En tiempos de avance del autoritarismo y la extrema derecha, las restricciones a la vida social y política francesa dificultan al extremo la capacidad de discusión y organización. La vida universitaria en la encrucijada.
I.
Con colosal éxito de taquilla, en 1980 François Truffaut estrenó El último metro. Protagonizada por Catherine Deneuve y Gérard Depardieu, la película envejeció como un zoquete y ni la voz grácil de Depardieu flotando en Netflix hoy salva esta historia de dramaturgo judío que debe vivir la ocupación nazi de París escondido en el sótano de su teatro, mientras en la superficie del mundo Depardieu confecciona artefactos explosivos para la Resistencia, interpreta el papel de galán nórdico que arrastra el ala a Deneuve (esposa del dramaturgo), desafía a pelear en la vereda al periodista de la infame publicación colaboracionista Je suis partout y, efectivamente, enamora a la dama.
Para algunos, esta película habrá perdurado en la memoria por los dos o tres minutos iniciales, en los que una voz en off avisa que durante la ocupación de París el régimen nazi había instaurado el toque de queda, que la gente se apresuraba a volver a sus casas antes de las 23.00 y que para eso debía correr para no perder el último metro, al salir de las salas de cine y de teatro, durante la Ocupación más repletas que nunca. En 1980, si uno conocía escasamente lo que estaba sucediendo en Montevideo –durante la dictadura uruguaya, la afluencia feliz y numerosa de espectadores a Cinemateca, a las salas de teatro y a los recitales de música– sorprendía enterarse de esa coexistencia entre ocupación nazi/ansias de ensoñación/toque de queda.
II.
El toque de queda en español, el couvre-feu en francés, es una institución medieval. La etimología atribuida en francés refiere el momento en el que, al caer la noche, las campanadas de la iglesia obligaban a «cubrir el fuego», es decir, a apagarlo o ahogarlo, para impedir que las viviendas de madera se incendiaran. Menos altruista, la llamada a apagar y guardarse constituía una forma de disciplinar a la población, separando nítidamente el espacio de la luz y el trabajo productivo del espacio de la oscuridad y el descanso impuesto.
A partir del siglo XVIII, la iluminación de las calles de la ciudad también participa en el cambio del imaginario ligado a la noche, que ya no será el lugar de todas las amenazas de las que hay que protegerse, como dice la Iglesia, sino que será «la noche, pozo suave» de Idea Vilariño; o «la noche retinta» de Onetti; o la noche como espacio por el que se «viaja hasta su final» de Céline; o la noche del Claro de Luna de Debussy (por pensar sólo en el siglo XX y saltearnos los Balzac, los Gabriel Gauny, los Chopin y otros nocturnos).
Desde entonces, el couvre-feu es un recurso concentrada y explícitamente militar, de continuación de la política. En Francia, antes de los nazis, los prusianos lo impusieron a los habitantes de París en la guerra de 1870. Luego de los nazis, en Francia, fue impuesto por el Estado francés a los habitantes musulmanes, durante la guerra de liberación de Argelia. Los miles de argelinos que manifestaron desde los cantegriles en los que vivían en Nanterre hasta el centro de París, el 17 de octubre de 1961, y que fueron masacrados (se ignora con exactitud el número de muertos: la Policía de choque francesa los tiraba al Sena), así como también los ocho comunistas franceses apaleados a muerte por la Policía en el metro Charonne en febrero de 1962, todos ellos precisamente manifestaban contra el colonialismo francés que imponía el couvre-feu a los argelinos musulmanes instalados en Francia, considerados en su totalidad como peligrosos sospechosos de ser partidarios de la independencia de su país.
El couvre-feu impuesto por Emmanuel Macron como continuación del confinamientoen noviembre de 2020 y hasta hoy vigente en Francia se inserta en la retórica marcial de la guerra contra el covid-19; el confinamiento y el toque de queda son las dos armas que pregonadamente derrotarán al enemigo virósico (se suman, claro está, los tapabocas y el distanciamiento).
III.
A casi un año de declarada la guerra al SARS-CoV-2, el paisaje está en ruinas. En los aledaños del Estadio de Bercy, en donde hay megaespectáculos deportivos y musicales –a veces canta Roberto Carlos–, decenas de bares, pubs y restaurantes tienen baja la cortina; no muy lejos, la Cinémathèque française se congeló con un anuncio de un ciclo sobre Louis de Funès.
En los alrededores de Notre-Dame de París, lo que no pudo el incendio lo pudo el 2020: decenas y decenas de negocios, que vendían toneladas de chucherías sacras o profanas a quienes se acercaban a mirar la reconstrucción de la catedral, hoy bajaron las cortinas y en las calles circundantes se posó un silencio como nunca hubo en la barullenta Notre-Dame. Cruzando al sur, en rue de La Harpe o rue de la Huchette, las decenas de puestos de comida que alimentaban al paso y a bajo costo a millones de turistas, también, puerta a puerta, bajaron las cortinas.
Por el bulevar Saint-Michel, frente a la plaza, esperan noticias cortantes: el cierre definitivo de Gibert Jeune, la gran librería fundada en 1886 por Joseph Gibert, un profesor de letras clásicas que tuvo la buena idea de vender libros usados a escolares y liceales, en épocas en las que la enseñanza se había hecho legalmente obligatoria. De hecho, Gibert Jeune, tal como fue conocida durante casi 100 años, resultó del desentendimiento entre los dos hijos del fundador, quienes en 1929 decidieron separarse y tener cada uno su librería: Gibert Jeune, cerca del Sena, con sus bolsas y envoltorios amarillos, y Gibert Joseph, más cerca de la Sorbona, con sus envoltorios azules. Difícil no conocer Gibert Jeune, si uno buscaba buenos libros usados, fueran o no para los programas escolares. Terminaron con la librería, que venía tecleando desde hacía tiempo, el confinamiento y la vida en plataforma que este trajo.
