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El Salvador

Orgullo LGBT: respeto las diferencias, fomento mis preferencias

Fuentes: Rebelión

A propósito de las celebraciones del «Día Internacional del Orgullo LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transgénero)», el pasado 28 de junio, me gustaría compartir algunas reflexiones, aludiendo en principio a la película Milk, de Gus Van Sant, que narra una historia muy útil para ver lo complejo de la ética y la moral en nuestras sociedades […]

A propósito de las celebraciones del «Día Internacional del Orgullo LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transgénero)», el pasado 28 de junio, me gustaría compartir algunas reflexiones, aludiendo en principio a la película Milk, de Gus Van Sant, que narra una historia muy útil para ver lo complejo de la ética y la moral en nuestras sociedades modernas. La cinta toma su nombre de Harvey Milk, un político estadounidense y activista de los derechos civiles de los homosexuales. Después de mucha lucha y varios descalabros, Harvey (Sean Penn) logra importantes avances en sus objetivos, aunque eso lo convertirá en víctima de la homofobia, siendo asesinado a los 48 años.

Hay una secuencia de la cinta que quiero destacar. Harvey y su pareja Scott (James Franco) llegan a San Francisco y abren un negocio, una tienda de fotografía. Casi de inmediato, sus vecinos comerciantes les advierten que la tendrán difícil para hacer negocios, debido a su condición de homosexuales. Esa y otras situaciones de evidente discriminación impulsarán a Harvey a buscar, mediante la política, una manera de lograr la igualdad de derechos para los gays.

Aun cuando al referirnos a las personas de la comunidad LGBT debemos pensar en su orientación sexual y no sólo en sus preferencias sexuales, quiero proponer que reparemos en la distinción entre un modo de vida que consideramos preferible y unas reglas para la convivencia que son obligatorias para todos. ¿Deberían «regularse» las preferencias sexuales de las personas? ¿No se regulan, por ejemplo, las posibles relaciones sentimentales entre ellas (mediante el contrato matrimonial, etc.)? ¿Se trata de lo mismo? Pero no sólo estoy pensando en el sexo, ya que «lo preferible» se refiere también a las ideas políticas y las creencias religiosas. ¿Qué puede ser sometido a una ley o un reglamento, o debe ser «consensuado», y qué no puede serlo? Y si logramos distinguir entre ambas cosas, ¿podríamos mantenerlas «separadas»?

Es importante distinguir entre una lucha reivindicativa por los derechos y nuestras preferencias por un determinado estilo de vida. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, que me una a la lucha de los homosexuales por sus derechos? En principio significa que comparto su exigencia de que el sistema de reglas de la sociedad les reconozca como personas, que puedan gozar de los mismos derechos que los heterosexuales, etc., pero esto no quiere decir que yo deba asumir necesariamente su idea de felicidad y plena realización.

No hace falta ser homosexual para pensar que debe reconocérseles sus derechos a quienes sí lo son. Hay algunos que no ven esta diferencia y eso les lleva a adoptar una cierta «pose»: para apoyar las justas reivindicaciones de algún grupo deben vestirse como ellos, hablar como ellos y valorar lo mismo que ellos valoran. No hay nada de malo en eso, si es lo que realmente se quiere hacer, pero no deberían suponer que están obligados a hacerlo.

Ahora bien, la pose se convierte en impostura cuando las personas insisten en que un estilo de vida que no es el suyo deba ser asumido para garantizar la tolerancia, apertura y solidaridad, lo cual no es más que una muestra de que no valoran realmente esa forma de vida. Además, no logran ver la diferencia entre lo que pueden exigir a otros y lo que pueden sugerirles, una distinción esencial para la buena convivencia.

Pensemos en las ocasiones en que nos vimos envueltos en una discusión sobre nuestras preferencias políticas con compañeros y compañeras de la escuela o del trabajo. Evidentemente, pensábamos que era bueno que nuestros adversarios adoptaran nuestras preferencias, que valorábamos como las mejores (al menos hasta ese momento). Esto sólo podría significar que teníamos un compromiso con esas figuras del bien y que no somos de los que cambian sus preferencias según dónde sopla el viento (bien sabemos que las personas así no inspiran mucha confianza que digamos). Pero por mucho que nos apetezca que los demás vean nuestro punto de vista y que lo asuman, no sería razonable que pensáramos que están obligados a hacerlo así.

