La liberación de los presos políticos de Nicaragua y su envío a Estados Unidos no obedece a un gesto de humanidad por parte del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Es, más bien, el correlato de un gobierno autoritario que se siente cercado y busca alguna forma de normalización.
El pasado 9 de febrero, Nicaragua despertó con una noticia que muchos consideraban difícil de creer: Daniel Ortega había ordenado la excarcelación de 222 personas presas por motivos políticos. Entre ellas están Dora María Tellez, «comandante 2» de la Revolución y ex-ministra sandinista, y Cristiana Chamorro, quien fue encarcelada cuando intentó postularse como candidata presidencial en 2021.
Recluidos hasta entonces en distintos centros de detención, incluida la funesta cárcel El Chipote, los presos políticos salieron de la cárcel y fueron enviados en un vuelo chárter hacia Estados Unidos. En momentos en que la información disponible era escasa, el gobierno estadounidense y algunos familiares confirmaron la noticia. Pero cuando los ya ex-presos políticos ya estaban en vuelo, y antes de que el avión aterrizara en Washington, la Asamblea Nacional, controlada por Ortega, aprobó una reforma de la Constitución que despoja a esas personas de la nacionalidad nicaragüense e inhibe de manera perpetua sus derechos civiles y políticos por supuesta traición a la patria.
La noticia desató un torbellino de emociones entre los familiares de los liberados y desterrados, en la mayor parte de la sociedad nicaragüense, en la comunidad internacional y en la prensa. La percepción general fue de alivio, considerando las numerosas denuncias sobre torturas y malos tratos a los que fueron sometidos desde que se los capturó a mediados de 2021, cuando el gobierno de Ortega inició una escalada de violencia estatal que se mantiene hasta hoy. Entre las personas liberadas y expatriadas están quienes aspiraban a competir por la Presidencia en las elecciones de 2021: dirigentes de partidos políticos, de organizaciones cívicas y movimientos sociales, así como de organizaciones juveniles. También había numerosos periodistas, diplomáticos, empresarios, defensores de derechos humanos, activistas sociales, sacerdotes e incluso partidarios de Ortega que se atrevieron a criticarlo públicamente.
Las detenciones se incrementaron en mayo de 2021, en el contexto de la campaña para las elecciones presidenciales que se celebraron en noviembre de ese año. Varios candidatos fueron encarcelados y solo se toleró la «competencia» de quienes no presentaban ningún desafío al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, vicepresidenta y esposa de Ortega.
Desde el inicio, los prisioneros políticos y sus familiares fueron considerados por Ortega como rehenes y fueron tratados con crueldad. En agosto de 2022 los exhibió a la opinión pública y se constataron los efectos de los malos tratos recibidos. Las detenciones continuaron e incluso se incrementaron a finales de ese mismo año, en el marco de las elecciones municipales celebradas en noviembre. Los detalles de la situación vivida por los presos y las presas están ahora saliendo a la luz. Poco después de su llegada a Washington, los testimonios de quienes han estado recluidos dan cuenta de las torturas, los tratos denigrantes y la perversión a los que han estado expuestos desde el primer momento de su detención –la mala alimentación, el aislamiento, la reclusión en permanente oscuridad o iluminación, los constantes interrogatorios, la falta de atención médica, las visitas irregulares de familiares y la prohibición de visitas de niños, entre otros–. Desde su llegada a Estados Unidos y una vez que han tomado conciencia de nueva condición, se interrogan a sí mismos sobre su futuro, el lugar donde se instalarán y la suerte de sus familiares en Nicaragua ahora que son apátridas y están desterrados, como si se tratara del medioevo.
Señales previas y preparativos
Las diversas declaraciones de funcionarios del gobierno de Estados Unidos y del propio Daniel Ortega han dejado claro que la liberación, la expatriación y el destierro fueron decididos unilateralmente y sin condiciones por parte de Managua. Estados Unidos accedió a recibir a los prisioneros políticos siempre que fuera bajo voluntad expresa de estos y que tuvieran pasaporte. Más allá de eso, ninguno de los dos gobiernos reconoce una negociación previa. Poco después del recibimiento en Washington, el secretario de Estado estadounidense Antony Blinken informó de una comunicación telefónica con el canciller nicaragüense Denis Moncada en la que expresó haber hablado de la «importancia del diálogo constructivo entre Estados Unidos y Nicaragua para construir un mejor futuro para el pueblo nicaragüense».
