Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández y Beatriz Morales Bastos
Una oleada de revueltas contra la política de austeridad neoliberal barre América Latina desde Chile a Ecuador. Las elecciones han devuelto a los peronistas al poder en Argentina y la crisis política ha vuelto a Bolivia bajo Evo Morales. Brasil continúa a la sombra de Jair Bolsonaro, pero, ¿hasta qué punto es duradera su política de extrema derecha y qué nos enseña el auge de la derecha por toda la región? Ashley Smith habló con Jeffrey R. Webber acerca de los orígenes, la política y las trayectorias de estas luchas.
Webber es autor de varios libros sobre América Latina, como Red October, From Rebellion to Reform in Bolivia yThe Last Day of Oppression and the First Day of the Same. Actualmente es profesor titular en Goldsmiths, Universidad de Londres, y en enero de 2020 empezará a ejercer como profesor asociado en el Departamento de Política de la Universidad de York, Toronto. Webber trabaja en estos momentos en su nuevo libro, The Latin American Crucible: Politics and Power in the New Era, que va a publicar Verso.
Una nueva serie de revueltas de masas ha conmocionado al mundo. En América Latina y el Caribe han estallado protestas en Haití, Ecuador, Perú, Argentina y Chile, por nombrar solo unas cuantas. ¿Cuáles son las raíces económicas y políticas de estos levantamientos?
Cada caso tiene unas dinámicas políticas particulares que hay que estudiar detalladamente, pero el origen de todas ellas está en las repercusiones regionales que ha tenido la crisis global del capitalismo que empezó en 2008. Mientras que la crisis afectó inmediatamente a México, América Central y el Caribe debido a su profunda integración en el mercado estadounidense de diferentes maneras, el impacto en América del Sur se produjo más tarde.
En esta subregión de América Latina el crecimiento se mantuvo gracias a que tiene unos vínculos más profundos con el nuevo centro de acumulación global, China, lo que contribuyó a mantener altos los precios de las materias primas en el caso de productos de exportación clave de América del Sur (especialmente los minerales mineros, los productos agroindustriales y el gas natural y el petróleo), al menos hasta que la economía china también empezó a tambalearse. Puesto que en aquel momento todavía no se había producido una verdadera recuperación en Estados Unidos o en la Eurozona, no había una nueva fuente de dinamismo en el mercado mundial para recuperar la inactividad provocada por la relativa desaceleración de China.
Así, para 2012 la mayor parte de América Latina estaba profundamente sumida en la crisis y economías dependientes del petróleo como Venezuela y Ecuador se vieron entonces duramente afectadas por la caída de los precios del petróleo a mediados de 2014. Entre 2009 y 2018 la tasa de crecimiento anual de toda América Latina y el Caribe (que obviamente oculta importantes desigualdades entre países y subregiones) fue la siguiente: -1.8 (2009), 6.2 (2010), 4.5 (2011), 2.8 (2012), 2.9 (2013), 1.2 (2014), -0.2 (2015), -1.0 (2016), 1.3 (2017), 0.9 (2018).
Así, desde 2012 ha habido un empeoramiento económico continuo en diferentes formas, con dos años de clara contracción, y esta situación ha ido acompañada de una nueva era de austeridad generalizada, ya sea administrada por gobiernos que supuestamente son de izquierda o por gobiernos que son claramente de derecha. Este es el telón de fondo material del «fin del ciclo» de la marea rosa: una inestabilidad cada vez mayor, la insurgencia de la derecha y nuevas oleadas de protesta.
Incluso economistas de la corriente dominante reconocen ahora que estamos en medio de un nuevo período de estancamiento a escala mundial, atravesado por el recrudecimiento del conflicto geopolítico entre China y Estados Unidos, y los incendios literales en todo el mundo vinculados al actual desastre ecológico. Hay que entender el actual escenario latinoamericano en este contexto más amplio.
Del mismo modo que cada uno de los pronósticos económicos mundiales para 2019 publicado por el Fondo Monetario Internacional ha tenido que rebajar sus expectativas para la economía mundial en comparación con pronósticos anteriores, el último informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de la ONU predice una tasa de crecimiento agregado anual para 2019 de solo el 0,5 % para toda América Latina y el Caribe, frente al 0,9 % en 2018. También están disminuyendo las inversiones, las exportaciones, el gasto público y el consumo privado. Y en toda la región este fenómeno es mucho más generalizado que en el pasado reciente, ya que hay 21 de 33 países en desaceleración (si se excluye el Caribe, se prevé que 17 de 20 países latinoamericanos pierdan fuerza este año).
Obviamente, es difícil hablar de todas estas luchas que han surgido al tiempo que esta desaceleración económica. Pero, ¿cuáles son algunas de sus características comunes? ¿Cuál es su composición de clase y social?
Puede que lo mejor sea tratar de ofrecer unos comentarios relativamente detallados y contextualizados acerca de solo tres de los casos que ha mencionado, Argentina, Ecuador y Chile. Cada uno tiene sus dinámicas particulares pero también hay algunos aspectos cuya importancia se puede generalizar.
A diferencia de Ecuador y Chile lo dominante últimamente en Argentina ha sido la temporalidad de las elecciones en vez de los ritmos de la lucha callejera. Por supuesto, lo primero que debemos señalar es la victoria de Alberto Fernández en las elecciones del mes pasado. Se presentó por los peronistas junto con la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK) como su vicepresidenta.
Fernández, un conocido peronista moderado de centro, ejerció como funcionario de alto nivel entre bastidores en el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007). Néstor Kirchner era el difunto esposo de CFK que, en vez de postularse a sí misma, ungió a Fernández como candidato presidencial del peronismo a principios de este año en un intento de unificar lo que se había convertido en un fragmentado campo peronista. Este paso también supuso un giro al centro del tipo de peronismo de izquierda populista que había representado CFK si se hubiera presentado ella misma.
Fernández ganó las elecciones con el 48 % del voto popular frente a Mauricio Macri, el actual candidato del partido gobernante de centro-derecha Cambiemos, que obtuvo el 40 % del apoyo del electorado, un logro político nada desdeñable teniendo en cuenta el contexto de un desastre socioeconómico sin paliativos sobre el que Macri presidió como presidente.
¿Qué opina de la respuesta de la izquierda internacional a la victoria peronista? ¿Es correcto considerarlo, como han argumentado algunas personas, un cambio de rumbo del declive de la «marea rosa»?
Parte de la izquierda internacional han saludado la vuelta del peronismo al gobierno en Argentina como una prueba de que nunca hubo realmente un fin del ciclo de la «marea rosa», como habíamos afirmado varios de nosotros. Afirman que no cabe duda de que los buenos tiempos han vuelto después de lo que ellos consideran una breve pausa.
Por supuesto, la realidad es mucho más ambigua, tanto por los límites del proyecto kirchnerista original que oculta esta respuesta optimista como, especialmente, por las tensiones que van a sacudir al nuevo gobierno mientras navega por las traicioneras aguas de un feroz colapso económico, la oposición de una clase capitalista nacional descontenta y la disciplina del Fondo Monetario Internacional (FMI).
La derrota electoral de Macri era absolutamente necesaria y la lista electoral de Fernández-CFK era el único camino viable para lograr dicha derrota. Al menos en el presente inmediato la derrota de Macri significa un revés para las muchas fuerzas de derecha que operan en la región: el FMI, Donald Trump, Jair Bolsonaro en Brasil y Sebastián Piñera en Chile, etc.
