Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Hasta no hace muchos años, muchos esperaban que Europa podría surgir como contrapeso para las políticas imperiales de EE.UU. Esas esperanzas se concentraban sobre todo en Alemania – no sólo como la principal potencia europea, sino como una conocida fuerza moderadora, no-militar, en la política internacional.
Esas esperanzas parecieron recibir sustancia por la vituperación estadounidense de la conocida preferencia europea por la diplomacia y la resolución pacífica de conflictos, así como cuando la Gran Bretaña oficial, en la persona de Richard Cooper, el gurú de relaciones internacional del antiguo primer ministro Tony Blair, consideró necesario sermonear a la «Europa post-industrial» sobre la necesidad de «dobles raseros» y de inclemencia colonial para derribar a no-occidentales sumidos en la oscuridad.
Bueno, Alemania y la Unión Europea surgieron – pero de un modo bastante diferente de lo esperado. Y el escenario no fue preparado por un retortijón electoral para justificar que «más vale estar equivocado con EE.UU. que tener razón en su contra.» Desde la visita de Angela Merkel a Washington (como líder de la oposición conservadora) antes de la invasión de Iraq, para atacar la decisión de oponerse a la guerra del canciller de aquel entonces, Gerhard Schroeder, el retorno a las buenas gracias de EE.UU. constituyó no sólo el principal proyecto de política exterior de los conservadores; se convirtió rápidamente en el proyecto supremo de la clase política alemana – incluyendo a los socialdemócratas.
Merkel se convirtió en el canciller con el que había que hablar, en el interlocutor europeo de más confianza para la clase política de EE.UU., con quien trabajar conjunta y decididamente para fortalecer la hegemonía global de EE.UU. contra las consecuencias de la debilidad de EE.UU. infligida por Irak – esto no sólo en Oriente Próximo en general, sino también, y especialmente, respecto a Rusia y China, el enemigo preferido original del gobierno de Bush antes de que los «dolores de parto de un nuevo Oriente Próximo» consumieran una parte tan importante de su capital político.
La superación de las limitaciones internas de su capacidad para utilizar al ejército alemán de modo más amplio para «intervenciones humanitarias,» en defensa de la «civilización occidental» contra el terrorismo islamista, es una parte importante, aunque no la más importante, de la política de «Occidente unido detrás de EE.UU.». A pesar de la ausencia de debate público sobre sus implicaciones estratégicas – es decir de la doctrina de EE.UU. (e israelí) de guerra preventiva, la abolición de las restricciones geográficas de la OTAN, la misión de «asegurar el acceso a las materias primas» – (aún) no ha superado el rechazo de los principios generales de un papel militar más activista por parte de una mayoría de los alemanes.
Esto tiene consecuencias trascendentales – ha reiniciado de modo significativo, las actitudes y expectativas de la elite alemana hacia la UE, y hacia la relación de Alemania con Francia.
El discurso público sobre la política exterior así como la actitud subyacente de la elite está pasando – de «responsablemente conservador» al encauzamiento de los demonios que estudió Hannah Arendt en su busca de los orígenes del desorden del Siglo XX: el imperialismo (británico), el militarismo occidental y el racismo. Y ya que la mayoría de los alemanes está (de nuevo) muy lejos de la curva de la opinión de la elite, los esfuerzos por «reeducarlos» (como Der Spiegel volvió a exigir recientemente) son tan consistentemente estridentes como son mitologizantes.
Pero también existe toda una serie de altos funcionarios y políticos, todavía en servicio o retirados, que observan con consternación o preocupación la evolución de las políticas alemanas como reacción a la crisis de las relaciones entre EE.UU. y Alemania. Sus preocupaciones públicamente expresadas se concentran en la expansión de los compromisos militares alemanes – del tipo en los que es fácil involucrarse, pero casi imposible salir – y el rápido deterioro de las relaciones con Rusia.
Además, una mayoría de los pocos expertos sobresalientes en economía internacional considera con profunda preocupación la creciente inestabilidad del sistema financiero internacional. La ven impulsada por los inmensos desequilibrios comerciales de EE.UU. y la creciente amenaza de apalancarlos en las naciones acreedoras – en particular en China, Rusia, y los miembros de la OPEC que mantienen grandes superávit.
Las sanciones financieras decididas por el Congreso de EE.UU. contra países como Irán, Siria, Cuba y Norcorea son consideradas, además, como indicadores de que EE.UU. está a punto de destruir la confianza en la que se basa el sistema financiero internacional. Las consecuencias de su eventual desintegración – más pronto que tarde -serán dramáticas e incontrolables.
Esas voces de advertencias están, sin embargo, entre bastidores en el debate alemán. La escena está controlada por la narrativa de la amenaza terrorista. Pero hay muy pocos expertos serios que crean sinceramente que el terrorismo islamista sea motivado por su odio a las «libertades y valores occidentales.» El odio y el deseo de venganza son ciertamente elementos cruciales; pero esto no tiene mucho que ver con la cultura occidental o con la supuesta idea humillante de la inferioridad musulmana.