Aunque escuetas, las declaraciones del gobierno de Estados Unidos revelan que hay un canal de comunicación abierto, pero reiteran que, de sostenerse la deriva autoritaria, se mantendrán las sanciones que pesan sobre las instituciones involucradas en actos represivos, sobre la propia familia presidencial y sobre un buen grupo de allegados a ella. Además, Estados Unidos expresó en reiteradas ocasiones que el primer paso para abrir una negociación con Nicaragua era la liberación de los presos políticos, además de restablecer las libertades y derechos ciudadanos. Lo primero ya se cumplió, pero el resto de la sociedad nicaragüense permanece como rehén de un gobierno que en los dos últimos años ha «institucionalizado» un Estado policial para mantener el control y la vigilancia sobre la población.
El matrimonio Ortega-Murillo ha pedido reiteradamente el levantamiento de las sanciones y siempre ha negado la intención de negociar, aunque las señales de que buscaban hacerlo están a la vista desde hace algún tiempo, tal como se conoció en mayo de 2022 cuando se filtró a la prensa que uno de los hijos de la pareja presidencial se habría acercado a Estados Unidos. Por otra parte, desde agosto de 2022, cuando Ortega ordenó exhibir ante la opinión pública a un grupo de detenidos políticos, se incrementaron las alarmas por los evidentes estragos de las torturas y los maltratos, pero en los últimos meses de ese mismo año el trato a los reclusos se modificó con el mejoramiento de la calidad de los alimentos, el otorgamiento de permisos para las visitas de sus hijos y la flexibilización de las condiciones de aislamiento.
Iniciando 2023, Ortega visitó a su hermano Humberto, general retirado, anterior jefe del Ejército y distanciado del gobierno, quien en 2019 pidió mediante una carta la liberación de los presos políticos. Cuando se hizo pública la noticia del encuentro, un comunicado del gobierno afirmó categóricamente que había sido por razones de salud, pero es evidente que la conversación giró también sobre asuntos políticos y generó una cantidad de especulaciones que hacían sospechar que algo se estaba cocinando. La opacidad con que maneja la información pública el gobierno de Nicaragua y la reserva con que se urdieron los preparativos de la decisión presidencial impidieron ver las señales con claridad y, en consecuencia, anticipar la liberación de los presos políticos.
Un escenario desfavorable
Entre los interrogantes que ha ocasionado la noticia, el más recurrente se vincula con las razones que llevaron a Ortega y Murillo a expulsar a los prisioneros políticos de Nicaragua, sobre todo cuando no había negociación ni condiciones de por medio. Las pistas se encuentran en el escenario con el que se inició el año.
Ortega y Murillo aseguraron su continuidad en el poder con los controvertidos resultados de las elecciones presidenciales en 2021 porque los ciudadanos no tuvieron condiciones ni garantías para ejercer libremente su derecho al voto. Conscientes de que su nuevo mandato se iniciaba con una legitimidad reducida al mínimo entre la ciudadanía, decidieron «institucionalizar» el Estado policial a través de la aprobación de un marco jurídico que legaliza las políticas represivas y que pone al Estado en su conjunto al servicio de su proyecto político dinástico y autoritario. Según sus cálculos, con la legitimidad que pensaban ganar con las elecciones podían cerrar el capítulo de la crisis sociopolítica iniciada en 2018 para entrar en un periodo de mayor estabilidad. Sin embargo, el rechazo ciudadano a acudir a las urnas los obligó a buscar legitimidad entre otros actores internos, como la empresa privada y la Iglesia católica. Como tampoco la han conseguido en esos ámbitos (la alianza con la empresa privada se quebró con el ciclo de protestas de 2018), emprendieron una nueva ola de violencia y persecución, especialmente contra obispos y sacerdotes.