Todo esto es para bien. En cierto modo, también es una victoria popular en la medida en que es probable que la clase trabajadora argentina salga de estas elecciones con unas expectativas sociales y una confianza más elevadas de las que habría tenido si Macri hubiera permanecido en el cargo. Ahora se ha hecho responsable a Macri de su papel en la crisis socioeconómica.
Así, como afirma Martín Mosquera, la elección de Fernández es una expresión refractada del ciclo de movilizaciones sociales forjadas durante gran parte del gobierno de Macri. Pero es una victoria popular muy contradictoria y ambigua que se podría transformar rápidamente en una derrota popular si no se vuelve de forma inmediata y generalizada a la lucha social desde abajo.
¿En que sentido la victoria de Fernández es una victoria con dos caras?
Si la victoria de Fernández es una expresión del ciclo de movilizaciones anti-Macri, también es, como señala Mosquera, un indicio de las debilidades de dicho ciclo. A falta de victorias sociales importantes en forma la derrota del programa de austeridad de Macri por medio de la protesta extraparlamentaria y a falta de un proyecto político independiente de las clases populares con un programa radical (el trotskista FIT-Unidad fue marginado electoralmente y debilitado tanto por el sectarismo como por las controversias internas de algunas de las organizaciones que lo conforman), el generalizado sentimiento anti-Macri se acabó encauzando, en un sentido distorsionado, hacia una agenda electoral definida por el peronismo centrista.
Por consiguiente, aunque es cierto que es probable que la conciencia popular de la clase trabajadora gane más confianza tras la victoria de Fernández que si Macri hubiera permanecido en el poder, la conciencia de la clase trabajadora siempre está mezclada, nunca se mueve en una sola dirección. Por consiguiente, también es cierto que lo que Mosquera denomina el «realismo minimalista» del programa de Fernández ya contiene hasta cierto punto esa conciencia.
También es importante el hecho de que el partido de Macri, Cambiemos, que obtuvo el 40 % de los votos, retuviera su base pequeñoburguesa y de clase media clave, por lo que el fracaso electoral del hombre no se debe equiparar a la derrota del más amplio fenómeno popular del macrismo y los sentimientos reaccionarios que dicho movimiento aglutina cada vez más. Los seguidores de Macri no han perdido la fe e insisten en pedir que se responda a la crisis restaurando el orden por medio de la represión estatal del crimen y de la protesta social.
Esta situación es muy distinta del escenario que había inmediatamente después de 2001 (el último período explosivo de crisis económica y de movilización popular en Argentina), cuando la clase media se radicalizó y se movió hacia la izquierda abandonando su hogar político tradicional en el partido de la Unión Cívica Radical (UCR). La derecha, pues, sigue siendo un peligro inmediato y presente.
Teniendo todo esto en cuenta, ¿qué prevé acerca del futuro inmediato de la política argentina?
Para entender las direcciones que podría seguir la política argentina en el escenario postelectoral conviene reflexionar brevemente acerca de los modelos de movilización social desarrollados bajo Macri. Como han afirmado Adrián Piva y Martín Mosquera, Macri llegó al poder en un contexto que no era obviamente favorable a una ofensiva capitalista contra el trabajo.
El proyecto kirchnerista saliente no había implosionado en ningún sentido profundo ni había habido una derrota social a gran escala de las clases populares y su capacidad organizativa. El equilibrio de fuerzas sociales reinante seguía estando muy determinado por el resultado de las insurrecciones sociales posteriores a 2001 y su contención e institucionalización parciales en el modelo peronista de Kirchner.
Así, desde el inicio de su gobierno en 2015 se recibió a Macri con amplias movilizaciones contra la austeridad, lo que explica el llamado enfoque gradualista de la reestructuración económica que adoptó el régimen en el periodo 2016-2017. Tras las elecciones de medio mandato de octubre de 2017 en las que Cambiemos obtuvo la victoria con el 40 % de los votos debido en parte a la enorme fragmentación del peronismo, el gobierno trató de cambiar hacia un programa de austeridad permanente y a una ofensiva legislativa contra la clase trabajadora.
Pero el enorme nivel de resistencia contribuyó a retrasar la planeada reforma laboral y, en particular, la reforma de las pensiones, que fue recibida con unas protestas multitudinarias en la plaza situada frente al Congreso y con batallas con las fuerzas de seguridad en las calles en diciembre de 2017. Esta resistencia provocó una pérdida constante del apoyo a Macri, el aislamiento cada vez mayor del presidente y la paralización parcial de las medidas de reforma.
Con todo, en 2018 hubo un descenso relativo de los movimientos sociales, un modelo que continuó hasta 2019 como indica parcialmente la disminución de los días perdidos por huelgas en comparación con 2017 a pesar de que caían los ingresos reales, más trabajadores perdían su trabajo en el sector privado y se aceleraban los recortes al gasto público. En efecto, como sugieren Piva y Mosquera, esas características de la crisis económica unidas al rápido aumento de la inflación en realidad habían intensificado los efectos disciplinarios sobre la resistencia de la clase trabajadora.
Estos elementos económicos funcionaron conjuntamente con un giro cada vez mayor de la política hacia el terreno electoral y el llamamiento de los kirchneristas a que sus bases en los movimientos sociales y sindicatos se desmovilizaran para no poner en peligro el éxito peronista en las elecciones de octubre de 2019. En una potencial señal de en qué se va a convertir el comportamiento del movimiento bajo el gobierno de Fernández, la mayor parte por las organizaciones sociales y de los sindicatos peronistas respondieron a ese llamamiento a la calma.
¿Hubo alguna tendencia contraria a la desmovilización social?
Sí, el movimiento feminista argentino. Desafió el modelo de relativa desmovilización social que se había fijado para 2018. Es con mucho el elemento más importante de la lucha popular en el país desde 2015, cuando estallaron las primeras movilizaciones masivas del movimiento Ni Una Menos contra la violencia de género.
En 2018 el movimiento feminista fue responsable de una de las mayores movilizaciones de la historia argentina (aproximadamente dos millones de personas solo en Buenos Aires) con motivo del debate en el Congreso de una ley sobre un aborto legal, seguro y gratuito. Este año [2019], a pesar de una fuerte disminución de la lucha social en el período previo a las elecciones, la participación argentina en la Huelga Feminista Internacional del 8 de marzo fue masiva, lo mismo que la quinta marcha de Ni Una Menos el 3 de junio.
Desde 1986 se celebra en Buenos Aires un foro denominado Encuentro Nacional de Mujeres. Otra señal de la profundidad y radicalización del movimiento feminista en los últimos años ha sido el hecho de que estos encuentros reúnen ahora anualmente a 50.000 mujeres, lesbianas, travestis, trans, transexuales y personas no binarias. También ha habido un cambio en el nombre de estos encuentros nacionales que refleja una apertura hacia identidades más feministas y se vincula con las luchas indígenas y con el internacionalismo. Ahora se llama el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis y no Binaries.
Como han destacado Gabi Mitidieri y Cami Baron, es un movimiento feminista transversal, que reúne miles de elementos de lucha y que presagia un obstáculo de resistencia a la implementación del programa económico de Macri. Por transversal entienden que se trata de un feminismo que reúne a sindicatos, activismo estudiantil, personas trabajadoras informales y una enorme variedad de colectivos de personas activistas partidistas y no partidistas.
