas soviéticas entraron en Berlín y el 1 de mayo de 1945 izaron la bandera de su país en el Reichstag, el parlamento alemán. Una semana después, el 9 de mayo, luego de miles de jornadas de denodados combates terminó una contienda en la que fallecieron cerca de 60 millones de seres humanos, de los que 27 eran soviéticos. En esta fecha, ante el alto mando de los Aliados, se firmó la rendición incondicional de Alemania Nazi. Gracias al heroico sacrificio de todos los hombres libres, la humanidad se salvó de vivir bajo el Tercer Reich, sistema político que Hitler había planificado para mil años.
Esta derrota militar y la posterior división de Alemania contuvieron el poderío teutón durante más de cuarenta años, pero la caída del Muro de Berlín trastocó completamente el curso de los acontecimientos. Alemania reunificada impulsó su crecimiento sobre la base de las exportaciones, se aprovechó del euro, moneda común que ha convertido a la zona euro en el coto vedado de caza alemana.
La actual Unión Europea, UE, en algo se semeja al espacio europeo concebido por Hitler para dominar Europa mediante la unión económica y comercial. Lo que Hitler no consiguió por las malas lo lograron los europeos mediante la integración pacífica y democrática sobre las ruinas de la conflagración catastrófica de la pasada guerra. El euro, el mercado común y el Tratado de Maastricht son la última etapa de este largo deambular que se inició con Napoleón y que Hitler casi culmina. La UE debería superar los antagonismos europeos y evitar la supremacía alemana; sin embargo, de a poco, Alemania se ha convertido en el motor económico que conduce el tren europeo. La exportación es la base de su crecimiento, exporta más de la mitad de lo que produce, y para mantener su prosperidad necesita ampliar su mercado externo, pues el europeo está agotado, lo demuestra que Asia es el destino final de la mayoría de sus exportaciones.
A pesar de que ahora «Europa habla alemán», Alemania, la mayor economía de Europa, no se ha convertido en el IV Reich porque toda su grandeza es controlada por el poder hegemónico de EEUU, por lo que debe independizarse del tutelado y encontrar su lugar en la multipolaridad que se está formando en el verdadero «nuevo orden mundial». En este contexto se da la cuarta victoria de la Sra. Merkel, política de alto quilate en un Occidente sin estadistas y en una UE en crisis, al borde de la desintegración, donde cada país rema en la dirección que le conviene, sin que le interese el destino común, donde cada cual busca la solución de sus problemas en los movimientos nacionales, hoy en boga.
En la Sra. Merkel se cumple el aforismo que le ha servido hasta ahora: Comunista de joven, conservadora de vieja. Aunque nacida en Hamburgo, su familia decide vivir en la Alemania Democrática, donde obtiene el doctorado en física, aprende ruso y se dedica a la investigación sobre la física cuántica. Su carrera política en el seno de la Juventud Libre Alemana es tan meteórica como la científica, pues llega a ser secretaria del departamento de agitación y propaganda de este organismo. Luego de la caída del muro, se esfuerza por incorporar a la RDA a la economía de mercado de la RFA. Milita en Unión Demócrata Cristiana y es electa diputada al Bundestag. Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación alemana, la nombra ministra para el Medio Ambiente, la Protección de la Naturaleza y la Seguridad Nuclear. Cuando Helmut Kohl se retira del partido, la Sra. Merkel es nombrada su presidente. En el 2003, Gerhard Schoder, que es partidario de la doctrina de la independencia de Europa, se opone a la guerra de Irak, la Sra. Merkel lo refuta y apoya la guerra. A partir de entonces, obtuvo el apoyo estadounidense para arribar adonde ha llegado.
A casi treinta años de la reunificación, ha llegado la hora de que Alemania tenga una política exterior propia, sin los estigmas que le dejó la historia. ¿Podrá la Sra. Merkel coordinar los intereses alemanes de manera que se concilien con los intereses europeos y el interés transatlántico? Para ocupar su lugar en el mundo, sin la tutela de nadie, Alemania debe buscar la conformación del eje Berlín, Moscú, Pekín. La oportunidad es ancha pero es estrecho el control sobre su independencia. Tomar el liderazgo es tarea nada fácil, aunque necesaria de cumplir. La Sra. Merkel debe usar a la UE como punto de apoyo para la política exterior alemana, aprovechar la rica herencia política alemana y la disponibilidad de Macron para este fin, más que nada ahora que EEUU está de capa caída debido al fracaso de sus aventuras militares y por sus graves problemas internos. Tiene todo a su favor, pero su pasado la condena.
La tarea se le complica porque va a tener muchas dificultades para formar gobierno. Aunque ganadora es al mismo tiempo perdedora, pues no obtuvo mayoría. Los verdes y los liberales, con los que tendría que aliarse, se llevan menos que vecinas celosas en busca de marido; en cambio, la oposición va a ser radical y testaruda, con toda razón. Los Social Demócratas, al borde de desaparecer por ir detrás de sus huellas, deben recuperar el espacio perdido; la sola participación en el Bundestag de la euroescéptica Alternativa para Alemania es un ojo de pollo en el talón de la Sra. Merkel, a la que no pueden ver ni en pintura debido a la crisis de los inmigrantes del 2015, cuando Alemania abrió la puerta a cientos de miles de refugiados procedentes de África y el Oriente Medio; y Die Linke, partido de izquierda en todo un mar de derecha, tiene una posición anticapitalista que coincide con el pasado de la Sra. Merkel, pero que está muy lejos de sus actuales posiciones. Para que las cosas cambien, la imbatible Canciller tendrá que cambiar otra vez; todo está por verse.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.