Ayer no quise escribir ni una palabra sobre lo sucedido con Charlie Hebdo. Por un lado, tardé mucho en interiorizarlo. Y por otro, cualquier cosa que no fuera silencio me parecía oportunismo. Hoy el dolor ha crecido, la interiorización avanza y me siento en cierta forma obligado a hacer público este sentir. Por la particular […]
Ayer no quise escribir ni una palabra sobre lo sucedido con Charlie Hebdo. Por un lado, tardé mucho en interiorizarlo. Y por otro, cualquier cosa que no fuera silencio me parecía oportunismo.
Hoy el dolor ha crecido, la interiorización avanza y me siento en cierta forma obligado a hacer público este sentir. Por la particular perspectiva en la que me ha situado la vida.
Durante casi la mayoría de mi vida adulta (aquella parte posterior a la eterna resaca de la postadolescencia) viví en Francia. Llegué allí como inmigrante pobre no cualificado para sufrir en primera persona la realidad más descarnada de muy diferentes explotaciones. Tras casi un año de diferentes trabajos mi situación económica mejoró lo suficiente como para empezar a entregarme a un lujo que desde entonces me acompaña: cafés al sol, en la plaza, leyendo la prensa del bar. Y así comenzó mi relación con Charlie Hebdo, y con Le canard enchainé, o Le monde diplo. Sobre todo los dos primeros representaron algo importante en mi educación política. La realidad me había mostrado ya su cara más fea. Y la universidad -mal que bien- me había preparado para comprenderla. Pero esos diarios, esa forma satírica, aguda, profundamente informada, ese periodismo de alta calidad, aportaron algo que resultaría fundamental en mi posicionamiento político. Un algo difícil de definir y que se sitúa en un espacio íntimo, vital para el paso a la acción, vital para aceptar lo que nadie quiere aceptar: que sí, que eres un sujeto explotado, que lo que estudiaste y leíste no son viejas teorías, que está ahí, que te jode la vida, que no es culpa tuya, que te están puteando y que encima te escupen a la cara. Y eso, tan importante para mi posicionamiento, me llegó en parte a través de esa prensa, a través del distanciamiento y la posibilidad de verdad que otorga la risa. Un poso que serviría como detonante para un «que no, que te follen», íntimo, real y alegre, que a partir de entonces yo me vería capaz de devolver a la estructura de un sistema injusto y explotador.
Parecerá demasiado personal esto, pero creo sinceramente que no estoy hablando de un fenómeno individual sino de una aportación que esa forma de periodismo ha ido dejando en la población francesa. Una aportación fundamental en la politización y el anclaje de voluntades de transformación y resistencia, especialmente destacable entre los estratos de población menos privilegiados.
Charb, Cabu, Oncle Bernard (Bernard Maris) pasaron así a formar parte de la familia. Me acompañaron en miles de cafés. Me hablaron. Me influyeron. E incluso discutí a menudo con ellos. Parte de lo que hacían no me gustaba. Incluso la figura de Philippe Val (director de la publicación anterior a Charb) llegaría a ser para mí motivo de numerosos sarpullidos intelectuales.
Tiempo después comenzaría accidentalmente mi andadura en la edición de libros. Y entre los primeros títulos seleccionados para traducir en lo que luego sería La Oveja Roja se encontraba el Antimanual de economía de Bernard Maris, que pronto descartaría por lo que juzgaba excesos keynesianos. Años después trabajaría encantado traduciendo las magníficas ilustraciones de Charb al Capitalismo en 10 lecciones, de Michel Husson, que justo este verano me explicaba cuán fácil y grato había sido el trabajo con el primero. Durante este tiempo participé también en la organización de un Salón del Cómic Social impulsado por otro gran amigo francés, Albert Drandov, que trabajó un par de años para Charlie Hebdo. Y que ahora se encuentra en estado de shock absoluto. Conoce a buena parte de los fallecidos y heridos. Gente que ha estado tanto tiempo en los rededores de mi vida. Gente a la que han matado. Por hacer lo que hacían. Por hacer lo que hace Albert. Por hacer lo que en parte también yo hago. Resulta difícil de interiorizar. Mi amigo dice «aquí nos parece que intentaron matar 200 años de luchas por la libertad de pensar y escribir. Matar a mis colegas, matar mi trabajo. Matarme a mí también. Es como un 11 de septiembre intelectual».
De fondo traslucen cuestiones sociales profundas que a nadie le está apeteciendo evocar. El individuo es una creación social. Y su odio también. Tres tipos resultantes de un contexto social indefendible han asesinado a más de una decena de personas que luchaban por cambiar ese mismo contexto social.
Sí, el problema de la islamofobia es real en Francia. Al igual que en otros sitios. El clasismo de muchas instituciones republicanas es en ocasiones ultrajante y su langue de bois hiere en lo más profundo a quien sufre la explotación cotidiana. La historia colonial del país y su papel geopolítico actual tampoco tienen nada de enaltecedor. No me caben dudas sobre ello. Pero nada, absolutamente nada se acerca a esbozar la más mínima justificación de lo sucedido.
Viene a mi mente otra viñeta, ésta mucho más antigua que las de Charb y compañía. «El sueño de la razón produce monstruos», reza su leyenda. Y los monstruos nos están devorando. Hacer llamados vacuos a la libertad de expresión y retomar la langue de bois republicana no cambiará nada. Hay que mirar el fondo de ese pozo e intentar afrontar lo que vemos con nuestras armas, con las armas que tan bien esgrime (esgrimía) la gente de Charlie Hebdo.
Repito: el blablá de la sociedad civilizada frente a la barbarie terrorista no servirá de nada, ni siquiera mitigará el dolor. Ni será digno de quienes han sido asesinados. Las balas que ayer les arrebataron la vida comenzaron su movimiento en las partes más oscuras de nuestro sistema: clasista, explotador, ultrajante. La indignación no frenará su movimiento. Ni ayudará a comprenderlo. La montaña de derivaciones sociales sobre la que se articula esta matanza es extraordinariamente compleja. Y jamás bastará quitárnosla de encima con un manotazo que apele a los supuestos valores de la civilización o la República.
Pasarán los días. Y puede que incluso lleguen a repetirse horrores parecidos si seguimos mirando para otro lado, haciéndonos los inocentes. ¿Quién será luego?, me iba a preguntar. ¿Quién de nosotros?, podría incluso añadir. Pero ¿acaso no son nuestros los caídos cada día en los rincones más oscuros de las ciudades? ¿O en los barrios más degradados? Caída, además, que no está exenta de relación con el movimiento de las balas que ayer segó esas vidas. No es éste el momento ni el lugar de desarrollar esos argumentos. Pero quede aquí esa afirmación: la indignación altiva no servirá de nada.
Despertemos cuanto antes la razón. Y pongámosla a nuestro servicio.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.