La crisis económica no sólo pone al descubierto los fallos del mercado; también los del proyecto llamado Unión Europea. Está sacando a flote todas sus contradicciones, algo comprensible si tenemos en cuenta que se ha diseñado exclusivamente sobre la integración de los mercados, sin crear al mismo tiempo instituciones que puedan compensarlos, ordenarlos y regularlos. […]
La crisis económica no sólo pone al descubierto los fallos del mercado; también los del proyecto llamado Unión Europea. Está sacando a flote todas sus contradicciones, algo comprensible si tenemos en cuenta que se ha diseñado exclusivamente sobre la integración de los mercados, sin crear al mismo tiempo instituciones que puedan compensarlos, ordenarlos y regularlos.
La reunión del pasado fin de semana entre los cuatro grandes muestra la incapacidad de Europa para intentar una solución adecuada y unitaria.
Ya es de por sí significativo que se convoque únicamente a cuatro países de los veintisiete que conforman la Unión. Pero es que ni siquiera esos cuatro lograron alcanzar un acuerdo de contenidos.
Es evidente la asimetría: mientras los mercados, incluso el financiero, están integrados, los agentes, las instituciones y los mecanismos de control, no, por lo que la respuesta a la crisis solo puede hacerse desde cada Estado.
Pocas horas después de la reunión, uno de los países participantes, Alemania, actuaba por su cuenta, al margen de toda coordinación, cayendo en la misma postura de Irlanda que todos habían criticado. Sálvese quien pueda.
El problema radica en saber si las soluciones nacionales pueden ser suficientes cuando se juega con mercados globales y si, por otra parte, no ponen en solfa las escasas reglas de juego y principios sobre los que descansa de forma precaria la UE.
Todos los dogmas de estos años están a punto de quebrarse. En un mercado único, las ayudas que los Estados miembros prestan a sus bancos garantizando, por ejemplo, sus depósitos, violan la concurrencia, ya que los colocan en mejor situación que a las entidades financieras de los países vecinos.
¿Podrán, por lo demás, los Estados pequeños, o más débiles económicamente, afrontar las posibles quiebras de gigantes financieros nacionales? Y, si es así, ¿podrán mantener el déficit público por debajo del 3% del PIB, a efectos de cumplir el Pacto de Estabilidad, o será necesario flexibilizar de forma generalizada este pacto?
Ante las primeras dificultades graves, la Unión se resquebraja y reaparece lo que en realidad siempre ha estado presente, no ya el nacionalismo político, sino también el económico.