Si uno buscara las causas, las décadas de violencia que Occidente impuso a esos países, directamente o a través de sus regímenes dependientes, forman una parte necesaria de la explicación. La otra parte, por cierto, tendría que encarar el hecho de que fue Occidente el que transformó a células fundamentalistas débiles y aisladas en su Golem terrorista. Las alimentó, entrenó, financió, organizó y utilizó durante decenios en campañas de terror contra regímenes y movimientos seculares nacionalistas y socialistas hasta que estos fueron derrotados o aislados, dejando que sus residuos comprometidos hicieran lo que se le antojara a Occidente.
Aunque Alemania no estaba en la vanguardia de la interferencia en Oriente Próximo, estuvo plenamente comprometida en la creación y empoderamiento de una coalición wahabí-salafista para combatir a los soviéticos y al régimen comunista en Afganistán – el frente central en la ofensiva global anticomunista que pareció convertir el terrorismo en tres continentes en el arma preferida de Occidente.
Y en Oriente Próximo parece seguir siendo así. Se refleja en el uso occidental de grupos terroristas suníes (y de los oponentes al gobierno iraní, los Muyahidín-e-Khalq, y la organización gemela iraní del Partido de los Trabajadores de Kurdistán) contra Irán, y contra los chiíes en ascenso en el Líbano.
Pero la mitologización de al Qaeda y del «choque de civilizaciones» sirve para legitimar la preparación para la guerra sin fin. En las palabras de un responsable alemán en retiro: «Hemos estado llevando al mundo al borde del abismo, y vamos cayendo en un mar de sangre.»
Todo esto no sólo involucra una reestructuración ideológica. A la siga de EE.UU., Alemania está izando la bandera de la guerra permanente. Lo que sigue servirá para dar una idea de parte de sus detalles.
El tándem alemán-francés
Desde 1966, cuando Francia abandonó la integración militar de la OTAN, Alemania ha sido el socio primordial de Francia, y el tándem francés-alemán fue el núcleo activo que condujo a la Comunidad Económica Europea hacia la Unión Europea. Alemania manejó la tensión entre su estrecha relación con EE.UU. y la que tenía con Francia mediante la división en compartimientos: con Francia, Europa; con EE.UU., la OTAN y la seguridad.
Pero a pesar de los esfuerzos por impedir que se desarrollaran conflictos entre estos dos polos de la política exterior alemana, siempre existió una fuerte tendencia dentro de la clase política alemana de considerar el proceso de la integración europea como tendiente hacia una creciente autonomía de los intereses y políticas europeos de aquellos de EE.UU. EE.UU. no lo veía de otro modo – particularmente desde el fin de la Guerra Fría. Los gobiernos de Bill Clinton y de George H W Bush invirtieron, por lo tanto, mucho capital y astucia políticos para impedir que eso ocurriera. Ambos gobiernos consideraron la relación europea con Rusia como la clave de un proyecto como los nuevos miembros europeos orientales en la UE y en la OTAN, como palanca para asegurar su aborto.
Pero con la crisis de la alianza de 2002-03 – también dependiendo de la perspectiva, del apogeo o el nadir del dúo franco-alemán – EE.UU. logró movilizar no sólo a las elites políticas de los nuevos miembros de la OTAN – y de la UE – de Europa oriental, así como a las de Dinamarca, Holanda y España, contra el espectro de un camino europeo independiente. Fue la revuelta de las elites orientadas hacia EE.UU. de Francia y Alemania – que se expresaron públicamente en una incesante y exhaustiva campaña mediática – lo que selló su suerte. De repente, la relación especial alemana-francesa había perdido gran parte de su prominencia. El horizonte del tipo de integración europea que EE.UU. consideraba una amenaza a su propio rol internacional reveló ser mucho más un espejismo que lo que parecía antes de que fuera puesto a prueba.
La canciller Merkel es la encarnación alemana de esa revuelta. Y Nicolas Sarkozy, el célebre campeón de la derecha colectiva europea, los estadounidenses, y los israelíes, es el presidente francés ideal para convertir el gran proyecto de política exterior de Merkel en una empresa conjunta, que suelda la UE a EE.UU., haciendo que la integración europea sirva al orden internacional occidental dominado por EE.UU. – cueste lo que cueste.
Esto no quiere decir que el anterior presidente francés, Jacques Chirac y sus burocracias exterior y militar hubieran sido capaces de frenar a Merkel. Después de confrontar a EE.UU. sobre el tema de Iraq en 2002-2003, junto con el canciller de aquel entonces, Schroeder, y de haber maniobrado al presidente ruso Vladimir Putin para que adoptara la misma posición, la voluntad política de Chirac se había agotado y habían desaparecido las perspectivas para un camino europeo más independiente en la política internacional. La capacidad de Schroeder para actuar en tándem con Chirac estaba crecientemente circunscrita por su debilidad interna; y EE.UU. recordó enérgicamente al gobierno lo que pasa cuando se trata implacablemente a los intereses franceses. Chirac fue bloqueado, como Schroeder, por la mayoría neoconservadora/neoliberal de las elites, orientada hacia EE.UU.