Ideológica y políticamente este movimiento ha unido diferentes componentes de la crisis multidimensional a la que se enfrenta la sociedad argentina: económica, ecológica, política, cultural, sexual y afectiva. A la hora de movilizar a las masas su cuadro organizativo incluye a trotskistas del FIT-Unidad, activistas kirchneristas que trabajan dentro y fuera de las instituciones estatales, y anticapitalistas autónomos.
Este movimiento feminista que resurge con fuerza ha visibilizado a personas trabajadoras que durante mucho tiempo han estado ausentes de las concepciones obreras tradicionales de la clase trabajadora: mujeres, trans, queers, trabajadoras domésticas no remuneradas, personas trabajadoras informales y personas trabajadoras precarias racializadas y feminizadas. Mitidieri y Barón afirman que con todas las alianzas y redes entroncadas en sus luchas el nuevo feminismo argentino es hoy en día el hilo conductor central de la lucha de clases en el país.
Es el vector más probable a través del cual se podría consolidar una conciencia anticapitalista, una conciencia lo suficientemente capaz de hacer frente a la crisis multidimensional de la sociedad, la ecología y la política. De todos los movimientos de masas activos hoy en día en el país el movimiento feminista es tanto el más plural, horizontal, participativo y democrático, como el más radical y con mayor alcance en su desafío a los sistemas políticos tradicionales de representación, al movimiento sindical oficial, a la estigmatización de determinados trabajos desempeñados por personas trabajadoras feminizadas y al poder de la Iglesia Católica en el Estado y la sociedad argentinos, entre otras cuestiones y ámbitos.
¿Qué perspectivas tiene el movimiento popular argentino en el próximo periodo con la toma de poder oficial de Fernández a primeros de diciembre?
El contexto económico es importante. Existe un paro de dos dígitos y la inflación más alta en casi 30 años. Tras una disminución del PIB del 2.1 % en 2016 y una ligera recuperación del crecimiento del 2,7 % en positivo en 2017, el año 2018 fue testigo de una disminución aún mayor del 2,5 %.
En 2018 Macri aceptó un préstamo del FMI de 57.000 millones de dólares, el mayor préstamo concedido a cualquier país en la historia de la institución. El FMI y el gobierno de Trump hicieron una fuerte apuesta para mantener a la derecha en el poder y en este sentido han perdido mucho. Pero como sugería un reciente artículo de opinión del Financial Times, «Alberto Fernández ya ha prometido respetar todos los contratos y hacer un esfuerzo para pagar todas las obligaciones de Argentina. No parece apropiado caracterizar al nuevo gobierno de irresponsable». Según algunos informes, Argentina debe pagar 30.000 millones de dólares de su deuda a finales de este año, es decir, cuando Fernández sólo lleve un mes en el gobierno, y otros 50.000 millones de dólares más a lo largo de 2020.
La característica más clara del intencionadamente opaco programa de campaña de Fernández fue la propuesta de un «pacto social» según el cual se pide a cada parte de la relación capital-trabajo que sea razonable. Los sindicatos no deben exigir más de lo que sea posible y los capitalistas no deben esperar más de lo que se pueda dar razonablemente dada la difícil situación político-económica a la que se enfrenta el nuevo gobierno. Fernández parece querer esperar que en el futuro inmediato haya los menores contratiempos posibles y contener las expectativas populares mientras renegocia la deuda con el FMI con la esperanza de que llegue pronto un nuevo ciclo de expansión, lo que parece poco posible. Final del formulario
¿Cuáles son las trayectorias posibles de los movimientos sociales y de la izquierda en esta situación?
Piva y Mosquera sugieren dos, cada una con unas probabilidades razonables de hacerse realidad. En el primer y peor escenario hipotético el gobierno peronista entrante introduciría por medio de un proceso de pacificación social apoyándose sobre todo en la integración peronista tradicional y en la cooperación de la burocracia sindical una versión modificada y negociada de las reformas estructurales que Macri no pudo introducir. Si empeorara la crisis económica, en particular su componente hiperinflacionista, mejorarían las posibilidades de esta vía «mínimamente realista» de la crisis actual.
En un segundo escenario, que es preferible, el nuevo gobierno peronista sería incapaz de contener el descontento social debido a una combinación de demandas excesivamente austeras por parte de las clases dominantes y del FMI que no podrían obtener legitimidad política, y/o porque la derrota de Macri habría generado un nuevo clima político en el que las expectativas socioeconómicas y políticas de las clases populares se habrían vuelto lo suficiente altas como para militar en contra de las tendencias hacia la integración y la pacificación y presionar por una nueva movilización social. De nuevo, el hecho de que el movimiento feminista se haya convertido en un vector transversal de la lucha de clases contra la austeridad, de que siga movilizado y siendo relativamente libre de la institucionalización tradicional significa que será un componente fundamental de todos los esfuerzos para que el segundo escenario se convierta en realidad en los próximos meses.
Las grandes crisis de la historia reciente de la economía argentina (1975, 1981-82, 1989, 2001-02 y la actual) han puesto de manifiesto en un grado u otro características comunes de devaluaciones extremas, alta inflación, colapso de los salarios de las personas trabajadoras y deterioro de las condiciones laborales. Cada una de ellas también se caracterizó por unas situaciones de crisis política muy inciertas e inestables cuyo resultado final fue todo menos planificado previamente.
Como indica Mosquera, las luchas populares de 1975 derrotaron un programa reaccionario solo para ser derribadas un año después por la instauración de una criminal dictadura militar. De forma similar 2001 empezó con un nuevo ciclo de luchas que en parte impidió que se realizaran los intereses y planes de las clases dominantes. La crisis de 1989-1991, en cambio, marcó el inicio de una década de contrarreforma neoliberal en la forma del peronismo de derecha de Carlos Menem.
Como las anteriores la crisis actual es tá llena de fluctuaciones y de una incertidumbre política y económica radical . Para que la segunda salida hipotética a la crisis llegue a buen término los movimientos sociales y los sindicatos tendrán que proteger su independencia y autonomía de clase, y resistir a l a s previsibles declaraciones de Fernández de que se necesita la pacificación social y la cooperación sindical con las reformas austeras para garantizar la «gobernabilidad» de un «gobierno popular» en un contexto de inestabilidad económica. A l os argentinos les podría ir aún peor en caso de repetir lo ocurrido recientemente en E cua dor y C hile si Fernández intentara un programa de austeridad propio, por muy diluido que estuviera en comparación con el de Macri.
¿Cuál es la situación en Ecuador y Chile?
Empecemos por Ecuador. El pasado mes de marzo el Fondo Monetario Internacional accedió a prestar a Ecuador 4.200 millones de dólares como parte de un amplio paquete de 10.200 millones de dólares en el que el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) también soltó 1.800 millones de dólares, el Banco Mundial 1.700 millones de dólares y el Banco Interamericano de Desarrollo 1.700 millones de dólares, mientras que varias organizaciones multilaterales más pequeñas cubrieron el resto.