Puede ser que la idea de una regla de aplicación obligatoria sobre preferencias sea un sueño recurrente de mucha gente -sobre todo después de un partido de fútbol, de una discusión sobre religión o de ver por la televisión el desfile del Orgullo LGBT-, pero al pensar despacio en ella vemos que no tiene sentido. Si los demás estuviesen «obligados» por una regla de ese tipo, su elección no tendría el valor que sí tiene para nosotros.

Para ponerlo en otros términos, realmente no queremos que acaten el mandato de adherirse a nuestra idea de lo que constituye el mejor paradigma social o político (o sexual o religioso), sino que se comprometan con ella como lo hacemos nosotros. Asimismo, es evidente que nos molestaría mucho que los demás nos obligasen a renunciar a nuestras elecciones y preferencias; seguramente consideraríamos que se trata de una grave afrenta a nuestra libertad.

No perdamos de vista la diferencia entre lo moralmente legítimo -que se presenta en la fórmula de la norma que debemos cumplir y que nos obliga a todos por igual– y lo éticamente preferible -reconocible en las aspiraciones a una vida buena y feliz, en la que cada uno puede realizarse en libertad. Cuando pensamos en las reglas que debemos acatar para que nuestros proyectos no choquen y se destruyan los unos a los otros, experimentamos la buena noticia de la norma moral que viene en nuestro auxilio. Esta es una manera de garantizar que los derechos de todos sean respetados. Si bien la regla nos constriñe a todos por igual, eso es preferible a que atropellen nuestros derechos.

La moral se encarga precisamente de poner su universalizabilidad al servicio de la convivencia. La ética es también una buena nueva, pero no se construye sobre el principio de la norma o máxima que deben asumir todos. Convivencia supone vivencia, el ámbito de la ética: las figuras de la vida que elijo, que elijes tú y el de más allá. Claro que son parámetros que guían nuestra vida, pero acá un parámetro no es una regla que me dice qué hacer y qué no en una situación en que mis intereses chocan con los de otras personas, sino que me dice que para vivir como he elegido debo seguir esta vía o la otra. Esto debe ser así porque, como dijera Michel Foucault, la ética es práctica de la libertad, lo cual no significa que yo pueda hacer lo que me dé la gana, sino que es un compromiso con la figura humana que elegí.

Este compromiso nos exigirá que cuidemos la manera de vivir nuestra libertad. Pensemos en alguien en nuestro lugar de estudio o trabajo que abusa de su posición imponiendo trabajos extenuantes o insultando a sus subordinados. Quizás crea que ejerce su libertad al atropellar a los demás, pero lo que sucede realmente es que al «esclavizar a otro» se desfigura a sí mismo y se vuelve también «un esclavo»: en lugar de lograr la libertad, la hipoteca en aras del ejercicio del poder irreflexivo, no sólo porque se habrá granjeado enemistades, sino porque él es ahora esclavo de sus deseos desordenados, malas costumbres e inclinaciones perversas.

Las leyes, reglamentos y códigos de ética deberán ocuparse de las reglas de convivencia, es decir, de la moral de instituciones y organizaciones. En principio, ningún reglamento debe «entrometerse» con la ética, sino que debe limitarse a lo que compete exclusivamente a las relaciones entre personas, a resolver los conflictos que pueden surgir entre ellas. Si las cosas funcionan así quedará bien claro que nuestras preferencias políticas o acerca de cómo queremos vivir nuestra sexualidad no deben considerarse bajo la lógica de las prohibiciones o deberes.

Pero no sólo se trata de que dichas preferencias no estén en leyes y reglamentos, sino de que las instituciones y las organizaciones no pueden establecer mecanismos en los que se delibere y decida acerca de cómo limitarlas o erradicarlas, no tienen ni el derecho ni el deber de establecer cuáles aspiraciones a la buena vida son las mejores o estarían permitidas. Ya que sus normas sólo pueden adoptar la forma de reglas de convivencia, no deben hacer nada más.