Después de 2003, las políticas francesas siguieron a Alemania de un modo algo lánguido, en su apoyo a aquellas de EE.UU., en particular en el Oriente Próximo en general – aunque seguían tratando de hacer su propio juego en el Líbano, mientras incitaban a estadounidenses e israelíes contra Siria e Irán. Sin embargo, mientras concedían la partida en Oriente Próximo, Chirac y Schroeder siguieron tratando de crear un marco estable de relaciones con Rusia y China, como base para algo como una región económica común eurasiática. Esta noción ya se ha sumado a las cosas que podrían haber ocurrido, pero no lo hicieron, en la historia.
La elección de la competidora de Sarkozy, Segolene Royal, tampoco habría llevado a una concepción muy diferente de la política exterior francesa. Royal fue formada por Francois Mitterrand, el presidente socialista que había perfeccionado el arte de decorar con gestos izquierdistas un enfoque excesivamente duro, más bien cruel, propio de operaciones clandestinas, en su política extranjera.
De hecho, las diferentes versiones del Partido Socialista francés después de la Segunda Guerra Mundial nunca fueron conocidas por políticas particularmente salubres: de su alianza con la alianza corsa de la heroína en Marsella a su apoyo a las guerras coloniales francesas; de los atentados contra barcos de Greenpeace a la participación en el genocidio ruandés. No hay nada sorprendente, por lo tanto, en que tanto Royal como Sarkozy sean cercanos a una versión francesa particularmente estridente del «intervencionismo humanitario,» basada en la misma especie de guerreros civilizacionistas que dominan el discurso público francés.
La elección como ministro de exteriores de Sarkozy, de Bernard Kouchner, es por lo menos una ofrenda de paz a los socialistas que un indicador de compromisos ideológicos. Kouchner no es sólo uno de los padrinos ideológicos del «intervencionismo antitotalitario, humanitario,» sino también alguien bajo cuyos ojos benevolentes – en su función como administrador de Naciones Unidas – Kosovo adquirió los ingredientes para convertirse en el primer Estado mafioso europeo, casi puro étnicamente. Durante los años ochenta, algunos de sus Médicos del Mundo (que fundó después de separarse de Médicos sin Fronteras) ayudaron en la retaguardia a los muyahidín afganos con algo más que servicios exclusivamente médicos.
Aunque puedan no estar tan mancillados por su ayuda a los estadounidenses (como algunos sospecharon), como otras organizaciones no-gubernamentales, al convertir los campos de refugiados camboyanos en Tailandia en bases para la reconstitución de los khmer rojos como testaferros estadounidenses, su historial, sin embargo, justifica anticipadamente el famoso dictamen de Colin Powell sobre las ONG como «multiplicadores de fuerza» de EE.UU.: los servicios de derechos humanos y médicos para amigos y clientes de EE.UU., ninguno para el lado contrario.
El equipaje ideológico de Sarkozy también incluye al abogado empresarial franco-israelí Arno Klarsfeld, un paladín bastante histérico por los derechos de Israel y la defensa de la civilización occidental, así como a los conocidos cazadores de nazis Serge y Beate Klarsfeld. Se presentó como voluntario en 2002 para servir en el ejército israelí y acompañó como miembro a los guardafronteras israelíes en su violenta conducta en los territorios palestinos. Klarsfeld fue el principal candidato de Sarkozy para dirigir el controvertido nuevo Ministerio para Inmigración e Identidad Nacional – una acción comparable con una propuesta de Bush del líder político derechista israelí, Avigdor Liebermann como jefe del nuevo departamento para hispanos, musulmanes y afro-estadounidenses. Por el momento, sin embargo, Sarkozy parece haber reconsiderado este nombramiento excesivamente provocador.
El filósofo André Glucksmann es ampliamente citado como mentor e inspirador del punto de vista «antitotalitario» de Sarkozy: una de las numerosas encarnaciones menores de la visión de Hannah Arendt sobre la infatuación romántica de la alta burguesía francesa con la grandilocuencia de pillastres ideológicos y las titilaciones de la violencia. Durante los años ochenta mercadeó la guerra nuclear como un antídoto contra la adicción europea a la paz, y para salvar la humanidad – y la civilización occidental – del comunismo. Después del colapso soviético, agitó para que Europa se uniera a toda guerra estadounidense o israelí a su alcance contra los «nuevos Hitler» (Milošević, Sadam Husein, Arafat, Assad, etc.) y los «islamofascistas», así como por su tipo de políticas morales contra China «totalitaria» y la «recientemente totalitaria» Rusia.
Estas atracciones, sin embargo, no se limitaron a los salones y medios parisinos: Como interlocutor francés preferido en la crítica de la ausencia de fibra marcial en Alemania, mientras se encontraba en ese país, Glucksmann reemplazó brevemente en la televisión «culta» al muy respetado, aunque liberal y moderado, especialista en relaciones alemano-francesas, profesor Alfred Grosser. En 2002, Grosser había cometido el error bastante mortal de criticar, en lugar de defender, el derecho de Israel de hacer lo que le diera la gana en los territorios palestinos. Desapareció de las pantallas alemanas, como sucedió con muchos de los corresponsales alemanes de los medios públicos que no habían calificado a los palestinos de nuevos nazis.
