Nos preguntamos cómo hemos llegado a donde no queríamos ir. El origen de Europa está vinculado a las guerras. Concretamente, a las luchas por el control hegemónico del valle del Rhin entre Alemania y Francia. Estas luchas están en el propio origen de Alemania, que termina de unificarse tras la derrota de Francia en la […]
Nos preguntamos cómo hemos llegado a donde no queríamos ir. El origen de Europa está vinculado a las guerras. Concretamente, a las luchas por el control hegemónico del valle del Rhin entre Alemania y Francia. Estas luchas están en el propio origen de Alemania, que termina de unificarse tras la derrota de Francia en la guerra que acaba con la incorporación de Alsacia y Lorena al estado que Bismarck ha hecho surgir a partir del reino de Prusia. El Canciller de Hierro incorpora la cuenca minera al completo y la principal vía de comunicación hacia el interior de Europa al nuevo II Reich.
Tras un primer intento de Estado Obrero, La Comuna de París, que termina con una alianza de todos los bienpensantes contra los revolucionarios, la III República francesa busca a la par la grandeur imperialista y la revancha europea. La ocasión se presenta con la I Guerra Mundial y sus juegos de alianzas basados en la máxima «los enemigos de mis enemigos son mis amigos», perversa en sí misma. Unos 16 millones de muertos después, con la confianza en la racionalidad del género humano perdida, llega el Tratado de Versalles y el hundimiento económico de Alemania. Angela Merkel terminó de pagar la indemnización en octubre de 2010. Francia recupera Alsacia, Lorena, y se queda con el control de la otra orilla del río mítico. Su recuperación será el combustible que alimente el revanchismo alemán, canalizado a través de Hitler y su Partido Nacional Socialista Obrero Alemán.
De la mano de los nazis llega la II Guerra Mundial, la invasión de Francia y la colaboración de Pétain, que una vez más, aglutina a todos aquellos que tienen más miedo a los rojos en sentido amplio que a los nazis. El espeso manto de silencio que se ha extendido sobre los colaboracionistas franceses hace que permanezca oculta una guerra civil soterrada que se produjo en el país vecino muy poco tiempo después de la nuestra, y que tuvo también como actores y víctimas a refugiados republicanos que fueron allí a continuar su lucha. El mito, una vez más, se abre paso: toda Francia resistió, excepto algunos traidores. Los soviéticos se pierden en sus frías estepas, los americanos desembarcan en Normandía para liberar Europa, los ingleses resisten en su isla y nadie sabe quiénes son esos españoles que liberan París. El cine ayuda mucho.
Aparece en escena una gran potencia que ya empezó a perfilarse en el horizonte de Versalles: Estados Unidos. Junto con la Inglaterra de Churchill y la URSS de Stalin, que entonces no era tan bestia parda, se reparten el mundo en zonas de influencia, y la Alemania del III Reich, que debe desaparecer como tal. La capital, Berlín, también es dividida en cuatro zonas. Francia coge su parte, a pesar de que el gobierno francés había colaborado con el alemán, porque interesa forjar el mito con la ayuda de De Gaulle. El problema es cómo mantener la influencia en sus respectivas zonas. No se puede mantener la ocupación de unos territorios europeos y guerras coloniales después del desastre de la guerra mundial y sus 60 millones de muertos.
Estados Unidos hace a sus aliados el favor de ocuparse de los territorios alemanes, excepto de la parte soviética. Los millones de dólares caen como maná del Plan Marshall y Alemania, la República Federal Alemana, se recupera milagrosamente. El Berlín Occidental es el escaparate donde se refleja la grandeza del capitalismo frente a la miseria que traen los rojos soviéticos.
Pero el Plan Marshall es un préstamo a fondo perdido. Es decir, hay que devolverlo, en algo diferente al dinero, y con intereses. Se crea la OTAN, empieza la Guerra Fría, y con ella, cambia el centro hegemónico mundial. Son los años en los que los aliados dejan de ser imperios coloniales, en los que se desarrolla la carrera de armamentos, con bombas más letales que las utilizadas hasta ese momento. Y a nuevas circunstancias, hay que buscar nuevas formas de resolver viejos conflictos.
En el origen de las tres últimas guerras libradas en Europa está la posesión de los territorios mineros e industriales de la cuenca del Rhin y el control de la vía de comunicación. Se busca una solución al conflicto que no incluya la guerra. Si lo que se quiere es la explotación económica, mejor compartir que seguir peleando. Es más barato, y, visto lo visto, menos peligroso. También más vendible a las nuevas sensibilidades pacifistas. Europa puede aparecer como paradigma de la civilización y de la paz. Y se negocia el Tratado de Roma, que incluye la Alemania capitalista, Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, y el otro eterno elemento en discordia: Italia, la salida al mar de Alemania desde tiempos del Sacro Imperio. A partir de aquí, las luchas hegemónicas de Alemania se van a librar en el terreno económico, y van a contar con el apoyo incondicional de sus aliados de clase. Queda claro que los enemigos son los rojos, aunque estén descoloridos, y que el objetivo es mejorar el beneficio económico.
