Uno de los más significativos temas del debate político en nuestro país se refiere a la relación entre el nacionalismo y el internacionalismo, entendidos ambos como expresiones de una política concreta en un escenario también concreto. Podría parecer inusual abordar este asunto cuando los medios de comunicación peruanos se ocupan cotidianamente de otros temas vinculados […]
Uno de los más significativos temas del debate político en nuestro país se refiere a la relación entre el nacionalismo y el internacionalismo, entendidos ambos como expresiones de una política concreta en un escenario también concreto.
Podría parecer inusual abordar este asunto cuando los medios de comunicación peruanos se ocupan cotidianamente de otros temas vinculados a la campaña electoral y a los avatares de la misma, incluyendo por cierto los hechos de violencia ocurridos en los días más recientes.
No lo es sin embargo, por dos razones. Porque el sustento político de Ollanta Humala es precisamente el nacionalismo, al tiempo que su contrincante -que no tiene opción en la materia- busca situarse a la sombra que proyecta ese mensaje, arguyendo que ella también lo suscribe.
Pero, además, porque a contracorriente, el Presidente García impulsó recientemente el encuentro de mandatarios de cuatros países -México, Colombia, Chile y naturalmente el Perú- para suscribir con gran pompa una suerte de «carta de intención» orientada a sustentar la existencia de un así llamado «Acuerdo del Pacífico», que busca engarzar a los países de Sur y Centroamérica en una aventura económica y política de corte reaccionaria.
Fue José Carlos Mariátegui el primero que señaló que mientras el nacionalismo en los países desarrollados cumplía un papel chovinista que podía servir de base incluso al fascismo, como ya ocurrió en Italia o Alemania y se proyecta hoy peligrosamente en los Estados Unidos; en los países subdesarrollados como el nuestro adquiría otro signo porque ligaba la lucha por la emancipación nacional con la afirmación de valores propios.
Y es que el nacionalismo, entendido como expresión legítima de los pueblos y naciones, y no como carta de presentación de núcleos guerreristas o expansionistas, asegura la preservación de los valores propios, los aportes de la cultura nacional, los sentimientos y expectativas de nuestro pueblo. Y eso fortalece nuestra integridad nacional pero también revalora nuestro papel en el mundo contemporáneo.
El Perú es, por cierto, un país muy rico en todas las expresiones de la vida humana. Pero, además, tiene historia, antiguas tradiciones, y cultura; que nos pueden llenar de un íntimo y legítimo orgullo nacional. No tenemos que envidiar a otros pueblos, porque no somos menos que ninguno. Pero tampoco somos más que ninguno.
El orgullo nacional no puede llevarnos a incubar ideas de superioridad con relación a otros pueblos que sufren al igual que nosotros la cruz de la dependencia, y la acción nociva y expoliadora de una oligarquía envilecida y en derrota, apuntalada empeñosamente por el Gran Capital y su fulgurante poderío.
Estas fuerzas -la oligarquía y el Imperio- son las que traen a nuestras tierras conflictos de orden bélico para alinearnos en «ejes» en función de sus intereses. Hablan, en unos casos, de conflictos con Ecuador, o con Chile -según les convenga agitar la rivalidad con uno u otro país. Y lo hacen porque, como comerciantes de armas y mercaderes de la guerra, quieren vender pertrechos y mantener ejércitos siempre prestos a la acción, aunque ella no se desarrolle nunca fuera de nuestras fronteras, sino más bien dentro de las mismas, para lo cual conviertan a los ejércitos en enemigos de sus pueblos, como ha ocurrido en diversas ocasiones.
En una coyuntura concreta, las prácticas de odio que alienta en nuestro país la oligarquía y sus medios, se dirige a países hermanos, como Bolivia, Ecuador o Venezuela, a los que acusa de estar regidos por «dictaduras de izquierda».
Si fueran dictaduras de derecha no tendrían problema alguno, como ocurrió con Pinochet en Chile, Videla en Argentina, Strossner en Paraguay, o los militares brasileños del 64 a los que admiraron siempre. A ellos los justificaron arguyendo que ponían «orden» en sus países y que -«más allá de algunos excesos»- regulaban la economía y alentaban la inversión.