Ya que la mayoría de los principales partidos conservadores europeos (e incluso algunas corrientes socialdemócratas) hacen cada vez más propaganda sobre el tema de la inmigración en términos del «choque de civilizaciones» y el «nuevo antisemitismo,» han estimulado un interesante cambio de orientación en la extrema derecha con todo el potencial para alianzas abiertas (como en Dinamarca e Italia) o tácitas (como en España).
La extrema derecha (Frente Nacional, Vlaams Belang, Liga Norte, Alianza Nacional, Parti van de Vrijheit, etc.) y su nebulosa de escuadras de matones también han estado activas construyendo puentes con Israel, y la derecha sionista inclinada a la violencia, pero controlada, (Likud Europa, Betar, Liga de Defensa Judía, etc.) en la lucha contra «Eurabia.» Uno podría, por lo tanto, preguntarse si Sarkozy no ha ido algo demasiado lejos en su compromiso de luchar contra el «nuevo antisemitismo» y de defender la «identidad nacional» francesa. En vista de los miles de víctimas inmigrantes árabes, asiáticas y africanas mutiladas o muertas de la violencia racial en Europa Occidental durante los últimos 15 años, – casos poco investigados, sobre los que se informa poco, y que llevan a pocos procesos de los culpables en Alemania, así como en Francia – incluso se podría preguntar si el llamado a las armas contra el aumento del antisemitismo no está mal orientado y si Sarkozy y su círculo no hacen doble trabajo como incendiarios y bomberos.
Pero Sarkozy no es sólo un guerrero civilizacional. Él y sus consejeros – los presidentes de los mayores conglomerados mediáticos y del negocio de los seguros – están comprometidos con una reestructuración radical de la distribución del poder entre el patronato y los sindicatos, entre el Estado y la sociedad, entre los trabajadores y la alta burguesía.
Sarkozy se ha mercadeado como el ejecutor enérgico de un consenso que ha buscado un ejecutor durante algo como los últimos 20 años. La deslegitimación de todo un sistema de protecciones sociales con sus fundamentos institucionales ha estado al centro del equivalente de una campaña de guerra psicológica contra la idea de que existe una reivindicación legítima de justicia social. Después de varias falsas partidas, este programa parece haber encontrado en su persona el eco de «patria, familia, trabajo» de la profunda derecha anterior a la Segunda Guerra Mundial, en lugar de «libertad, fraternidad, igualdad.»
Incluso la dirigencia socialista, no consternada de modo alguno por la derrota de Royal – como lo testimonia su bien publicitado suspiro de alivio – se ajusta al espíritu de la situación. La frase del político del Partido Socialista francés, Dominique Strauss-Kahn, «la bandera roja está en el lodo para siempre» hace que no sorprenda que no hayan sido pocos los votantes que hayan sopesado las ventajas de recibir lo inevitable directamente en lugar de que sea a través de arrebatos, sobresaltos y desorientación.
Ni las elites francesas, ni la canciller alemana, ni EE.UU., están de humor para encarar escrúpulos y vacilaciones à la Royal. Sarkozy, al contrario, tiene la intención, la voluntad, la energía, el apoyo de la clase política, así como la concepción de sí mismo como el hombre adecuado para la tarea, para arrastrar a Francia hacia el buen lado estadounidense. Incluso podrá estarse conformando una «noble competencia» entre Merkel y Sarkozy sobre quién va a trabajar más estrechamente con EE.UU., especialmente ya que Merkel está en desventaja. Carga con un socio social demócrata en la coalición que trata de salvar los residuos de la política rusa de Schroeder, bajo presión de la izquierda pacifista, y lo que es más importante, de un nuevo partido izquierdista no sectario que está penetrando su electorado y la membresía del partido.
Dado el hecho de que la mayoría de la clase política y los medios alemanes están produciendo nuevamente una alta fiebre rusófoba, no hay mucha probabilidad de que esos residuos sean rescatables. En cambio, es posible que Alemania se sume si un acontecimiento catalizador suficientemente fuerte inclina las relaciones con Rusia hacia un esfuerzo de lucha libre para terminar con el «problema ruso.» Mientras tanto, los rusos continuarán como si tuvieran un «socio estratégico» en la persona de Merkel, y Merkel seguirá mostrando su descontento con la reacción de Rusia ante las demandas occidentales – y dejará que los dirigentes socialdemócratas se las arreglen con su nostalgia.
Reajuste de Turquía a su papel adecuado
Una de las iniciativas políticas más interesantes del nuevo tándem alemán-francés podría parecer algo secundario pero es, en los hechos, emblemática, al mostrar lo que vendrá: el reemplazo del horizonte de la UE para Turquía por otro más adecuado para un activo estratégico oriental.