Como suele ocurrir en estos acuerdos, los préstamos iba estaban condicionados a la aplicación de unas «reformas estructurales» centradas principalmente en reducir el déficit fiscal, la reforma laboral, aumentar las reservas de divisas y crear las condiciones para hacer aún más atractiva la inversión corporativa transnacional en los sectores extractivos de la economía ecuatoriana. Aunque el FMI se ha centrado en el déficit, en el sentido más inmediato el verdadero problema es la dolarización de la economía ecuatoriana, que ha privado al país de toda capacidad normal de política monetaria y que ha hecho que las importaciones sean exageradamente baratas y la producción de bienes industriales para la exportación sea imposiblemente cara de sostener.
Aunque Ecuador solo produce el 0.5 % de la producción mundial de petróleo, su economía depende fuertemente de este producto de exportación para obtener divisas. El desplome de los precios del petróleo a mediados de 2014 fue el mecanismo clave a través del cual llegó a Ecuador la crisis económica mundial. El PIB creció a un nivel regional relativamente alto para la media regional, al 3,5, 7,9, 5,6 y 4,9 % en 2010, 2011, 2012 y 2013 respectivamente, antes de desacelerarse drásticamente al 3,8 (2014), 0,1 (2015), -1,2 (2016), 2,4 (2017) y 1,4 (2018). Además del petróleo los ingresos de exportación de los sectores de la banana, las gambas y el cacao también se vieron afectados por el fin del auge de los productos básicos.
Por consiguiente, la primera mitad de la década de la presidencia de Rafael Correa (2007-2017) se caracterizó por un crecimiento casi frenético según los parámetros ecuatorianos, con unas rentas petroleras que permitieron importantes aumentos en el gasto público y social. Al mismo tiempo la intensificación del capitalismo extractivo en los sectores minero y petrolero, bajo el control del capital multinacional, supuso una confrontación cada vez mayor entre Correa y los movimientos indígenas y socioecológicos. Simultáneamente Correa se opuso brutalmente a los sindicatos y luchó ferozmente contra el movimiento laboral en el sector público en sus dos legislaturas.
Por lo tanto, la era de Correa se caracterizó por un proyecto extractivo de modernización capitalista, una orientación exagerada hacia la gobernanza tecnocrática de arriba hacia abajo, la distribución dirigida de parte de la renta petrolera a capas de las clases populares y una actitud desmovilizadora, cada vez más represiva y criminalizadora respecto a las luchas socioecológicas, el movimiento trabajador organizado y el movimiento indígena, especialmente su organización principal, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). Una vez que el componente distributivo de la base de desarrollo de Correa comenzó a decaer en el contexto del estancamiento económico, los siempre presentes elementos reaccionarios de su régimen se endurecieron aún más y la popularidad de Correa empezó a flaquear.
Lenín Moreno, que había sido vicepresidente de Correa entre 2007 y 2013, fue su sucesor como candidato del partido Alianza País en las elecciones de 2017. Moreno ganó la segunda vuelta en aquellas elecciones en abril y asumió la presidencia en mayo. Casi inmediatamente Moreno se volvió claramente contra su predecesor al abrir una investigación por corrupción contra Correa relacionada con el proceso judicial de «Lava Jato» en Brasil y los tristemente célebres escándalos asociados a la empresa brasileña de ingeniería y construcción Odebrecht en varios países de la región, incluido Ecuador.
El proceso anticorrupción también implicó rápidamente a Jorge Glas, vicepresidente de Moreno, que también había sido vicepresidente de Correa entre 2013 y 2017. Moreno separó a Glas de la vicepresidencia en agosto de 2017 y posteriormente Glas fue condenado a seis años de prisión por aceptar 13,5 millones de dólares en sobornos relacionados con el escándalo de Odebrecht.
Con la gran rivalidad geopolítica entre China y Estados Unidos Moreno también se apartó de los vínculos relativamente estrechos de Correa con China y dejó clara su lealtad a Estados Unidos. Puso fin al asilo de Julian Assange en la embajada de Ecuador en Londres, volvió a abrir Ecuador para las tropas estadounidenses (al norte y en las islas Galápagos) y apoyó la iniciativa de integración regional respaldada por Estados Unidos (el Foro para el Progreso de América del Sur, Prosur) creada para sustituir a la más independiente Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), de la que están excluidos Canadá y Estados Unidos.
En resumen, el régimen de Moreno se puede definir clara e inéquivocamente como de derecha independientemente del papel que desempeñó en el primer gobierno de Correa y de cómo caractericemos en última instancia el más complicado periodo de Correa. Una figura presidencial en cierto modo comparable a la de Moreno podría ser la de Daniel Ortega en Nicaragua.
A diferencia de Correa, Moreno cuenta con la aprobación incondicional de la televisión privada y medios impresos dominantes. Tanto los círculos oficiales del gobierno como los de los medios de comunicación privados se habían aislado tan eficazmente de cualquier conciencia de las realidades y sentimientos cotidianos de la mayoría de la población que llegaron a confundir su propia unanimidad respecto a la necesidad de una reestructuración neoliberal y de un acuerdo con el FMI con un consenso social más amplio. Cuando se produjo un levantamiento popular instantáneo en respuesta al paquete de medidas de ajuste de Moreno, que se anunció el 1 de octubre, estaban genuinamente desconcertados y en desventaja.
¿Qué medidas desencadenaron esta revuelta?
El catalizador inmediato fue una reducción de los subsidios de la gasolina y el diésel, lo que provocó un fuerte aumento de precio de la gasolina y dobló el precio del diésel de la noche a la mañana, lo que causó el mayor malestar social en el país desde finales de la década de 1990 y principios de la década de 2000 (un período en el se derrocó a varios gobiernos).
Como suele ocurrir en el caso de las cuestiones políticas y económicas del Ecuador, el mejor análisis de coyuntura hasta ahora ha sido el del sociólogo Pablo Ospina Peralta. Señala que los propios datos del gobierno afirman que los recortes de los subsidios de la gasolina y al petróleo generarán 1.500 millones de dólares de los 2.000 millones de dólares en ahorros anuales que espera lograr con todo el paquete de reestructuración. Tanto los vehículos de transporte pesado encargados de llevar las mercancías a los mercados como por los vehículos de transporte público son los que suelen utilizar diésel.
Según el programa del gobierno, los recortes de los subsidios del diésel generarán 1.170 millones de dólares de los 1.500 millones de dólares de ahorros en el sector de la energía subvencionada. A diferencia de diésel, en este país la gasolina la utilizan los dueños de coches particulares, aproximadamente el 25 % de la población. Los recortes de los subsidios de la gasolina generarán los 330 millones de dólares restantes de ahorros.
Como señala Peralta, dado que la subida del diésel provocará tanto un aumento de la tarifa del transporte público como un aumento de los precios de los productos básicos en los mercados puesto que el aumento del coste de transporte se carga a los consumidores, el 75 % más pobre de la población asumirá el 78 % del costo del recorte de los subsidios, mientras que el 25 % más rico de los propietarios de automóviles asumirá la carga restante del 22 %. Al margen de la cuestión de la racionalidad de los propios recortes, la formulación política específica de su ejecución supone una guerra de clases manifiesta contra las personas pobres.
Las protestas que se produjeron en todo el país durante 11 días a partir del 3 de octubre sacaron a la luz el carácter represivo, débil e inepto del régimen de Moreno. Aunque fueron los transportistas quienes hicieron el llamamiento inicial, una CONAIE rejuvenecida asumió el liderazgo de las protestas, lo que supone un acontecimiento emocionante para las perspectivas de las luchas indígenas de izquierda en otras partes de la región dada la postura ejemplar de la CONAIE en esa ámbito desde la década de 1960.
