La división de la UE ante Irak ha sido estrepitosa. En un mundo que ha marginado a la ONU, Europa necesita tener una diplomacia colectiva
La UE se inventó para poner fin en cierto modo a la política exterior intraeuropea, para acabar con el proceso de relaciones, coaliciones y conflictos entre los países de Europa. Proceso que había conducido, en 1914 y 1939, a los dos grandes cataclismos de las guerras mundiales que amenazaron con destruir para siempre el Viejo Continente. La economía, el comercio y sus dinámicas de la integración debían sustituir la política extranjera. Por eso el tratado de la Unión se firmó, en 1960, sin incluir en ningún momento un capítulo diplomático. Y mientras duró la guerra fría, fue la OTAN quien se encargó de la defensa europea.
Ese defecto de nacimiento explica en parte las carencias de la acción diplomática exterior de la UE. Pero también hay que considerar que la Unión es una suerte de club de escaldados, de inválidos de los asuntos exteriores. Entre los seis primeros fundadores se encuentran los dos vencidos de la guerra mundial, Alemania, que además había perdido entonces la mitad de su territorio, e Italia, despojada de sus posesiones exteriores (Eritrea, Etiopía y Libia). De los otros cuatro miembros, tres acababan de perder casi todo su imperio colonial: Holanda, desposeída de Indonesia; Bélgica del Congo, y Francia, derrotada en Indochina y perdiendo Argelia. El último de los fundadores, Luxemburgo, es ya de por sí frágil.
Desde su origen, pues, la UE es una suerte de asociación de víctimas de la política exterior a la que vendrán a integrarse otros tullidos como el Reino Unido, que también había perdido su glorioso imperio de ultramar. Y luego Portugal y España, ya sin colonias, y humilladas además, igual que Grecia, por sus largas y feroces dictaduras. En fin, vienen después todos los estados pequeños, vulnerables y casi desarmados, como Irlanda, Dinamarca, Suecia, Austria o Finlandia, que en plena guerra fría no poseían los recursos militares para poder defenderse y que buscaban alianzas (como la OTAN y la UE) para preservarse.
Estas mismas lógicas son las que han conducido a 10 nuevos estados a adherirse a la UE en mayo. Todos apuestan a que la prosperidad y la democracia garanticen mejor que cualquier recurso de política exterior su estabilidad. Hasta hace muy poco, la UE no tenía siquiera instituciones encargadas de darle sentido a una política exterior colectiva.
También aquí la historia explica esa carencia. Al no existir capítulo diplomático, hasta el Tratado de Maastricht cada país continuó con su propia tradición diplomática como una marca de su soberanía. Así el Reino Unido sigue privilegiando sus relaciones con el Commonwealth y con EEUU; Francia se vuelca en sus excolonia africanas y en los países de lengua francesa, y España hace lo mismo con los países latinoamericanos y, por razones de vecindad, con el Magreb.
La dificultad de poner a punto una política exterior común de la UE reside en esa cacofonía. Todo cambió con la caída del muro de Berlín y la implosión de la URSS. Al desaparecer el adversario, se modificó la visión estratégica. Y se vio la nocividad de permitir que cada miembro de la Unión mantuviese su propia política extranjera. Así surgió el drama de los Balcanes con Alemania y Francia divididas y adoptando políticas contradictorias con respecto a la ex-Yugoslavia. Pero esa tragedia, la de las guerras étnicas, ha servido para poner a punto un embrión de política exterior y de seguridad común (Pesc).
Se creó el cargo de representante de la Pesc, que ocupa con cierta autonomía Javier Solana, y que respalda a la tradicional troika diplomática europea. Hoy la única área en la que existe una verdadera política exterior europea es en los Balcanes, en cooperación con EEUU. Está dando resultados y favorece la perspectiva de integrar en el plazo de 10 o 12 años a los países de la región (Croacia, Bosnia, Serbia-Montenegro, Macedonia y Albania) en la Unión.
La tesis de la UE es que la mejor manera de garantizar su seguridad es estar rodeada de países bien gobernados, prósperos, pacíficos y democráticos. Por eso su tendencia hasta ahora ha sido integrar (o prometer integrar) a sus vecinos en el paraíso europeo. Ensanchando sin cesar su entorno de estabilidad. Pero un día las fronteras geográficas de Europa se alcanzarán. ¿Y qué se hará entonces?
La acción exterior de la UE no ha funcionado para la crisis de Irak, con una división estrepitosa. Y también se nota en su escaso peso en Oriente Próximo y en el conflicto entre Israel y los palestinos. O frente a los graves problemas ecológicos y sociales del planeta.
En el mundo de mañana, con una ONU marginalizada, y dominado por una geopolítica de continentes (América del Norte, China, India, Rusia, Europa) una verdadera política exterior sólo será concebible si se apoya en un aparato de defensa creíble. Que Europa aún no posee. ¿Hasta cuándo?