Merkel y Sarkozy dirigen ahora en conjunto una coalición al nivel de la UE orientada contra el cumplimiento de la promesa decenal de integrar a Turquía a la UE en cuanto pueda implementar el acquis communautaire (el cuerpo completo del derecho de la UE). Con la elección de Sarkozy las negociaciones de acceso sin limitación no tienen ninguna probabilidad de seguir siendo ilimitadas y con su ayuda Merkel podrá mostrarse más hábil que su lastre socialdemócrata mientras sigue insistiendo en que negocia de buena fe con Turquía.
Para Merkel, Sarkozy y sus guerreros civilizacionales, Turquía no posee una «vocación» europea, por motivos culturales, cristianos, y occidentales. Merkel promete, en su lugar, una «relación especial» y Sarkozy propone auspiciar una «comunidad mediterránea,» anclada en Turquía, Israel y Marruecos, como barrera geopolítica contra inmigrantes africanos, fundamentalistas islámicos, y como una sede adicional para las ambiciones israelíes.
La cuestión, sin embargo, es cómo hacer que Turquía renuncie a sus aspiraciones en la UE y se ajuste a cualesquiera planes que se hagan para su país. Y el problema principal es, de hecho, que los europeanistas más comprometidos de Turquía se encuentran en el partido Justicia y Desarrollo (AKP) moderadamente conservador y moderadamente religioso de centro-derecha, el primer partido gobernante desde la Segunda Guerra Mundial que es relativamente limpio, bastante competente económicamente, que golpea tenazmente al «Estado profundo» inmensamente corrupto y criminal: el conglomerado de políticos, inteligencia militar, escuadros especiales de la policía, y sus legiones de aprovechadores, asesinos y mentecatos, la mafia turca, los Lobos Grises (es decir terroristas de derecha), terratenientes feudales, y empresas asociadas. Este gobierno trata de secar un pantano en el que los servicios de inteligencia alemanes estuvieron sumidos hasta las rodillas desde los días en los que estaban encargados de servir de chaperones de la coordinación de espionaje «Trident» entre los servicios de inteligencia turco, iraní e israelí.
El «Estado profundo» de Turquía ha sido (y, hasta cierto punto, sigue siendo) el entorno que hizo posible, y con Israel, el centro en el Mediterráneo oriental – para la endogamia del espionaje, del negocio de la seguridad, de grupos terroristas de alquiler, y de operaciones mafiosas. Ha producido los híbridos más fuertes, bastante inquietantes, y más lucrativos, entre los tinglados de operaciones ocultas, subversión, asesinatos y secuestros selectivos, y toda la panoplia de la droga, de la protección, de la cosecha de órganos, de investigación y farmacología clandestinas, la emigración, el trabajo esclavo, las armas y la tecnología, la falsificación de dinero, del lavado de dinero. Unidos con el mundo clandestino de Israel, su alcance llega de los países árabes a África, de Rusia y la Confederación de Estados Independientes a Asia occidental y central y, desde luego, a Europa.
Es lo que el gobierno turco – con un fuerte mandato popular – trata de reformar a fin de ajustarse a los requerimientos de membresía en la UE. El AKP está, por buenos motivos, profundamente comprometido con la UE: por sí mismo sería bastante incapaz de hacer funcionar su mandato de saneamiento, no importa la fuerza de su base electoral. Sólo a través de la UE puede incluso llegar a aproximarse a lo más sagrado de lo sagrado: la prerrogativa pretoriana de los militares turcos. Sus defensores – los partidos de los seculares «turcos blancos» (es decir las elites urbanas) – que consideran que las reformas que impone el proceso de acceso a la UE ponen en peligro su propiedad del Estado – son precisamente aquellos en los que Sarkozy y Merkel se basan para descarrilar las perspectivas de Turquía en la UE.
El «Estado profundo» de los turcos blancos ya entra en acción: de una racha de asesinatos prominentes con un manifiesto trasfondo «fundamentalista», a la amenaza de un golpe de Estado militar, de las manifestaciones con la consigna maliciosa «ni Sharia, ni golpe de estado» (tratando de amancillar al AKP con la brocha fundamentalista), a la colusión entre el presidente en funciones Ahmet Necdet Sezer y la Corte Constitucional (juramentada para mantener la prerrogativas militares) en la provocación de una crisis constitucional para bloquear la elección del popular Ministro de Exteriores Abdullah Gul a la presidencia.
Ya que los principales aliados occidentales de Turquía están decididamente descontentos con los éxitos de la reforma y la creciente seguridad en sí mismo del gobierno del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, Merkel y sus cómplices están empeñados en un juego bastante malicioso de deslegitimar las aspiraciones turcas mediante amenazas veladas y humillaciones. No se trata sólo del juego de cambiar los parámetros del objetivo que Turquía tiene que negociar.
Es el tipo de discusión europea coordinada, orientada a coercer al AKP a que pierda las esperanzas, que dice en efecto: «Nos aseguraremos de que se impida la membresía en la UE de Turquía» (sean cuales sean las repercusiones interiores en la comunidad turca de varios millones en Alemania). También hay que considerar la deslegitimización interna del AKP y el reempoderamiento del Estado profundo, representado ahora por el partido Movimiento Nacionalista (MHP) y el partido político más antiguo de Turquía, el Partido Republicano Turco (CHP) que ha servido tan bien la geopolítica occidental.
