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¿Qué significa el golpe de Estado de Honduras?

Fuentes: Rebelión

La destitución inconstitucional del presidente hondureño Manuel Zelaya es un hecho que nos obliga a pensar qué implicancias tiene todo esto para el campo popular en el mediano y largo plazo. De acuerdo a como están las cosas en este momento, podría llegar a ser posible que el depuesto presidente sea restituido en su cargo, […]

La destitución inconstitucional del presidente hondureño Manuel Zelaya es un hecho que nos obliga a pensar qué implicancias tiene todo esto para el campo popular en el mediano y largo plazo. De acuerdo a como están las cosas en este momento, podría llegar a ser posible que el depuesto presidente sea restituido en su cargo, dado la respuesta de los distintos gobiernos desconociendo al nuevo mandatario surgido de la asonada, o mandatario paralelo, de acuerdo a la compleja situación jurídico-administrativa creada. Lo importante, para lo que debe servirnos todo este oscuro capítulo, es para sacar conclusiones útiles en un futuro escenario a quienes seguimos pensando que otro mundo es posible, para quienes seguimos apostando por algo más allá de estas «democracias vigiladas», estos «simulacros de democracia» asentados en enormes masas de pobres a los que se les enseña sólo a agachar la cabeza. Todo esto, obviamente -lo de Honduras lo reafirma- no es democracia.

Por lo pronto, para todas las fuerzas progresistas y para el campo popular -de Honduras, obviamente, pero también para toda América Latina, o el mundo- es una pésima noticia. Deja entrever que las estructuras políticas sobre las que se asentaron todas las dictaduras que marcaron la historia latinoamericana a través de décadas, no han desaparecido. Si alguien osó pensar en algún momento que en el continente se habían registrado cambios profundos en esa estructura, este golpe viene a demostrar lo contrario. Nada ha cambiado en lo profundo, y las relaciones de fuerza no se han alterado. Los grandes propietarios nacionales (terratenientes tradicionales y empresariados modernos, a los que se pueden sumar las nuevas aristocracias ligadas al nuevo capitalismo crecido en torno al negocio del narcotráfico) siguen siendo tan reaccionarios como décadas atrás, y cuando existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, que su situación de privilegio pueda ser siquiera rozada, reaccionan monolíticamente por olfato de clase. Reaccionan liquidando lo que se les ponga delante, castigando al presunto «comunista» de turno, al que ose ya no cuestionar su poder (léase expropiaciones, reforma agraria) sino intentar algunos cambios cosméticos, por superficiales que sean.

Pasó en Venezuela con el intento de golpe a Hugo Chávez en 1992 por sus medidas populares, pasó y sigue pasando en Bolivia cuando la llegada al gobierno del aymará Evo Morales, quien habla un lenguaje popular, pasó en Guatemala con Álvaro Colom, a quien se le fabricó el famoso video que lo incrimina como asesino por tener un barniz progresista; en otros términos, las derechas (tradicionales o emergentes), que siguen detentando las mismas cuotas de poder económico de siempre, siguen estando al acecho en términos políticos, y si algo significa que pueden ponerse en algún peligro sus privilegios históricos, actúan (¿para qué, si no, siguen estando las fuerzas armadas?)

De todos modos sería miope no ver que también en estas últimas décadas, de la mano de los furiosos planes neoliberales, vinieron también aires modernizadores en los aspectos políticos: las dictaduras son vistas como cosas del pasado, dinosaurios que no deben volver, y todos los países de la zona hablan un nuevo lenguaje «democrático» que cuestiona regímenes o procedimientos anticonstitucionales.

Eso fue lo que todos los sectores fuera del país, en Latinoamérica y en el resto del mundo, dijeron inmediatamente luego del golpe de Estado de Honduras, incluido el gobierno de Estados Unidos. Hoy día podríamos estar tentado de decir que es un avance en la cultura política extendida globalmente el hecho que ya se hayan instaurado los sistemas democráticos parlamentarios, habiéndose relegado al olvido las dictaduras.

Pero los sucesos de Honduras muestran que eso no es tan así. Enseñan, por el contrario, que los procesos democráticos que vienen desplegándose en Latinoamérica en estos últimos años son totalmente cosméticos, asentados en pies de barro. Son, por el contrario, las salidas políticas no cruentas que Washington ha venido imponiendo desde hace unas tres décadas para la región, no porque realmente hay una mayor salud política y una efectiva participación popular en la toma de decisiones sino porque las dictaduras ya no le eran funcionales para su estrategia continental. «Democracias de baja intensidad», como se les ha llamado.

Las fuerzas reaccionarias, si bien estos últimos años no han tenido todo el protagonismo de décadas atrás, ahí siguen estando y no han retrocedido un milímetro en su cuota de poder.

Podría decirse que incluso la Casa Blanca viene teniendo un nuevo discurso político últimamente, y hoy día no avala golpes de Estado como fue su costumbre durante todo el siglo XX. Sí y no. De hecho el presidente Barak Obama desconoce -al menos de momento- el quiebre de la institucionalidad en Honduras y al mandatario paralelo Roberto Micheletti. Aunque también se ha denunciado ya que algunos actores golpistas mantuvieron contactos con miembros de la embajada estadounidense en Tegucigalpa antes de la movida que alejó de la presidencia a Zelaya. Por supuesto, no son noticias oficiales, pero no sería nada improbable que, una vez más, Washington mantenga un doble discurso, diciendo algo oficialmente y avalando otras vías por lo bajo.

El caso de Honduras muestra que hoy se habla otro lenguaje político y nadie puede invocar ni saludar alegremente un golpe anticonstitucional. Pero muestra también que patéticamente, más allá del repudio de los distintos gobiernos, los pueblos siguen estando indefensos frente a los poderes de hecho: unos cuantos tanques de guerra puestos en algunas ciudades, el corte de energía y una buena campaña mediática siguen siendo muy difícil, cuando no imposible, de enfrentar por las grandes mayorías populares. ¿Qué se avanzó realmente en el campo popular con estos simulacros democráticos? Muestra que el mismo sigue estando a merced de las acciones criminales de la derecha, la cual puede con mucha facilidad montar los escenarios necesarios para golpear con contundencia. Muestra que, más allá de las buenas intenciones de un «nunca más» que circuló por el continente luego de retiradas las últimas dictaduras el siglo pasado, nada garantiza con simples declaraciones políticas que efectivamente nunca más puedan repetirse escenarios de represión, de sangre y de guerras sucias internas.

Quizá los mecanismos íntimos del golpe de Estado de Honduras tengan que ver con situaciones muy coyunturales del país centroamericano, con elementos muy propios de su historia particular no generalizables al resto de la comunidad latinoamericana. Pero también significa, en definitiva, que la lucha popular sigue estando al rojo vivo, y que si bien hoy día no se menciona en forma explícita la ideología de la Guerra Fría que marcó a sangre y fuego buena parte de la historia del siglo XX, todo ello sigue estando en los cimientos mismos de nuestra sociedad global, tan antidemocrática e injusta como décadas atrás. Muestra, lamentablemente, que no es cierto que «nunca más» puedan volver a repetirse situaciones de represión feroz. Todo lo cual obliga a seguir viendo cómo se alcanza ese «otro mundo» de mayor justicia que anhelamos. Lo de Honduras nos debe servir, nos debe obligar a pensar entonces cómo se construye ese «otro mundo».