Varias marchas militantes indígenas convergieron en Quito desde algunas de las provincias más empobrecidas y más indígenas, como Esmeraldas, Napo, Chimborazo y Morona, lo que no es casual. Como ocurre con las feministas en Argentina, las militantes indígenas ataviadas con ponchos se han convertido una vez más en el hilo conductor transversal de la lucha de clases en Ecuador. Lo reflejaba bien una de las pancartas populares de las marchas indígenas: «IMF fuera de Ecuador.»
A las protestas indígenas que se dirigían a la capital, Quito, desde diferentes partes del país se unieron personas estudiantes, desempleadas, trabajadoras precarias y activistas laborales que se enfrentaron con las fuerzas armadas y la policía. Los siguientes días Quito se llenó de barricadas y coches quemados. Hubo que desplazar temporalmente la sede del gobierno a la ciudad costera de Guayaquil. Moreno declaró el estado de emergencia que suspendía los derechos constitucionales de movimiento y asociación, y con 30 minutos de anticipación se declaró un toque de queda en Quito a las 3 de la tarde. Al menos cinco personas murieron y 2.000 fueron detenidas.
La ONU y la Iglesia Católica facilitaron las negociaciones entre los líderes indígenas y el gobierno que terminaron con la retirada de los recortes de los subsidios del diésel y el gas. Lo que es más importante es que la militancia de los movimientos indígenas y sus aliados del sector popular han demostrado una vez más ser un enemigo poderoso de la austeridad, el dominio de clase, la devastación ecológica, el racismo y la arrogancia imperialista del FMI. En la década de 1990 y principios de la de 2000 Ecuador, junto con Bolivia, había asumido una posición de vanguardia en América Latina debido a la profundidad y difusión de las variadas formas de movimientos radicales desde abajo autoorganizados y estrechamente conectados en red. El pueblo de Ecuador ha asumido una vez más su responsabilidad.
¿Qué nos puede decir del levantamiento en Chile que probablemente sea el acontecimiento más importante? ¿Qué lo desencadenó y cómo se está desarrollando en estos momentos?
La historia y la dinámica de la rebelión en Chile son diferentes de las de los otros países. Chile no estuvo en sintonía con las tendencias regionales de radicalización popular de finales de la década de 1990 y principios de la de 2000. En parte se debe a que la dictadura militar de Augusto Pinochet desde 1973 hasta 1990 aniquiló a gran parte de la izquierda organizada de modo que la élite se enfrentó a una muy mermada oposición a su transición controlada a la democracia liberal, que mantuvo la base neoliberal de la economía introducida por primera vez por Pinochet con la ayuda de los Chicago Boys a mediados de la década de 1970.
Todos los gobiernos entre 1990 y 2010 estuvieron formados por una coalición de centro izquierda llamada Concertación [de Partidos por la Democracia] que incluía al Partido Socialista, el Partido Comunista y el Partido Demócrata Cristiano. El reinado de Concertación terminó con la formación en 2010 del gobierno de Sebastián Piñera perteneciente al partido Chile Vamos, una coalición de partidos de centro derecha y derecha. La coalición que sucedió a Concertación, Nueva Mayoría, regresó después al poder con la segunda presidencia de Michelle Bachelet (2014-2018), a la que siguió la vuelta de Piñera a la presidencia en marzo de este año.
Durante todo el período posterior a la dictadura Chile fue considerado en un modelo de crecimiento neoliberal y de estabilidad política. Aunque con varias enmiendas, continúa vigente la constitución promulgada en 1980 bajo la dictadura. En los años inmediatamente posteriores a la crisis mundial de 2008 el producto interior bruto creció a unos niveles razonablemente altos según los criterios regionales (5,8 en 2010, 6,1 en 2011, 5,3 en 2012 y 4,0 en 2013) antes de disminuir tras el final del auge de los productos básicos y llegar a unas tasas de crecimiento del 1,8, 2,3, 1,7 y 1,3 % entre 2014 y 2017. Con todo, la acumulación se recuperó en 2018 con un crecimiento del PIB del 4,0 %, aunque en 2019 está disminuyendo de nuevo a medida que se deteriora la economía mundial.
La ideología dominante, que comparten tanto el centro izquierda como el centro derecha, se ha basado en el aislamiento tecnocrático de los políticos y la despolitización de la sociedad, de modo que la tiranía impersonal del mercado puede actuar libremente como árbitro supremo del conflicto social. Aunque el crecimiento ha sido comparativamente estable, la pobreza en Chile es escandalosa. Diez multimillonarios chilenos se jactan de que la suma de sus activos equivale al 16 % del PIB.
La columna Bello de la revista conservadora británica The Economist ofrecía esta semana una observación reveladora: «Hace algunos años su columnista asistió a una fiesta de unas 60 personas en Santiago. Un amigo le susurró al oído: ‘¿Te das cuenta de que la mitad del PIB de Chile está en esta habitación?'».
Mientras tanto, las clases trabajadora y media viven del crédito, se endeudan para pagar los enormes costos de la vida debidos a la privatización de la educación, la salud, las pensiones, las carreteras y los servicios de agua, y a los draconianos impuestos ocultos que se imponen a las personas pobres, como los altos precios del transporte público. La deuda de los hogares en Chile es la más alta de América Latina, un 45,4 % del PIB; como es sabido, el endeudamiento personal de la clase trabajadora es un enorme látigo disciplinario en manos del capital, un látigo que obliga a las personas trabajador a s a trabaj ar cada vez más para mantenerse a flote . Una de las amargas ironías de la situación actual es que Piñera hizo gran parte de su riqueza, que se calcula en 2.800 millones de dólares, introduciendo la deuda de las tarjetas de crédito entre las clases populares chilenas.
La desigualdad también llega al sistema jurídico, en el que es un secreto a voces que todos los principales partidos políticos actúan en connivencia ilegal con los grandes oligopolios del país. Incluso en los raros casos en que salen a la luz y son acusados legalmente de culpabilidad, no se envía a los peces gordos a la cárcel, sino que se les imponen pequeñas multas que ni siquiera pretenden cubrir los beneficios obtenidos con sus transacciones corruptas.
Mientras tanto, los guardias de seguridad privados (y en los barrios más pobres, la policía armada) vigilan a los usuarios de la clase trabajadora de las rutas de microbuses de las principales ciudades para detener a quienes no paguen el billete. Las multas pueden ser enormes, el equivalente a varios cientos de dólares e incuso la cárcel. Como sin duda veremos en esta entrevista, los sentimientos solidarios de clase implican una simpatía generalizada por quienes no pagan el billete y una antipatía igualmente enorme por los evasores de impuestos corporativos y sus aliados políticos.
¿Cómo se ha cuestionado en las últimas semanas esta austeridad neoliberal?
En una entrevista publicada en Financial Times el 17 de octubre y que puede que le atormente, Piñera reflejó el ethos del modelo chileno visto desde la perspectiva de la clase dirigente: «Mire América Latina», afirmó Piñera. «Argentina y Paraguay están en recesión, México y Brasil estancados, Perú y Ecuador en una profunda crisis política y en este contexto Chile parece un oasis porque tenemos una democracia estable, la economía está creciendo, estamos creando empleos, estamos mejorando los salarios y estamos manteniendo un equilibrio macroeconómico. […] ¿es fácil? No, no lo es. Pero merece la pena luchar por ello».
