El régimen económico de latifundios, haciendas y plantaciones predominó en América Latina al constituirse los Estados nacionales. En consecuencia, la esclavitud perduró, y solo fue abolida desde mediados del siglo XIX. Las variadas formas de sujeción servil sobre los campesinos y pequeños productores se impusieron largamente. La condición miserable de los indígenas se extendió hasta el siglo XX. Fueron las reformas liberales y las que impulsaron los radicales, las que conquistaron derechos civiles y políticos de carácter individual, que ampliaron las bases ciudadanas.
El “proletariado” latinoamericano surgió en los albores del siglo XX y en muchos países casi a mitad de siglo. Los procesos artesanales, manufactureros, industriales y urbanos, tuvieron características distintas frente al desarrollo capitalista “clásico” de Europa. De todos modos, ese rudimentario crecimiento fue acompañado con alguna legislación social: en Argentina y Colombia, sobre descanso dominical (1905); en Guatemala, sobre accidentes del trabajo (1906); jornada de ocho horas diarias en Cuba (1909), Uruguay (1915) y Ecuador (1916).
Sin embargo, la campanada definitiva para una nueva era se inició con la Revolución Mexicana (1910). La Constitución de 1917 inauguró los derechos laborales: a la cabeza, el principio pro operario (las leyes privilegian la protección a los trabajadores), bajo cuyo manto se consagraron, entre otros: salario mínimo, jornadas máximas, contratos individuales, sindicalismo, huelga, indemnizaciones por despido, protección a la mujer trabajadora.
Los códigos o leyes sobre el trabajo se generalizaron en las siguientes décadas: en Ecuador, los mismos principios y derechos laborales establecidos en México constan en la Constitución de 1929 y se amplían en el Código del Trabajo de 1938; en Bolivia, el coronel German Busch no solo hizo un gobierno nacionalista, sino que logró una Constitución muy progresista (1938) y la expedición del primer Código del Trabajo (https://bit.ly/3cl0Pgo); otros códigos se dictaron en Chile (1931), Brasil (1943), Costa Rica (1943), Nicaragua (1945), Guatemala y Panamá (1947); leyes similares en Argentina, Cuba, Perú, Uruguay, Colombia, República Dominicana, Honduras y, casi la última, Paraguay (1961). Las décadas de 1960 y 1970 cerraron con el avance de la legislación laboral en distintos países, sobre la idea del garantismo a las clases trabajadoras.
En un estudio de Arturo S. Bronstein para la Organización Internacional del Trabajo (OIT – https://bit.ly/2VBdJjt) se anota que en 1951 una misión del Banco Mundial (BM) en Cuba sugirió, por primera vez, que la legislación laboral podría tener efectos perjudiciales sobre la economía; pero otra misión de la Cepal en Ecuador (1954) fue clara en destacar que las leyes del trabajo “no parecería que ha tenido una confluencia negativa en el flujo de capitales extranjeros ni aún menos en la capitalización interna”. Pero no fue sino hasta las décadas de 1980 y 1990 cuando el garantismo laboral fue ampliamente cuestionado en América Latina. Bronstein afirma: “Es indiscutible que el neoliberalismo conllevó un profundo cambio político e ideológico, pues puso en tela de juicio la función reguladora del Estado en todos los mercados, incluyendo el de trabajo”. Se argumentó que las leyes laborales creaban rigideces perjudiciales al desarrollo empresarial.
El debate entre el garantismo obrero y la flexibilidad laboral continúa en la región, aunque más se ha inclinado a favorecer las tesis neoliberales.
Sin embargo, la pandemia mundial ocasionada por el coronavirus ha alterado tanto ese debate como el panorama histórico de los derechos laborales. De acuerdo con el director regional de la OIT, “Estamos ante una destrucción masiva de empleos, y esto plantea un desafío de magnitudes sin precedentes en los mercados laborales de América Latina y el Caribe” (https://bit.ly/2wIi7ow). Y la Cepal señala que la pobreza en la región aumentó entre 2014 y 2018, añadiendo que “debido a los efectos directos e indirectos de la pandemia, es muy probable que las actuales tasas de pobreza extrema (11,0%) y pobreza (30,3%) aumenten aún más en el corto plazo” (https://bit.ly/2XHpEzg).
Desde la perspectiva histórica, los derechos laborales “clásicos”, nacidos prácticamente hace un siglo, han quedado rebasados en las actuales circunstancias latinoamericanas. No hay respuestas precisas: la OIT ha creado una página en la cual da cuenta de las medidas que los diversos países del mundo adoptan para enfrentar la crisis del coronavirus en relación con los trabajadores (ver: https://bit.ly/3cmBiDv); y la Cepal hace algo parecido con el “Observatorio COVID-19 en América Latina y el Caribe” (ver:https://bit.ly/3beOutT).
No hay respuestas únicas. La política de cada gobierno latinoamericano se inclina, según su orientación política, a favorecer el garantismo de los derechos laborales, a la flexibilidad extrema que aprovecha las circunstancias emergentes, o a la búsqueda de referentes y soluciones que oscilan entre la acción probatoria y el error posible.
Lo cierto es que en la región se ha abierto una nueva fase histórica de desarrollo de las relaciones de trabajo, en la cual el impacto del desempleo, el subempleo y el recorte salarial de amplios sectores de trabajadores, demanda nuevas soluciones económicas, sociales y legales, de previsiones inéditas. No hay razones para debilitar o arrasar con los derechos laborales ya conquistados; es indudable que se requerirá el acuerdo social entre empleadores y trabajadores; pero uno de los problemas visibles radica en que las organizaciones de trabajadores se encuentran debilitadas, no pueden movilizarse por las cuarentenas extendidas, y la tendencia a que hegemonicen las propuestas empresariales trae el riesgo de que se afecten antiguos derechos y se obstaculicen nuevas políticas garantistas al volverse necesarias las regulaciones sobre nuevas modalidades del trabajo.