Para enredar al gobierno turco, el gobierno de EE.UU. y muchos de los medios europeos aclaman la vocación constitucional de los militares turcos de proteger al Estado secular (implicando de nuevo que el AKP desea convertir a Turquía en un Estado Sharia) mientras, al mismo tiempo, políticos europeos hablan del espectro de la amenaza de intervención militar en la política turca como prueba de que Turquía no es adecuada para la UE. Del mismo modo, «altos responsables europeos» difunden antecedentes sobre cómo una campaña militar contra el PKK en Iraq ejercería presión sobre la OTAN y terminaría las negociaciones de acceso de Turquía porque demostraría que el gobierno turco – que se opone a la intervención – no puede controlar a sus militares. Es un montaje pérfido porque EE.UU. e Israel (con apoyo alemán) hacen todo lo que pueden por fortalecer y utilizar la red iraní del PKK para su campaña por encargo contra Teherán.
¿Pero por qué luchan tanto esas fuerzas por terminar con las perspectivas de Turquía en la UE?
La respuesta no está en la obsesión de los nuevos conservadores y de la derecha con la política de identidad occidental o con la nostalgia de la ampliación. A EE.UU. se le negó el uso del territorio turco para atacar a Iraq desde el norte. Además, Turquía insistió en su prerrogativa del Tratado de Montreux de rechazar un escuadrón naval estadounidense permanente en el Mar Negro. Mantiene relaciones políticas bastante distendidas, y económicas de alto crecimiento con sus vecinos, Siria e Irán. Ha sido acusada de dar largas al tema del gasoducto Nabucco diseñado para llevar gas de Asia Central a Europa y para soslayar el sistema de conductos ruso.
En los hechos mantiene excelentes relaciones políticas y económicas con Rusia mientras ha abandonado la actividad de los años ochenta de subvertir las repúblicas centroasiáticas. Además, disgustó a Israel con sus discretos contactos con Hamas y al enfriar el alcance político de la relación militar y de inteligencia (así como sus expectativas de oportunidades de negocios). Y afectó poderosos intereses con un compromiso más serio con Interpol.
En otras palabras, el gobierno del AKP se esfuerza por disminuir el uso de Turquía como plataforma estratégica para todo tipo de delitos, concentrándose con bastante éxito en el comercio regional y en oportunidades de inversión para mantener el crecimiento económico de Turquía – estabilizando así una creciente clase media de «turcos negros.» Este enfoque, sin embargo, dificulta los esfuerzos de EE.UU. por expandir la amenaza estratégica contra Irán. Aún más importante es que limita el acceso estadounidense al Cáucaso y Asia Central y entraba sus planes de llevar a Ucrania, Georgia y Azerbaiján a una relación militar permanente y mucho más amplia.
En suma: aunque es suficientemente prudente como para haberse ajustado al nivel usual de cooperación de los militares turcos con las operaciones occidentales (de EE.UU., Israel, y Alemania) contra sus vecinos, hizo caso omiso a las exigencias de la estrategia global de Occidente. Sus políticos no hicieron nada por contribuir al «gran juego» de convertir el Cáucaso y Asia Central en una palanca contra Rusia y China. Tampoco hizo lo suficiente el gobierno turco por el resultado a corto plazo, es decir, conseguir el control sobre el petróleo y el gas de Asia Central. Todo esto no produjo amigos del gobierno turco en los sitios apropiados. En su lugar, lo preparó para una cierta variante de una operación de cambio de régimen en la que la campaña contra las aspiraciones turcas en la UE jugará un rol esencial.
Aunque se puede contar con que los militares turcos están siempre dispuestos a un golpe de estado, podría ser difícil hacerlo esta vez sin un nivel inoportuno de violencia (chilenización) ya que el AKP ganó las elecciones de modo resonante. Existen otras opciones que podrían dar lecciones a las fuerzas de la reforma turca sobre líneas rojas y extralimitación. Un breve paseo por el mundo de los recuerdos podría ilustrar lo que es posible.
Una de las más exitosas – y más «ocultas» – de las «operaciones negras» estadounidenses-británicas contra un país occidental, pero neutral, fue realizada en la primera mitad de los años ochenta. En el año 2000, ningún otro que el secretario de defensa de Ronald Reagan, Caspar Weinberger, la desclasificó en una entrevista con la televisión sueca, en el contexto de una investigación del affaire de los «submarinos soviéticos.»
El primer ministro sueco de aquel entonces, Olaf Palme, era una verdadera espina en el costado de Occidente. Aparte de su apoyo al Congreso Nacional Africano y a la Organización por la Liberación de Palestina, era muy vocal en su crítica a las políticas crecientemente peligrosas de confrontación de EE.UU. hacia la Unión Soviética. Su posición gozó de amplio apoyo en la población sueca. Eso cambió de modo bastante dramático con el frenesí a escala mundial sobre la «agresión soviética contra Suecia neutral», cuando aguas territoriales suecas fueron repetidamente «violadas por submarinos soviéticos» y por desembarcos de «fuerzas especiales soviéticas» en la costa sueca. Esas «incursiones» se detuvieron con el asesinato aún no resuelto de Palme en 1986, a pesar de dos intentos fallidos de condenar a un hombre llamado Christer Pettersson por el crimen.