La deriva autoritaria ha aislado a los Ortega de la comunidad internacional, que además de rechazar la escalada represiva de 2021, ha demandado condiciones y garantías para los procesos electorales, el restablecimiento de las libertades y derechos ciudadanos, así como la búsqueda de una salida democrática a la crisis. Un grupo de países europeos, junto a Estados Unidos y Canadá, ha impuesto sanciones a varias instituciones relacionadas directamente con las graves violaciones a los derechos humanos, a personas del círculo de confianza más cercano de Ortega-Murillo y a varios integrantes de la familia presidencial. Frente a ese aislamiento y rechazo, Ortega se ha acercado a países como Rusia, China e Irán en busca de respaldo político y económico, comprometiendo el apoyo de Nicaragua a cambio de un tibio respaldo y a prácticamente ningún beneficio en términos de cooperación.
El agotamiento y el descontento alcanzan ya a sus propias bases de apoyo, de manera que durante el último año se ha producido una acelerada erosión del apoyo entre sus simpatizantes. Numerosos empleados públicos han abandonado sus puestos de trabajo para huir sigilosamente hacia Estados Unidos, al tiempo que varios de sus propios militantes han sido castigados con la cárcel y amenazas por expresar su malestar respecto del rumbo del país, por la forma en que se conduce el partido de gobierno -el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)- y por el nivel de agotamiento provocado por la constante presión del régimen. Ese descontento ya alcanzó a los niveles más cercanos a Ortega y Murillo, quienes durante los últimos meses se han empeñado en reorganizar su círculo de lealtades y confianza.
A este complejo escenario político se suman las difíciles condiciones económicas y las proyecciones desfavorables para el futuro inmediato. Desde que se inició la crisis sociopolítica en 2018, los sectores económicos más importantes han experimentado un deterioro significativo, a la vez que se han incrementado el desempleo, la pobreza y la informalidad. La pandemia de covid-19 agravó las ya difíciles condiciones del país, lo que dio lugar a un éxodo masivo de nicaragüenses con destino a Estados Unidos y Costa Rica. Con el propósito de escapar de la vigilancia y el control político y de encontrar mejores oportunidades de vida, cerca de 7% de la población ha abandonado el país entre 2021 y 2022. Las fuentes y fondos de financiamiento externo del gobierno se han reducido durante el último año y, aunque las remesas familiares provenientes del exterior se han incrementado, no son suficientes para cerrar las brechas económicas ni para sostenerse en el tiempo. Con estas condiciones, parece lógico que Ortega busque una oportunidad para negociar con quien considera su interlocutor y principal adversario: Estados Unidos.
Continuidad de la deriva autoritaria
Aunque ha sido forzado a doblar el brazo liberando a sus rehenes, Ortega mantiene el Estado policial y la persecución sobre la población nicaragüense. El mandatario persiste, además, en su empeño de castigar a quienes considera enemigos. Ese es el caso del obispo Rolando Álvarez, secuestrado de su parroquia en agosto pasado y retenido bajo arresto domiciliario hasta el 9 de febrero, cuando se negó a abandonar el país junto con el resto de los liberados. En represalia, Ortega ordenó adelantar el juicio al que era sometido y fue sentenciado a 26 años de prisión por los supuestos delitos de «menoscabo a la integridad nacional» y «propagación de noticias falsas». Desde entonces se encuentra recluido en el centro penal conocido como La Modelo, según dijo el propio Ortega. El Vaticano, en la voz del propio papa Francisco, expresó su preocupación por el obispo Álvarez.
Las recientes medidas no constituyen, pues, un acto de humanidad ni mucho menos de condescendencia, pues la decisión de expulsar a los prisioneros políticos y despojarlos de su nacionalidad y derechos ciudadanos se suma a un discurso que los acusa de «mercenarios» antinicaragüenses. Además, es una medida anticipada para que ninguno de ellos pueda disputar una eventual competencia electoral, un escenario probable si se llega a avanzar en la ansiada negociación con Estados Unidos.
Elvira Cuadra Lira. Investigadora asociada del Centro de Investigación de la Comunicación (CINCO) y del Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP) de Nicaragua.
Fuente: https://nuso.org/articulo/nicaragua-de-la-carcel-al-destierro/