Sin embargo, una cosa es lo que instituciones y organizaciones deben o no hacer y otra muy distinta lo que hacen realmente. ¿No hemos visto cómo, a veces, juzgamos ciertos comportamientos como inmorales, cuando en realidad se trata de opciones éticas, legítimas para otros, pero que no adoptaríamos nosotros? Como observó acertadamente el filósofo Paul Ricoeur, en nuestra sociedad tiene mucho peso la norma moral, a tal grado que casi siempre se impone por encima de la preferencia ética.

Ricoeur no sólo pensaba que la lógica de las instituciones era precisamente esa, sino que tendemos a «moralizar la vida», creando normas para todo, quizás justificándolas diciendo que debemos protegernos o proteger la convivencia. El problema es que no sólo dañamos la libertad de los individuos, sino que desnaturalizamos a las mismas organizaciones, esos grupos de personas que se unen para alcanzar objetivos comunes, a través de acuerdos sobre los derechos y obligaciones de quienes las conforman. En un gran número de situaciones, los intereses de unos y otros coincidirán precisamente en lo establecido en estos «contratos», pero nadie tiene por qué renunciar a sus intereses particulares, a no ser que pongan en peligro al contrato o al grupo.

En cierto modo, las instituciones y organizaciones sí deben ocuparse de la ética. Esto significa que, al guiarse por la lógica del respeto mutuo y el cumplimiento de las obligaciones adquiridas libremente, trazan un límite entre estas y los compromisos personales, adjudicándoles un mayor valor e incluso haciéndolos posibles. Veamos lo obvio: no podríamos dedicar nuestra vida a crear una familia, a disfrutar de la música o a emprender proyectos de defensa de los recursos naturales si no nos integramos a grupos en los que sus integrantes comparten proyectos y esfuerzos comunes, los cuales nos permitirán obtener lo necesario para que vivan nuestros hijos, crearán condiciones para que aprendamos a tocar un instrumento o posibilitarán que dediquemos tiempo al rescate del medio ambiente.

Por otro lado, es evidente que si robamos en la empresa u ONG para la que trabajamos, incumplimos los horarios en nuestra escuela de música o faltamos a las reuniones de nuestro grupo ambientalista estaremos incumpliendo nuestras obligaciones y violando los derechos de los demás miembros de la organización. Pero nuestras preferencias políticas, religiosas o sexuales (o nuestra orientación sexual) no forman parte de esas obligaciones, toda vez que no supongan la violación de los derechos de nadie más o la obstaculización de los objetivos del grupo.

La línea es tenue, pero existe. Un reglamento puede prohibir, por ejemplo, que las personas que trabajan o estudian juntas establezcan relaciones sentimentales -sobre todo si hay entre ellas diferencias jerárquicas-, aludiendo a que podrían fomentar los conflictos de intereses o situaciones que den lugar a casos de acoso sexual. El sexo -tan personal, libre e íntimo- también puede ser objeto de reglamentaciones de este tipo. Pero «sólo de este tipo» y nunca a tal punto que se conviertan en una violación de la libre elección de conductas y formas de vida que los miembros del grupo están en todo su derecho de elegir, ya que no representan por sí mismas ni una violación de los derechos de los demás compañeros ni un obstáculo para los objetivos legítimos de la organización.

No sólo se trata de que a la regla la acompañe una justificación racional y deba ser razonable, sino que vemos con claridad que deberá quedarse detrás de esta «línea tenue». Lo mismo pasa con la prohibición de realizar proselitismo político o religioso en las instalaciones de una escuela o en las horas laborales. De esta forma, las instituciones y organizaciones no sólo estarían ocupándose de la moral, al garantizar reglas que contribuyan a que las obligaciones y derechos de todos se combinen armoniosamente, cumpliéndose unas y respetando a los otros; también se ocuparían de la ética, ya que garantizarán esos límites sin los que los compromisos y preferencias personales no pueden realizarse en libertad.

Carlos Molina Velásquez. Académico salvadoreño, columnista del periódico digital ContraPunto y colaborador de Rebelión.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.