Con una risa burlona satisfecha, Weinberger confirmó que no hubo nada soviético en la violación de las aguas territoriales suecas (los soviéticos «no tenían la capacidad»). En su lugar hubo, ejercicios de rutina «entre la marina sueca y las armadas estadounidense y británica y ya que eran de rutina, el almirante sueco responsable obviamente no vio necesidad de informar a sus superiores o a sus subordinados sobre la naturaleza del «enemigo,»
No fue, en los hechos, un «cambio de régimen» total, sino una operación conjunta de EE.UU. y Gran Bretaña junto con los jefazos de la armada sueca y la inteligencia sueca, conducida contra la política exterior del gobierno sueco. Ya que Suecia ha sido bastante cuidadosa de no cuestionar las políticas estadounidenses – tal vez con la excepción de la muy popular ministra de exteriores Anna Lindh, candidata a ser la siguiente primer ministro. Fue muerta a puñaladas en 2003 por un joven inmigrante enfermo mental.
En esos días, semejantes operaciones llevaron al mundo al borde de la guerra nuclear. Los soviéticos lo vieron comprensiblemente como un indicador crucial de que EE.UU. estaba preparando a sus aliados, y combatiendo a un poderoso movimiento por la paz, para el ataque nuclear preventivo contra la «cada vez más agresiva» y «osada» Unión Soviética.
Una variante actual de una operación semejante, aunque es seguro que tendrá sus propios contragolpes, ciertamente no involucraría ese tipo de riesgo. También tendría en cuenta que los militares y los servicios de inteligencia turcos no son tan monolíticos como solían ser: hay una especie de reacción nacionalista ante el fácil desdén con el que se les daba por seguros. Pero cambiaría definitivamente el horizonte político de Turquía: una política sometida a una «estrategia de tensión» permanente, resistiendo a las aspiraciones democráticas con el poder del Estado profundo. Y desde una cierta perspectiva, es un resultado eminentemente deseable. Convertiría a Turquía en el receptor agradecido de la idea de Sarkozy de una comunidad mediterránea y de la noción de Merkel de una relación especial.
Expertos pesimistas
Podría haber lugar, por supuesto, para un debate de buena fe sobre la implementación del acervo comunitario por parte de Turquía. Es de lo que trataba el proceso de negociación. Es emponzoñado, sin embargo, por la mala fe que caracteriza a la actitud de Merkel y Sarkozy hacia Turquía.
La decadencia de la diplomacia responsable hacia un aliado y el aumento de la demagogia culturalista son síntomas de algo que se podría calificar de una «transición proto-totalitaria» que tiene lugar bajo la guisa de la «guerra contra el terror.» Es dirigida por la decadencia de la responsabilidad y de la pronosticabilidad de la conducción de la política exterior estadounidense. Por lo tanto, para más de unos pocos diplomáticos alemanes – aquellos cuya carrera se inició bajo el antiguo canciller Helmut Schmidt o bajo el ministro de exteriores Hans-Dietrich Genscher, y aquellos planificadores militares que siguen recordando la alarma de guerra de la primera mitad de los años ochenta – no se ve el fin de los problemas.
La incapacidad estadounidense de lograr un entorno internacional más estable, la combinación de la militancia y de la sobre-extensión, ofrecen los términos de referencia para la lobreguez de esos expertos. Por cierto no son corazones que sangran por la paz a todo precio ni son disidentes encerrados en su closet. Tienen una propensión arraigada de ver el mundo como el escenario de «ellos contra nosotros.» Vienen de familias de empleados públicos, académicos, y oficiales militares que son capaces de ver la diferencia entre los mundos «arriba» y «abajo» de la política internacional. En otras palabras, son tan sólidamente «occidentales» o «atlánticos» como se pueda desear. Y también constituyen la primera generación de burócratas alemanes mayores que se han sentido profundamente cómodos con la ausencia de grandes ambiciones de poder y con el papel alemán como un poder civil.
Su enfoque y su reflejo de la experiencia colectiva de Alemania los hacen valorar la estabilidad; por lo menos en la medida de que cualquier contragolpe resultante del uso de la fuerza debiera ser menor que la amenaza que ha sido contrarrestada. Esto, desde luego, puede ser interpretado de modo liberal y no ofrece gran cosa en cuando al manejo de la falta de pronosticabilidad. Pero la prudencia, el escepticismo, y un sentido de auto-limitación a toda prueba crearon los hábitos para navegar en la estela de las políticas de EE.UU. e Israel.
Estos expertos no escriben ensayos, no comparten sus preocupaciones en reuniones de equipo, incluso podrían ni siquiera comunicarlas en ambientes más formales. Sin embargo, la desazón es palpable y son los jubilados los que la expresan, con diferente énfasis y diferentes grados de franqueza. Son hombres como Schmidt, con su reputación de atlanticista que no se anda con rodeos; el ex ministro conservador de defensa, Volker Ruhe; el jefe retirado del equipo de planificación bajo Ruhe, vicealmirante Ulrich Weisser; el ex portavoz de política exterior del grupo parlamentario conservador, Karl Lamers.
