A finales de noviembre del 2006, la Comisión Europea presentó, por boca del comisario Vladimír Špidla (digno representante de la «nueva Europa» tan grata a la extrema derecha estadounidense), un Libro Verde sobre el futuro de la legislación laboral europea: «Modernizar el derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI». Como es frecuente en […]
A finales de noviembre del 2006, la Comisión Europea presentó, por boca del comisario Vladimír Špidla (digno representante de la «nueva Europa» tan grata a la extrema derecha estadounidense), un Libro Verde sobre el futuro de la legislación laboral europea: «Modernizar el derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI». Como es frecuente en la literatura de inspiración anglosajona (y éste es un claro ejemplo de ello, tal como indica el recurso a sobadas expresiones polisémicas del tipo «challenges», «retos» o «desafíos»), la idea principal del texto se ha sintetizado mediante el invento de un término artificial, calculadamente ambiguo: «flexiguridad».
El palabro en cuestión sugiere dos ideas que el conjunto del texto trata de hacer compatibles cuando todo el mundo sabe que no lo son: flexibilidad y seguridad laboral. Si alguien tuviera el atrevimiento de formular conceptos como «tardoprontitud», «traidolealtad» o «guarrolimpieza», quedaría inmediatamente descalificado como embaucador o como oligofrénico. Nada de eso está ocurriendo con el señor Špidla y sus colegas, bien arropados por todos los gobiernos europeos (los de la «nueva» y los de la «vieja» Europa). Y es que, claro está, de oligofrénicos no tienen nada. Pero sí mucho de lo otro. Ahora bien, tal como fue informada Alicia en el cuento homónimo de Lewis Carroll, «no importa lo que significan las palabras: lo que importa es quién manda».
Como ha puesto en evidencia el estudio del Libro Verde por representantes de la Izquierda Unitaria Europea, junto con sindicalistas de diversos países de la Unión, en una reunión celebrada el pasado 17 de enero en Estrasburgo, el objetivo prioritario de las medidas preconizadas en el documento no es otro que desregularizar aún más las relaciones laborales en Europa. Ése es el sentido profundo de propuestas como «facilitar las transiciones en el mercado de trabajo fomentando el aprendizaje a lo largo de toda la vida y desarrollando la creatividad de la mano de obra en su conjunto». Por si alguien duda de que la cosa va por ahí, he aquí algunas «perlas» del texto:
«Cláusulas y condiciones de trabajo demasiado proteccionistas pueden privar a los empleadores de incentivos para contratar personal en períodos de reactivación económica.» Por ello hay que «evitar el costo que implica el respeto de las normas relativas a la protección del empleo, los plazos de preaviso y los costos derivados de las cotizaciones sociales.»
En su afán pedagógico, el Libro Verde pone como ejemplo el modelo danés, que de la mano del actual gobierno conservador ha pasado de ser uno de los más avanzados en materia de derechos sociales a suprimir las indemnizaciones por despido, reducir el plazo de preaviso a cinco días, abolir el salario mínimo y suprimir los límites de la jornada laboral.
La trampa del concepto de «flexiguridad», pues, es clara: se trata de hacer creer que la mejor (o única) manera de asegurar el empleo es que los trabajadores acepten una movilidad permanente, un constante reciclaje profesional y, en último término, se avengan a servir a empresas que no contraigan con ellos compromiso alguno, pasando a convertirse en falsos «autónomos» que carecen de lo único que puede garantizar la autonomía, a saber, unos medios de producción propios. En el límite, pues, habríamos de convertirnos todos en trabajadores «free lance». Que en determinados oficios muy especializados sea ésa una situación hasta cierto punto ventajosa para el trabajador (que posee unos conocimientos técnicos equivalentes en último término a lo que serían unos medios de producción propios, con la ventaja añadida que supone no estar sometido a horarios de trabajo rígidos) no significa que el modelo «free lance» sea aplicable, ni mucho menos, a la generalidad de los trabajos y los trabajadores.
En un mercado laboral así se consumaría el ideal de todo explotador (eufemísticamente llamado «empleador»): disponer de una masa amorfa de vendedores de fuerza de trabajo con los que podría negociar de uno en uno, sin la (a veces, aunque cada vez menos) molesta intermediación sindical, lo que situaría al capital en una posición de fuerza absoluta frente al trabajo.
Puestos a proponer un modelo de trabajador flexible, adaptable a las cambiantes circunstancias del mercado, que no supusiera un freno (como argumentan los empresarios, con parte de razón) al libre movimiento de los capitales en busca de la máxima eficiencia económica, se nos ocurre el siguiente escenario: suprimir el mercado laboral propiamente dicho, de manera que todo trabajador potencial reciba un estipendio del Estado, de carácter igualitario, financiado a partir de los impuestos sobre el capital y calculado sobre el PIB per cápita. Garantizada así su subsistencia, los trabajadores no podrían rechazar indefinidamente ofertas de empleo público adaptadas a sus capacidades (aquí cobraría pleno sentido el arbitraje de los sindicatos). Los empleadores del sector privado, por su parte, no tendrían más que solicitar, a través de un restaurado INEM, los trabajadores que convinieran a su actividad económica. Para motivarlos, obviamente, habrían de ofrecerles un plus que se añadiría al estipendio oficial. A cambio, claro está, podrían prescindir libremente de sus servicios sin indemnización alguna. Pequeño problema: los poseedores de capital no son tan tontos como para no darse cuenta de que un sistema así acabaría por hacer superflua la iniciativa privada en la mayoría de los sectores de la economía. Otro problema añadido: el largo ciclo de rebajas fiscales a las empresas que arranca, como mínimo, de los años ochenta del siglo XX tiene demasiado mal acostumbrados a nuestros empresarios como para que acepten financiar semejante sistema de protección social. De modo que, como siempre, se acaba planteando el viejo dilema esópico: ¿qué es más fácil para los ratones, matar al gato o ponerle un cascabel?
La primera etapa del proceso de discusión del Libro Verde, consistente en una ronda de consultas públicas, ha concluido en marzo de este año; en junio está prevista una comunicación de la Comisión que establecerá una serie de principios comunes y de argumentos a favor de la «flexiguridad», para culminar finalmente todo el proceso en diciembre, probablemente con una serie de nuevas directivas. Es de desear que esta vez los sindicatos no se limiten a poner cuatro parches, como hicieron con la nefasta directiva Bolkestein, por la que ya se rigen, por ejemplo, ciertas compañías aéreas de bajo coste, registradas en países de la UE con escasa protección laboral (Irlanda, por ejemplo) para poder aplicar esas condiciones laborales precarias a sus empleados de cualquier otro país de la Unión. El viejo argumento de los malos negociadores, según el cual hay que contentarse con el mal menor para no tener que tragarse un mal mayor, olvida que, en la lucha de clases, el mayor de los males para los de abajo es dejar de luchar. Sobre todo por una razón: porque los de arriba no dejan nunca de hacerlo.