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Panamá y el protocolo de Nagoya

Fuentes: Rebelión

Durante la décima Conferencia de las Partes (COP-10) del Convenio de Diversidad Biológica (CDB) y luego de más de seis años de complejas negociaciones, se aprobaba el 30 de octubre de 2010 en la ciudad de Nagoya, Japón, un acuerdo complementario del CDB sobre «Acceso a los Recursos Genéticos y Participación Justa y Equitativa en […]

Durante la décima Conferencia de las Partes (COP-10) del Convenio de Diversidad Biológica (CDB) y luego de más de seis años de complejas negociaciones, se aprobaba el 30 de octubre de 2010 en la ciudad de Nagoya, Japón, un acuerdo complementario del CDB sobre «Acceso a los Recursos Genéticos y Participación Justa y Equitativa en los beneficios que se deriven de su utilización al Convenio de Diversidad Biológica» y que sería conocido como el Protocolo de Nagoya. Hace escasamente un año (12 de octubre de 2014), que esta norma de carácter mundial, entraba en vigencia.

Con el Protocolo de Nagoya, además de establecerse un reconocimiento internacional a la soberanía de los Estados, sobre todos los recursos genéticos existentes en sus territorios, se busca, según sus más entusiastas defensores, incentivar directa y equitativamente la conservación y la utilización sostenible de la biodiversidad y sus componentes. Para ello incorporan el sistema ya previsto en el Convenio de Diversidad Biológica, relativo al Consentimiento Fundamentado Previo y la negociación de Términos Mutuamente Convenidos. Es decir, que entre el otorgamiento de «permisos», «contratos» y «certificados», se les da libre acceso a nuestros recursos genéticos, a los eufemísticamente llamados «usuarios», que casi siempre suelen ser, los que desde la moderna biotecnología, representan los intereses de las grandes industrias farmacéuticas, cosméticas y agroalimentarias.

Desde el mismo inicio de las negociaciones en febrero del 2004, con el fin de desarrollar los fundamentos y los principios que más tarde formarían lo que es hoy el Protocolo de Nagoya, se fue generando cierta simpatía y confianza sobre un instrumento legal, que parecía destinado a frenar el robo del patrimonio genético y del conocimiento ancestral de nuestros pueblos, principalmente los de mayor riqueza en biodiversidad tangible e intangible, que eran saqueados sin compensación alguna, de modo a veces, abierto y descarado y otras, mediante los sutiles disfraces que la abusiva práctica de la biopiratería, se sirve con mucha regularidad desde los tiempos de la Conquista.

Sin embargo, muy pronto descubrimos que los verdaderos objetivos de este Protocolo, no van dirigidos a salvaguardar nuestra riqueza biológica ni compensar con equidad, a las comunidades locales e indígenas por la utilización comercial y lucrativa de sus recursos, sino a facilitar a las grandes transnacionales biotecnológicas, el aprovechamiento mercantil de toda nuestra biodiversidad y su privatización a través de los mecanismos y derechos de la propiedad intelectual, desarrollados con rigurosidad y contundencia en todas las tratativas de libre comercio impuestas a nuestros países.

Nuestro país, un territorio que alberga una alta y reconocida diversidad biológica y que por ende, resulta muy susceptible a acciones de exploración y saqueo ilegal de sus recursos genéticos, se adhiere tempranamente (13 de junio de 1992) al CDB y con la ley 57 del 2012, ratifica su ingreso formal al Protocolo de Nagoya. Como ocurre a menudo en nuestro medio, estos instrumentos internacionales de gran impacto sobre nuestra Naturaleza, fueron incorporados en nuestro ordenamiento jurídico, con poco o ningún debate sobre sus implicaciones y efectos sobre la sociedad, los derechos humanos o la diversidad biológica nacional.

Ya mucho antes que el Protocolo de Nagoya fuera concebido, nuestro país seguía las quimeras edulcorantes de compensación y beneficios, que la prospección biológica prometía. Así nació el Decreto Ejecutivo No.25 de abril del 2009, que asegura venir a regular el acceso a nuestros recursos genéticos y biológicos, desde las especies silvestres o domesticadas, las que están en condiciones ex situ o in situ, e incluye además, hasta las especies migratorias.

Este embelesamiento unilateral de algunas entidades públicas panameñas por la bioprospección, las han llevado a resaltar excesivamente, los beneficios de proyectos con el Instituto Smithsonian y, sobre todo, con el Grupo Internacional Cooperativo de la Biodiversidad de Panamá (ICBG), una criatura del Programa ICBG desarrollado en 1992 por la USAID, el Instituto Nacional de Salud y la Fundación Nacional para la Ciencia de los Estados Unidos.

Todo esto, desde luego, sin considerar para nada que históricamente los acuerdos de bioprospección, han estado muy lejos de ser equitativos y respetuosos con los derechos y beneficios, que les corresponderían a las comunidades locales. Asimismo, muchos de los compromisos de regalías que a veces se contraen, tienden a mantenerse en secreto, por representar sumas irrisorias, basadas principalmente en una valoración subjetiva que a propósito, hacen los que solo les importa la explotación comercial de nuestros recursos.

Ni la prospección biológica ni los derechos de la propiedad intelectual sobre organismos vivos, han sido fundamentados y desarrollados para proteger los recursos biológicos y genéticos de nuestros países. Ellos son las respuestas lógicas del mercado capitalista, dirigidas a garantizar la apropiación y monopolización de todo lo vivo, que existe en este planeta. Por eso sería muy conveniente revisar en nuestro país, si ceder derechos exclusivos de explotación sobre organismos vivos o sus componentes, a empresas y corporaciones que solo les han incorporado ligeras modificaciones, para recibir a cambio insignificantes beneficios, no es una forma moderna de retrotraernos –sin excusa alguna por la distancia histórica que nos separa– al año 1492.

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