Conocen bien a la nueva cosecha de sus homólogos estadounidenses que preparan, controlan o ejecutan con arrogancia las políticas estadounidenses y con la configuración por defecto propensa a la confrontación de la formación de la política exterior estadounidense.
Para una buena cantidad de esos expertos, sin embargo, la indicación más preocupante de que EE.UU. está decidido de arrastrar al mundo a una pesadilla de continua y caótica violencia, es doble: la huida o despido de experimentados profesionales conservadores de la rama ejecutiva del gobierno y la glorificación irrestricta, extrañamente exhibicionista, por parte de numerosos políticos estadounidenses de la capacidad de infligir una violencia desenfrenada.
Se podría agregar una tercera indicación, relevante especialmente para diplomáticos que sirvieron en Oriente Próximo, o para los clasicistas: el saqueo generalizado y la destrucción de 5.000 años de antigüedades mesopotámicas, juzgados a la par con la erradicación española de todos los registros escritos de las civilizaciones mesoamericanas así como del patrimonio cultural de todas las culturas indias a su alcance; y otra que también está al mismo nivel con la quemazón británica de 3.000 años de libros, registros históricos y documentos chinos durante la Segunda Guerra del Opio. Esta barbárica falta de respeto por uno de los patrimonios más importantes de la humanidad dice mucho sobre la mentalidad que quedó al descubierto en esta guerra.
Existe la conciencia de que los obstáculos institucionales han sido deshabilitados y con ellos su valor para las carreras en cuanto a un sentido saludable de la necesidad de emplear cuidadosamente el poder de EE.UU. – de reconocer sus limitaciones ejecutivas, legales y políticas. Pero desde los años setenta, una paciente construcción de alianzas de aventureros ideológicos, miembros de los think tanks y periodistas, se ha desarrollado sigilosamente a través de las instituciones, utilizando y siendo utilizada, combinando las fantasías de redención, venganza, saqueo, y control sobre el mundo, en un programa de acción para emplear el poder estadounidense.
El estilo deja traslucir el carácter. Ya que las ambiciones de esos ideólogos son mucho mayores que su educación, se lisonjean hasta llegar a creer que son los Nuevos Romanos, que escriben la historia en una escala aún mayor que Tito Livio, y su vanidad espera lograr temor reverencial, no razón. Pero están escenificando la versión grand guignol del imperio cuyos puntos de referencia podrían ser Salustio, Petronio o Procopio, que criticaron severamente, o ridiculizaron, o se desesperaron ante la corrupción y las pretensiones de su personal.
Es la notable falta de decoro, la puesta en escena intencional de un lenguaje de matones, rico en amenazas e insultos, la enconosa hipocresía, la exhibición ligeramente desquiciada de mala fe en lugar de diplomacia y persuasión, lo que ha convencido incluso a algunos de los optimistas que pensaban que podría tratarse «sólo un período de mala suerte,» de que los días malos han llegado para quedarse.
El temor tras gran parte de la intranquilidad tiene que ver, desde luego, con recuerdos de lo que sucede cuando los resentimientos y los sueños de omnipotencia de una clase política son secuestrados por los que prometen satisfacerlos en una escala histórica.
Durante la Guerra Fría, hubo siempre un sector demente, aunque bien conectado, que gravitó hacia políticas estratégicas estadounidense: por ejemplo: Edward Teller con su noción de rescatar la parte «valiosa» muy pequeña de la humanidad en las profundidades de las minas a fin de volver a replantar el mundo después de una guerra nuclear; Sidney Hook con su convicción de que la creencia occidental en lo trascendental le otorgaba la ventaja crucial de la guerra nuclear por sobre los comunistas que sólo creían en aquí y ahora; los psicópatas dentro de la CIA, como Sidney Gottlieb quien dirigió el programa MKULTRA de control de la mente de la agencia, o el jefe de la contrainteligencia James Jesus Angleton; y los numerosos milenaristas en la Casa Blanca, los militares, en el Congreso, y en think-tanks, que se proponían una resolución apocalíptica para las incertidumbres aparentemente interminables de la Guerra Fría. Pero al fin, mentes más sabias prevalecieron – aunque apenas.
No duró. La clase política estadounidense parece haber sacado todas las conclusiones falsas del fin de la Guerra Fría y el desmembramiento de la Unión Soviética. Su cómodo paseo hacia la hegemonía global permanente simplemente no sobrevino. Por lo tanto, la frustración y el ansia de venganza se han convertido en los principales impulsos de las políticas de EE.UU. Los eventos del 11-S pusieron en la mira su disfuncionalidad común, pero no constituyen su causa de fondo.
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Parte 2: Maquinaria rota: Fuerzas que se oponen o incluso parecen cuestionar los intereses de EE.UU. enfrentan una simple alternativa: «Nosotros o el caos.»
Axel Brot es el seudónimo de un analista de defensa y ex responsable de los servicios de inteligencia alemán.