Al día siguiente el país explotó y el «oasis» se convirtió en un «meme» popular que ridiculizaba a Piñera. Si el desencadenante en Ecuador había sido el aumento de los precios del diésel y la gasolina, en Chile fue el aumento de las tarifas del metro público de Santiago. Esta ciudad tiene uno de los sistemas de transporte público más caros del mundo, que tiene una subida acumulada de las tarifas del 40 % entre 2010 y 2015.
El primer actor que se movió fue el movimiento estudiantil que organizó una manifestación de «evasión masiva» en el metro en la que no se pagó el billete en un acto colectivo de resistencia. La policía respondió con una represión estatal gratuita que alimentó la ira popular y el apoyo a la acción de no pagar el billete.
Las fuerzas de seguridad del Estado emplearon aún más violencia, el presidente declaró rápidamente un estado de emergencia que suspendía varios derechos constitucionales, imponía el toque de queda primero en Santiago y después en muchas ciudades del país, y por primera vez desde 1990 enviaba a los militares a las calles con vehículos fuertemente blindados. En otro guiño a la oscura era de Pinochet, Piñera anunció que el régimen estaba «en guerra» con un poderoso enemigo interno.
Se disparó el sentimiento antidictatorial mayoritario y la población cobró vida, violó el toque de queda y los draconianos intentos del estado de emergencia de acabar con los derechos de reunión y movimiento. Una heterogénea amalgama de clases populares y de la clase media endeudada de forma generalizada y en descenso social estalló al unísono. Una dialéctica de masificación del movimiento y represión estatal barrió el país durante dos semanas. Se organizó un movimiento que trascendía con creces la subida de 30 pesos del precio del billete. Como dice una consigna viral, ¡no es por 30 pesos, sino por 30 años!.
Todo el modelo posterior a la dictadura de opresión neoliberal se ha puesto en tela de juicio. Prácticamente ninguna institución política o estatal del país tiene credibilidad alguna para la población. Ha quedad expuesto el orden socioeconómico realmente existente del neoliberalismo chileno, todo el edificio se basa ahora abiertamente en la coerción militar y policial de la vasta mayorí.
Quienes leyeron las encuestas elaboradas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo sobre los sentimientos de la ciudadanía acerca de las instituciones estatales en los últimos años deberían haber tenido la sensación de que era inminente una implosión. En varios momentos entre 2017 y 2019, del 80 % al 95 % de las personas encuestadas sugirieron que no tenían confianza en el Estado, los partidos políticos o los políticos. La crisis de representación había llegado a ser total.
Las manifestaciones masivas y las caceroladas van de la mano de una insurrección desenfrenada sin precedentes en la historia reciente de Chile. El objetivo de una lógica de clase eran las estaciones de metro, los supermercados, los centros comerciales, los puntos de venta de objetos de lujo y las sedes de compañías de energía para saquearlos y quemarlos, mientras que las tiendas pequeñas se protegieron.
En las ciudades se levantaron barricadas y las refriegas con las fuerzas de seguridad sacaron a la luz una profunda ira desde abajo que contradecía la imagen oficialista de Chile. Se calcula que 1,2 millones de personas se manifestaron en Santiago en la que quizás fue la mayor manifestación de la historia del país y en todo el territorio nacional la sorprendente cantidad de dos millones de una población total de 18 millones de personas acudió a las manifestaciones.
Fueron detenidas unas 3.000 personas y hubo denuncias generalizadas de tortura, violaciones y agresiones sexuales a las personas detenidas por parte de la policía y el ejército. Las autoridades estatales afirman que la cantidad de personas muertas es de 20, pero basándose en videos compartidos en las redes sociales y que muestran imágenes de una represión y unos crímenes estatales inmensos, las personas activistas del movimiento social calculan que la cifra real de personas muertas se cuenta por varias docenas y que la cantidad de personas heridas graves es muy alta debido al uso indiscriminado de balas de goma.
El director democristiano de l Instituto Nacional de Derechos Humanos ( INDH ) , la institución estatal responsable de supervisar los compromisos del Estado en materia de derechos humanos, ha sido criticado por no cumplir intencionadamente con sus obligaciones . La violencia estatal coercitiva parece haber sido mayor y más feroz en los barrios periféricos urbanos habitados por personas pobres, como los barrios trabajadores de Puente Alto y La Florida en Santiago, en los que viven un millón de personas trabajador a s, así como en Maipú, al oeste de la ciudad, donde viven otras 500.000 personas.
¿Cómo están las cosas en estos momentos a raíz de la presente oleada de protestas y represión?
Parece que el polvo va asentándose, al menos en esta ronda de revueltas. Piñera -cuyo índice de aprobación es ahora del 14 %, el más bajo que ha tenido un presidente desde que se restableció la democracia liberal- ha suspendido el estado de emergencia y los toques de queda y ha retirado el aumento de tarifas. En vergonzosa contradicción con la proyección internacional de Chile como paraíso neoliberal, el gobierno se vio obligado a cancelar la cumbre de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), que estaba programada para noviembre, así como la Conferencia sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas, COP25, que tendría lugar en diciembre.
Piñera ha sacrificado a dos de sus aliados más cercanos en el gabinete, el ministro de Finanzas, Felipe Larraín, y el ministro del Interior, Andrés Chadwick, cuyas manifestaciones públicas de desprecio por el pueblo chileno en las últimas dos semanas hicieron insostenible que permanecieran. Han sido reemplazados por Ignacio Briones y Gonzalo Blumel, respectivamente, dos caras más centristas y moderadas del régimen.
El presidente también ha anunciado un paquete social de 1.200 millones de dólares, dirigido a calmar el descontento popular. El Congreso también discutirá la reforma progresiva de las pensiones y los salarios, y el presidente ha prometido que se introducirán impuestos más altos a los ricos y que los precios de innumerables servicios sociales privados se fijarán a tasas más asequibles. También se debe tener en cuenta que la legislación respaldada por el Partido Comunista para reducir la semana laboral chilena a 40 horas se aprobó en la cámara baja del Congreso el 24 de octubre, en clara expresión del poder popular en las calles.
¿Qué organizaciones se involucraron en el levantamiento? ¿Cuánto tuvo de espontáneo? ¿Qué ideas y demandas políticas prevalecieron sobre otras en estos días de la ira?
Un recuento exacto requerirá de un estudio mucho más exhaustivo en los próximos meses. Pero puede arriesgarse una valoración preliminar. Primero, las infraestructuras construidas del movimiento estudiantil en los últimos años fueron obviamente un elemento clave para su inicio. Hubo ya movimientos iniciales en 2001, con 50.000 estudiantes de secundaria en Santiago tomando las calles.
En 2006 la llamada revuelta de los pingüinos -en referencia a los uniformes blancos y negros de los estudiantes de secundaria- involucró a 1,4 millones de estudiantes en todo el país y constituyó la mayor de las manifestaciones desde las movilizaciones a favor de la democracia en los últimos años de la dictadura. En 2011 las movilizaciones de estudiantes universitarios se hicieron aún más numerosas y se vincularon de diferentes maneras a las acciones incipientes de los trabajadores, las luchas de liberación de los mapuches y otros indígenas y los movimientos socioecológicos.