Un poco más arriba, subiendo por el bulevar Saint-Michel, también cerró ya sus puertas Boulinier, otro librero y disquero especializado en libros y vinilos muy buenos y muy baratos. Nada hay de novedoso en esto: hace ya mucho que sin mayor conmoción cerraron sus puertas –y fueron reemplazados por comercios de pilchas– muchos cafés y librerías que, en el Barrio Latino, estaban estrechamente vinculados con la vecindad de la Sorbona y con la instalación de las primeras imprentas/editoriales/librerías en sus inmediaciones, en 1470.
IV.
Se sabe, en Francia como en Uruguay, el confinamiento atacó la dimensión más política de la sociedad: la enseñanza universitaria (véase al rector Arim ofreciendo locales universitarios a la ANEP…), la actividad artística, la vida social. Tanto en Francia como en Uruguay, se salvaguardó la vida electoral, permitiendo que las personas concurrieran a votar, pero se atacó todo lo que supusiera actividad autónoma del espíritu, oportunidad para el pensamiento, para la crítica.
En Francia, el couvre-feu es, en este sentido, ejemplar. No sólo, como en Uruguay, está aprovechándose la epidemia para convertir la enseñanza universitaria en cursos a distancia destinados a acreditar títulos universitarios más o menos truchos («diplomas Zoom», los llaman en Francia), sino que también se cierran los lugares en los que habitualmente las personas se reúnen para hablar de lo que no encaja perfectamente con lo doméstico y familiar: lo que en mayor o menor grado nos incumbe a todos por igual, lo que nos llama a todos, lo que tendrá efecto en todos, independientemente de las inserciones familiares, profesionales o barriales que se tengan: la política, en su sentido más amplio, noble y poético. Estoy refiriéndome al cierre de los cafés y restaurantes.
En París, desde fines del siglo XVII, se hizo política en los cafés y restaurantes; Le Procope, que reclama ser el más antiguo de la ciudad, recibió a lo largo del siglo XVIII a quienes inspiraron la Revolución, a quienes pensaron y decidieron en la Revolución: Voltaire, Diderot, D’Alembert, Danton, Marat, Robespierre, Camille Desmoulins, y muchos jacobinos y cordeleros menos célebres que se reunían regularmente en Le Procope, pero también a Benjamin Franklin, a Musset, Verlaine y Anatole France. En el Café de la Régence, se conocieron Karl Marx y Friedrich Engels; desde antes, era centro europeo de ajedrez y allí se reunían los enciclopedistas (Diderot sitúa su extraordinario diálogo El sobrino de Rameau en el Café de la Régence); luego, César Vallejo lo visitó y lo celebró.
Claro que no todos los cafés de la ciudad son Le Procope o Le café de Flore o La closerie des Lilas; claro que no. Tampoco todos los parroquianos son Marat o Diderot o Simone de Beauvoir o Sartre o Boris Vian o Hemingway. Los nombres célebres sólo ejemplifican una actividad política sobre todo admirable por la magnitud de los anónimos que la protagonizaron, a saber, la actividad política que se desarrolla mediante el intercambio instruido por las lecturas, mediante el disenso fundamentado por la reflexión, mediante una sensibilidad que busca perseverar en su novedad. Hoy, las prácticas universitarias y artísticas directamente basadas en este ejercicio de la política y del disenso se encuentran atacadas frontalmente por el confinamiento y el couvre-feu.
V.
Contrariamente a lo contado por El último metro, este couvre-feu, tan político como el impuesto por los nazis –aunque pretenda proteger de un enemigo puramente biológico–, arrasa con la vida política, es decir, con las salidas al teatro, al cine, a los museos, al café o a la facultad. Sin duda, a pesar de todo se tejen formas mínimas que procuran rehacer el lazo estropeado, la vida mutilada: rato antes de que comience, en los minutos que separan el fin precoz de la jornada (18.00 horas) y la vuelta a la casa, las personas se agrupan en torno a algún tablón improvisado en la vereda en el que los dueños de los cafés sirven a los parroquianos fugaces un vino caliente o una cerveza, pretexto para entablar una breve charla y rehacer algo de la sociabilidad suspendida.
Sin duda, y contrariamente a Uruguay, son constantes y abundantes las denuncias de los efectos destructivos que tiene la teleenseñanza. Destructivos de los conocimientos, sometidos a un simulacro en el que ni los más voluntariosamente obsecuentes pueden creer; destructivo del equilibrio subjetivo de estudiantes y docentes, aislados tras las pantallas; destructivos del tejido social, hecho de presencias con las que se consiente y de las que se disiente. Asiduamente, la prensa publica tribunas en las que docentes y estudiantes plantean la urgencia de volver a la enseñanza universitaria presencial.(1)
Como a menudo, es imposible pronosticar en qué desembocará esta vida cercenada. Si la retracción del consumo y el cierre masivo de los comercios pequeños hacen temer un avance marcado de la derecha extrema, atenta a las penurias de quienes están pagando el pato del crecimiento sideral de las ganancias de los grandes de Internet (Google, Amazon, Facebook, Apple, etcétera), de los laboratorios farmacéuticos y de la banca, la retracción de la vida política que impuso el confinamiento y el couvre-feu vuelven arriesgado cualquier pronóstico.
Nota
1. Como ejemplo, remito a Barbara Stiegler, profesora asociada de Filosofía Política y directora del programa de maestría Atención, Ética y Salud de la Universidad de Bordeaux Montaigne: «La vida en Pandemia: ¿una extraña derrota?».