Es bueno en una circunstancia como ésta, digamos que para los peruanos, ningún pueblo es su enemigo. Todos -incluyendo ciertamente al cubano, al venezolano, al boliviano o al norteamericano- son hermanos que luchan por distintas vías en procura de objetivos similares. Nos alienta, en efecto, la lucha por la justicia, por la igualdad, el progreso, el desarrollo y la paz.
Nuestros enemigos son más bien quienes en cada uno de estos países protegen el delito en lugar de la justicia; condenan a la opresión, en la lugar de la igualdad; promueven la discriminación, en vez del progreso; nos mantienen encadenados y dependientes; en vez que desarrollen; y en contra de la paz, buscan enfrentarnos a otros pueblos satanizando innoblemente a sus representantes, como ocurre con la venal prensa de nuestro tiempo.
Cada país -y cada pueblo- tienen legítimo derecho a regir su destino como mejor le parezca. En nuestro tiempo, y al calor de la experiencia continental, todos valoramos los principios de una política exterior que se afirme en la libre determinación de los pueblos y el respeto a la no intervención en los asuntos internos de los Estados.
En el marco de esos principios tenemos el deber de respetar la independencia del proceso venezolano, boliviano, ecuatoriano, brasileño, chileno o de cualquier otro país. Y no alentar acciones ni desatar campañas orientadas a satanizar a los líderes de otros pueblos para usar sus imágenes deliberadamente distorsionadas en el contexto de nuestra realidad interna.
La ofensiva de los medios al servicio de la reacción y que se expresa en la franca intención de demonizar a mandatarios de países hermanos constituye no sólo una práctica nociva, sino sobre todo, una grosera deformación de la realidad, hecha con el deliberado propósito de descalificar experiencias que apunten a la intención de sacar al país de la crisis que lo devora.
El camino peruano -el nacionalismo, entendido como la afirmación de los valores nacionales- no será en ningún caso igual a los caminos escogidos por otros pueblos porque nuestra realidad, y nuestra historia, registran diferencias significativas.
Será un camino nuestro y propio, que, sin embargo, no tendrá por qué enfrentarse a las experiencias exitosas desarrolladas en otros escenarios de nuestro continente.
Ollanta Humala se esfuerza -y hace bien- en no vincular su experiencia con las vividas en otros países. Pero todos debemos tener conciencia que la causa que une a los pueblos de América Latina, es la misma. Y los propósitos que suman nuestras luchas, son iguales.
De eso se vale también -a su manera- el Presidente García cuando promueve el mentado «acuerdo del Pacífico», sólo que en el caso, éste tiene nombre propio.
Ante el clamoroso fracaso del ALCA (¿alguien se acuerda de él?) y el descrédito de la OEA, y cuando la Unión de Repúblicas Sudamericanas -UNASUR- se afirma con una política independiente y soberana, el gobierno de los Estados Unidos necesita -para afirmar su dominio en la región- un instrumento que responda a los intereses del Gran Capital.
Por eso el Presidente Obama estuvo en Chile, recientemente. Y afirmó allí la posibilidad de otorgar a ese país incluso ayuda en términos de energía nuclear. García, que no fue invitado -como podría decirse- «a la cena del señor…» optó entonces por ponerse al servicio de los yanquis de otra manera, alentando una iniciativa que sonara como música celestial, en los oídos de la Casa Blanca- De ahí, la cita del Pacífico que se llevó a cabo en abril en Lima.
El interés referido al «comercio recíproco», o «al área productiva común» esconde más bien un propósito de confrontación. Se trata de un «eje» no que defienda los intereses de los pueblos, sino que aplique mejor la estrategia del Imperio en América Latina. Y ella, pasa por dividir a los pueblos y contraponer a unos con otros enfrentando procesos sociales que, aunque diversos, alientan un mismo fin.
Tener conciencia de lo que vale el Perú y del escenario en el que se desarrolla en nuestro tiempo, tendrá, por cierto, una importancia decisiva en los próximos años.
Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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