Las formas asambleístas de la democracia de masas fueron reintroduciéndose en la cultura política chilena, y las mujeres y los jóvenes estuvieron a la vanguardia de un movimiento de masas que tenía un enorme apoyo popular en la sociedad en general. Debe recordarse que Piñera estaba en el poder en aquel momento. Su índice de aprobación en el apogeo de las protestas cayó al 26 % -casi el doble de lo que es ahora- y marcó un mínimo desde la dictadura.
Cuando dejó el cargo de presidente en 2014, los miembros de su gabinete le regalaron el libro de Charles Tilly, Los movimientos sociales, 1768-2012, para que pudiera entender por qué su tiempo en el poder había sido tan miserable. Hasta la fecha parece que no ha tenido la oportunidad de leer el libro. Los estudiantes organizaron la acción inicial de evasión y el edificio de la Federación de Estudiantes en Santiago se convirtió en una de las sedes de coordinación de movilizaciones en la capital en los días y semanas siguientes.
Segundo, al igual que en Argentina, ha surgido recientemente en Chile un movimiento feminista de izquierdas militante, masivo y heterogéneo. Y hay claras coincidencias con la radicalización estudiantil y las infraestructuras organizativas de los últimos años. Inspirados por los acontecimientos en la vecina Argentina en 2016 y 2017, hacia finales de 2017 las militantes estudiantiles chilenas comenzaron a organizarse con otros grupos para el contingente de su país en la prevista huelga internacional feminista del 8 de marzo de 2018. Activistas feministas involucradas en agroecología, vivienda, territorios, educación, salud, trabajo, pensiones, lucha contra la violencia de género y a favor del aborto convergieron en la organización de la huelga feminista del 8 de marzo de 2018, asegurando la participación de 28 ciudades chilenas y de 100.000 personas en la vía pública principal de Santiago.
A raíz de ese éxito empezaron de inmediato a organizarse para la huelga del 8 de marzo de 2019. En palabras de Alondra Carrillo Vidal, «decidimos darnos un año para prepararla, y desarrollar tres objetivos en el proceso: transversalizar el feminismo dentro del movimiento social, es decir, expandir una perspectiva feminista en la actividad de las organizaciones sociales y así ampliar el significado mismo del movimiento feminista; dinamizar las articulaciones entre organizaciones distintas y plantear una agenda común de movilizaciones contra la precarización de la vida. Decidimos, para que nadie pudiera decirnos por qué estábamos luchando, redactar un programa y hacerlo en una Reunión Plurinacional de Mujeres en Lucha».
En mayo de 2018 se había formado la organización paraguas 8M Coordinadora Feminista. En el evento la huelga feminista del 8 de mayo de 2019 en Chile fue una de las mayores manifestaciones en la historia chilena, al menos hasta la ola de actividad casi insurreccional de las últimas semanas.
En medio de las últimas luchas la Coordinadora Feminista de 8M fue la primera organización en convocar una huelga general, secundada por los sindicatos militantes de trabajadores portuarios, junto con algunos sindicatos de las minas del cobre. Los trabajadores portuarios acaban de poner fin a una exitosa huelga seccional de los puertos chilenos en noviembre-diciembre de 2018. Los trabajadores portuarios aseguraron que se disponían a cerrar 20 puertos.
Federaciones de estudiantes en todos los niveles garantizarían que las escuelas y universidades estuvieran cerradas. Bajo presión las confederaciones sindicales centrales más moderadas, lideradas principalmente por el Partido Comunista, se vieron obligadas a respaldar la huelga. Así pues, el 23 de octubre cerraron bancos y empresas, se suspendieron las clases y se paralizaron 20 puertos, cerró el 75 % del sector industrial y otras secciones de la industria funcionan solo a la mitad de su capacidad.
La Coordinadora Feminista del 8M, según una de sus líderes, Karina Nohales, también estableció una comisión de investigación en un intento por descubrir el número real de muertos, desaparecidos y heridos, así como para exponer el alcance de la violación y el asalto sexual a las mujeres detenidas por parte de militares y policías, sobre lo cual los medios de comunicación han guardado silencio.
Tercero, los partidos políticos fueron marginales en el desarrollo de la cuasi-insurrección de Chile en octubre, incluidos los partidos de la izquierda. Los únicos dos partidos de izquierda con alguna credibilidad entre las clases populares son el tradicional Partido Comunista y la coalición del Frente Amplio, mucho más nueva, que agrupa a varias corrientes de la nueva izquierda de Chile; el Frente es en sí mismo el resultado del proceso de movilización de 2011 iniciado por los estudiantes universitarios. Si bien los militantes de estos partidos estaban muy involucrados en los disturbios en sí, el sentimiento antipartidista de las masas parecía extenderse también a ellos, aunque en menor grado, lo que imposibilitaba que cualquiera de ellos proporcionara liderazgo y coordinación.
El mito del oasis neoliberal de Chile ha quedado roto. Si bien las movilizaciones parecen haberse calmado por el momento, enormes capas de la sociedad popular han perdido el miedo a la violencia estatal junto al respeto que tenían por la autoridad estatal. Y ha quedado claramente expuesta la violencia detrás del discurso tecnocrático de mercado de los principales políticos chilenos. Existe una disposición a favor de la lucha de clases militantes por parte de la heterogénea clase trabajadora chilena, y las clases medias precariamente endeudadas se han radicalizado y están moviéndose hacia la izquierda.
Pero la política en las calles carece de claridad y está cambiando constantemente. La política de calle en una atmósfera de clases múltiples y sentimientos indiscriminados «antipolítica» puede cambiar rápidamente. Mientras los trabajadores precarizados de la clase trabajadora con una política de izquierdas contra los aumentos de las tarifas dominaron las calles en junio de 2013 en Brasil, dos años después una política pequeño-burguesa de extrema derecha de anticorrupción, seguridad y restauración del orden tomó el control de la calles y se convirtió en la base masiva extraparlamentaria dominante de Bolsonaro.
Queda por ver si las mejores corrientes dentro del Frente Amplio podrán alejar a los partidos en su conjunto del énfasis en la política parlamentaria y a favor de una realineación radical con los sentimientos antisistema de la calle. Existe la posibilidad de que el Frente, junto con organizaciones sociales clave como la Coordinadora Feminista de 8M, se convierta en un laboratorio a través del cual una política anticapitalista radical, más sistematizada y más coherente, pueda cohesionar una especie de «buen sentido» gramsciano entre las capas de la clase trabajadora que participaron en este ciclo cuasi-insurreccional.
Como Noal Titelman ha señalado, pocos de los que están en las calles en las últimas semanas son miembros de sindicatos y mucho menos de partidos políticos. Muchos de los activistas son muy jóvenes y muchos son mujeres. Puede perderse una gran oportunidad para el futuro de la izquierda chilena y sería peligroso en un escenario político cuyo resultado es todavía increíblemente indeterminado.
La última ronda de revueltas en la década de 1990 y principios de 2000 llevó al poder en toda la región a una oleada de gobiernos reformistas, desde Venezuela hasta Bolivia. ¿Qué hicieron en realidad estos llamados gobiernos de la marea rosa cuando estaban en el poder y cuáles son las lecciones de esta experiencia?
