Ocho países sudamericanos decidieron embarcarse en un nuevo proyecto de cooperación regional. Sin embargo, las visiones cortoplacistas y el carácter excluyente de la nueva organización dejan serias dudas sobre su utilidad para resolver los problemas de la región. Por
Una buena parte de la biblioteca sobre el regionalismo sostiene, casi como un mantra, que el rumbo errático de la integración en América Latina se debe a dos grandes problemas: la poca disposición a ceder soberanía para conformar instituciones supranacionales y la alta propensión a crear instancias regionales sin desechar las anteriores, lo que genera una superposición de siglas cada vez mayor. «Latinoamérica tiene tantas cumbres que parece una cordillera», dijo una vez el presidente de Chile Sebastián Piñera.
Los traspiés que viene sufriendo la Unión Europea -símbolo por excelencia de la integración supranacional- hicieron que el primero de estos argumentos perdiera fuerza en los últimos tiempos. Queda, entonces, la superposición. Ahora bien, aunque minoritaria, otra parte de la biblioteca sostiene que la superposición de organismos puede ser algo positivo, ya que ofrece un amplio menú de opciones institucionales para elaborar políticas regionales. Sumado a esto, segmentar las agendas en distintos organismos permite sortear las lógicas de suma cero que supone concentrar todo en un solo lugar.
El pasado 22 de marzo, ocho países sudamericanos decidieron conformar un nuevo mecanismo de integración regional: el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur). La iniciativa, promovida por los gobiernos de Chile y Colombia, fue secundada luego por Argentina, Brasil, Ecuador, Guyana, Paraguay y Perú. Según consigna su declaración inaugural, el organismo pretende conformar «un espacio regional de coordinación y cooperación en materia de infraestructura, energía, salud, defensa, seguridad y manejo de desastres naturales». Para lograr eso, se propone un «marco institucional flexible y un mecanismo ágil de toma de decisiones». Como requisito excluyente para participar, agregan, es necesaria «la plena vigencia de la democracia, la separación de poderes del Estado y el respeto a las libertades fundamentales».
Teniendo en cuenta lo anterior, Prosur representa una anomalía para las dos bibliotecas del regionalismo latinoamericano. En primer lugar, su creación no significa agregar una nueva sigla al rompecabezas de la integración latinoamericana, sino reemplazar a otra existente: la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Es cierto que este tipo de sustituciones no son algo novedoso en la historia latinoamericana. Por caso, la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) reemplazó a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en 1980, y la Comunidad Andina de Naciones (CAN) hizo lo propio con el Pacto Andino en 1996. Lo distintivo, en este caso, es que Prosur fue creado sobre la impugnación de su antecesor: los países abandonaron la Unasur aduciendo que era un bloque con «exceso de ideologismo y burocracia». Estos argumentos resultan poco sustentables, si se tiene en cuenta que una de las características de la Unasur es haber sabido congregar diferentes feligresías ideológicas, políticas y económicas. A lo largo de una década, convivieron economías abiertas con modelos estatistas; gobiernos antiimperialistas con gobiernos proestadounidenses; líderes populistas con presidentes republicanos.
Tampoco puede decirse que la Unasur haya sido diseñada con estructuras rígidas y burocráticas. En todas las declaraciones presidenciales -desde la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN) hasta la conformación de la Unasur- se menciona la necesidad de articular una institucionalidad flexible y evitar así la duplicación y superposición de esfuerzos. El uso extendido de la diplomacia presidencial y la creación de solo tres instancias permanentes -la Secretaría General, el Centro de Estudios Estratégicos de la Defensa y el Instituto Sudamericano de Gobierno en Salud- son reflejo de ello.
De lo anterior se concluye que, en lo inmediato, Prosur no se propone agregar un nuevo plato al menú de organismos regionales, sino restringir los comensales según la afinidad ideológica. Si, como se dijo más arriba, la Unasur contuvo diferentes formas de mirar el mundo, Prosur carece de pluralidad: todos sus integrantes comparten lo que Roberto Russell y Juan Tokatlian denominan lógica de política exterior de aquiescencia. Esto es, aceptar la condición subordinada de América Latina en el sistema internacional y acoplarse a los intereses de Estados Unidos, creyendo que con eso se obtendrán mejores dividendos materiales y simbólicos. En materia de integración regional, la aquiescencia significa abstenerse de participar de esquemas colectivos que puedan afectar la relación privilegiada con Washington.
Esta reconversión hacia un regionalismo alineado con Estados Unidos se hace evidente en el abandono de las agendas «autonómicas» que caracterizaron a la Unasur. La primera se plasmó en el desarrollo de mecanismos endógenos para resolver conflictos. Así fue durante la tentativa secesionista en Bolivia (2008) o frente al intento de golpe de Estado en Ecuador (2010). «Soluciones regionales a los problemas regionales», se repetía por entonces. La exclusión de Venezuela del nuevo organismo y la elección de instancias como la Organización de Estados Americanos (OEA) y el Grupo de Lima muestran, en cambio, una mayor sintonía con Estados Unidos a la hora de abordar las coyunturas críticas de la región.
La otra vertiente autonómica de la Unasur estuvo en el área de seguridad, a través de la creación del Consejo de Defensa Suramericano (CDS). Ideado para construir una identidad de regional de defensa, el CDS impulsó iniciativas orientadas a reducir la dependencia -doctrinaria, logística y tecnológica- de los países desarrollados. Los gobiernos fundadores de Prosur, sin embargo, han optado por adscribir sin reparos a la política de seguridad hemisférica de Washington, basada en la lucha contra las nuevas amenazas y la militarización de la seguridad interior.
Otro aspecto novedoso de la creación de Prosur es la nula incidencia de Brasil en el rearmado de la geopolítica regional. Desde que en 1994 Itamar Franco intentara -sin suerte- conformar el Área de Libre Comercio Sudamericana (ALCSA) como contrapeso al proyecto hemisférico de Estados Unidos, todas las iniciativas subsiguientes orientadas a consolidar a América del Sur como un espacio político y económico estuvieron impulsadas desde Brasilia. Incluso, podría decirse que incluso la tan mencionada «convergencia» entre el Mercosur y la Alianza del Pacífico tuvo al gobierno brasileño de Dilma Rousseff como uno de sus principales motorizadores. Este hiato del gigante sudamericano revela dos cosas: por un lado, que el declive internacional brasileño no detiene su curso. Pero, por el otro, revela que el proyecto sudamericanizador cobró vida más allá de su creador. La paradoja, en este caso, es que ni Franco, ni Fernando Henrique Cardoso ni Luiz Inácio Lula da Silva imaginaban transformar a Sudamérica en una instancia de subordinación y aceptación del statu quo internacional, sino más bien en un actor global que sirviera para fortalecer el margen de negociación de la región.
En definitiva, parece poco lo que puede aportar el Prosur a la integración sudamericana. El argumento de que es una instancia que carece de la ideologización y la rigidez institucional de su antecesora no solo es difícil de sostener con evidencia, sino que tampoco parece ser una explicación verosímil para el resto de los actores regionales. Paradójicamente, Uruguay rechazó integrarse a Prosur alegando que es un proyecto ideológico y que «los problemas de la integración no se resuelven creando nuevos organismos». Por otro lado, reemplazar un organismo plural e inclusivo por otro limitado a gobiernos afines impide desarrollar mecanismos efectivos de resolución de conflictos y espacios abarcativos desde los cuales consensuar mínimos denominadores comunes.