A partir del Tratado de Roma, caminamos hacia el IV Reich. Al principio apenas se nota: se consolida la alianza entre los eternos enemigos, Alemania y Francia, con otros países ribereños del Rhin -Holanda, Bélgica y Luxemburgo- y se consigue la salida al Mediterráneo de Alemania vía Italia. Se genera así un gran núcleo capitalista en Europa, una alianza económica que sirve de cara limpia a una OTAN que se enfrenta fríamente al Pacto de Varsovia de la URSS y sus satélites. Que también son Europa, a pesar de que se oculta cuidadosamente.
Después se amplían fronteras con los aliados naturales: las Islas Británicas (Reino Unido e Irlanda) y Dinamarca, que incorporan una dimensión atlántica y una avanzadilla hacia territorios escandinavos y bálticos. Después, Grecia, asunto pendiente frente a Turquía desde siempre, y control de la salida soviética hacia mares abiertos. Había que esperar a la normalización democrática en la península Ibérica, y ahí le tocó aguantar a Portugal. No le sirvió de mucho la ventaja de la Revolución de los Claveles y de ser miembros de la OTAN. La incorporación de la región ibérica abría paso a toda Iberoamérica y al norte de África.
Hay que esperar a la descomposición de la Unión Soviética para que se incorporen las nuevas repúblicas surgidas de un socialismo colonialista y corroído por una corrupción sin control, por más que se llamaran democráticas. Mientras tanto, Alemania se unifica. Se aúna el poderío económico de la industria de base alemana, casi toda situada en las orillas del Rhin, reflotada con el dinero del Plan Marshall en su momento, con la potencia política que le otorga el liderazgo de un Mercado Común Europeo que tarda pocos años en cambiar de nombre en Maastricht.
En paralelo, se va gestando la hegemonía económica alemana sin posibilidad de control político de los demás países miembros. Al calor de las teorías neoliberales, los impuestos directos dejan paso a los impuestos indirectos -injustos por definición- y a los bonos del Estado para financiar la economía. De esta manera, se institucionaliza un sistema que hasta este momento ha sido excepcional: el de la Deuda Pública. Se empieza a escuchar, en tono triunfal, que se han conseguido nosecuántos mil millones en bonos de deuda, como si en el casino del pueblo se anunciaran a bombo y platillo los logros de un pedrisco, con el aplauso de los terratenientes. Los rojos malvados pensábamos que alguien no se enteraba de nada, e incluso llegamos a sospechar de nuestra cordura. Cuando el Tratado de Maastricht deja paso a la Europa de los Banqueros frente a la que soñábamos de los Ciudadanos y las Libertades Públicas, fuimos tachados de pájaros de mal agüero, fundamentalistas, visionarios… Y sí, lo fuimos. Lean los escritos de Martín Seco o de Pedro Montes de los tiempos anteriores a Maastricht, y lo comprobarán.
Con el euro se crea un sistema monetario no controlado desde los gobiernos que tampoco se corresponde con el valor real de la producción, ni tiene más patrón que el que determine el Banco Central Europeo, poder financiero independiente de todos excepto de los bancos. El euro se estipula en el valor de dos marcos para las diferentes monedas existentes en 2002, cuando entra en vigor. A partir de ahí se inicia en España una vorágine de inflación no controlada y no controlable por los mecanismos usuales. Si antes se podía devaluar la moneda para ajustarla a su valor real y aumentar la competencia de nuestros productos en el mercado, ahora la única forma de hacerlo es disminuyendo los salarios, tanto el dinero que se paga como los servicios sociales de que se disfruta por el hecho de ser trabajadores o ciudadanos de un estado con un nivel de bienestar que disminuye por días.
Como los impuestos no acompañan a la política económica, la vía son los bonos de deuda. Uno de los principales medios para conseguir préstamos es -qué coincidencia- el Deutsche Bank, que tiene en su poder la práctica totalidad de la deuda griega. Ya sabemos cómo se ha destruido a este país. Igual ha sucedido con los otros países del arco mediterráneo y Portugal. Sus «rescates» han servido para mermar la independencia. En España, el artículo 135 de nuestra intocable Constitución fue modificado con nocturnidad para vaciar de contenido todos los artículos que reconocen derechos sociales y económicos. Lo primero es pagar la Deuda. Alemania, por fin, ha conquistado estos territorios sin mover un soldado.
Y en todos estos años, a los países del Este se les ha hecho el favor de salvarlos de las garras soviéticas para incorporarlos a un espacio de libertad donde mantienen sus salarios bajos pero con precios altos, pueden emigrar a Alemania o a otros países industriales que conserven su industria, e, incluso, se les permite elegir gobernantes si son del gusto de la Unión Europea. Si no, puede pasarles como a Italia, que van por el quinto gobierno sin elecciones.
Pepa Polonio Armada. Colectivo Prometeo – Mesa Nacional del FCSM
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