Por supuesto, hay muchas diferencias importantes entre los casos, por lo que hay límites estrictos para cualquier declaración general. Pero creo que la noción de un «Estado compensatorio» desarrollada por el ecólogo político uruguayo Eduardo Gudynas evoca las experiencias de muchos países de la marea rosa y sus amplios parámetros político-económicos.
Los movimientos sociales masivos estallaron a finales de la década de 1990 y principios de la década de 2000 en medio de una crisis económica regional muy aguda del neoliberalismo en gran parte de América del Sur. Por el contrario, cuando los partidos de centro-izquierda y de izquierda de lo que se conoce como marea rosa llegaron al poder alrededor de 2003 a espaldas de esos movimientos sociales, se había restablecido el dinamismo capitalista en la mayor parte de América del Sur a través del boom de productos impulsado por los chinos.
Importantes contradicciones de clase subyacentes a los nuevos gobiernos quedaron temporalmente ocultas solo para estallar más tarde. Las rentas de recursos disponibles por la bonanza de los productos básicos proporcionaron las bases materiales para los «Estados compensatorios», que ganaron legitimidad política al lubricar programas redistributivos específicos con parte de las rentas captadas por el Estado a través de mayores impuestos y regalías, junto con proyectos de infraestructura, extensión del crédito a las clases populares y esquemas de creación de empleo. Niveles relativamente más altos de gasto social, junto con el crecimiento económico inducido por los productos básicos, ayudaron a reducir la pobreza en varios países, a veces a un nivel espectacular, como fue el caso, temporalmente, en Venezuela, y como todavía sucede (por ahora) en Bolivia.
Sin embargo, los programas político-económicos generales de estos Estados compensatorios no desafiaron las relaciones de propiedad social o las matrices productivas de las economías que heredaron de sus predecesores neoliberales ortodoxos. No se inició ninguna transición fuera de la inserción subordinada de estos países en la división internacional del trabajo como fuentes de materias primas y mano de obra barata. Las bases estructurales de la economía neoliberal se mantuvieron intactas en muchos sentidos, pero iban creciendo más rápidamente.
Las premisas ecológicas de los programas de desarrollo alineados con el capital multinacional y enraizados en la extracción intensificada de minerales, la producción agroindustrial de monocultivos, y la explotación de gas natural y petróleo son obviamente insostenibles, por decirlo de manera extremadamente ligera. Los extraordinarios incendios en la Amazonía de este verano no son más que una expresión elocuente de este hecho. Las lógicas extractivistas tendieron también a poner a los Estados gobernados por partidos de izquierda y centro-izquierda en una trayectoria de colisión con los movimientos indígenas, campesinos y ecológicos que se habían situado entre sus territorios y el capital extractor multinacional.
En términos políticos e ideológicos, caso tras caso, hubo un estatismo excesivo, una idolatría del Estado desarrollista y sus poderes mágicos. Fueron los nuevos partidos gobernantes quienes alentaron esto, tendiendo a fusionar sus propios partidos con los aparatos estatales que llegaron a ocupar. Los partidos tendían a considerar las actividades independientes y autónomas de los movimientos sociales y los sindicatos como sospechosas, incluso criminales o funcionales a los intereses de la derecha, e imperialistas cuando los intereses de los movimientos sociales y los sindicatos entraban en conflicto con los intereses del desarrollo capitalista liderado por el Estado, según definición de los administradores estatales.
Cuando la crisis global hizo su postergada llegada a América del Sur a través de la caída de las materias primas, las contradicciones de clase de los gobiernos de centro-izquierda y de izquierda que habían estado parcialmente ocultas salieron a la superficie. Estos gobiernos tendieron a moverse hacia la derecha, imponiendo mecanismos disfrazados de austeridad en diversos grados, y al hacerlo minaron sus bases de apoyo en las clases populares. Al mismo tiempo, el capital que había aprendido a vivir con estos regímenes en tiempos de rentabilidad neta volvió a su hogar político natural en los movimientos políticos expresamente de derecha, antiguos o recién configurados.
El estancamiento inestable y fluctuante que resultó del agotamiento de los proyectos de la marea rosa y el resurgimiento simultáneo de iniciativas derechistas seguras pero en última instancia sin rumbo, continúan definiendo el momento actual. Todo esto, recuerden, en medio de una nueva era de estancamiento secular en el mercado mundial y crisis ecológicas en desarrollo vertiginoso.
El gobierno de Evo Morales en Bolivia fue quizás el ejemplo paradigmático de la marea rosa. Pero también ha entrado en una crisis política. ¿Qué está pasando y por qué?
Las recientes elecciones presidenciales son un síntoma del estancamiento en el que se encuentra el gobierno de Morales. Los bolivianos acudieron a las urnas el domingo 20 de octubre de 2019. Según el sistema electoral del país, para evitar una segunda vuelta en las elecciones presidenciales, el candidato principal debe asegurarse más del 50 % de los votos, o más del 40 % de los votos y una ventaja del 10 % sobre el candidato que aparece en segundo lugar.
Con el 83.8 % de los votos escrutados en un recuento rápido, el sitio web del Tribunal Supremo Electoral (TSE) indicó que Evo Morales, del Movimiento al Socialismo (MAS) iba liderándolo con el 45,3 %; mientras que Carlos Mesa, centro-derecha de la Comunidad Ciudadana, iba en segundo lugar con el 38,2 %. Parecía que tendría que haber una segunda ronda. En este punto, el TSE inexplicablemente cerró la transmisión en vivo de la tabulación de recuento rápido de las papeletas electorales después del recuento del 83 % de los votos. En los días siguientes hubo cuatro explicaciones distintas y contradictorias para el cierre impuesto por los representantes del TSE, y para empeorar las cosas, dimitió Antonio Costas, vicepresidente de TSE, diciendo que no le habían consultado el cierre de la transmisión y que había sido una mala decisión, aunque enfatizó que creía que no se había producido un recuento fraudulento.
Veintidós horas más tarde, el lunes por la noche, se reinició la transmisión de los resultados de recuento rápido, y el sitio web indicaba en esta ocasión el 95,63 % de los votos escrutados. La distancia entre Morales, el favorito, y Mesa, el segundo, había crecido significativamente durante el período intermedio. Ahora se decía que la diferencia que separaba a los dos candidatos era del 10,12 % según el recuento rápido, y esto después de que Morales anunciara que una vez que se contabilizaran los votos rurales, estaba seguro de que no habría necesidad de una segunda vuelta.
Las protestas de la oposición impugnando los resultados comenzaron ese lunes por la tarde en todo el país, incluida la quema de varias oficinas departamentales del Tribunal Electoral, justo cuando los simpatizantes del MAS salían a las calles a celebrarlo. El recuento oficial de votos se concluyó varios días después, con los resultados de un 47,08 % para Morales y un 36,51 % para Carlos Mesa, es decir, una diferencia de 10,54 %, lo que lo convierte en una victoria en primera vuelta para Morales.
La oposición, que inmediatamente tildó de fraude ese resultado en lugar de pedir un recuento para determinar si se había producido o no tal fraude, no ha aceptado los resultados y ha promovido una campaña intensificada de sus partidarios en las calles para destituir a Morales de la presidencia. El gobierno de Morales ha ofrecido permitir que la Organización de Estados Americanos (OEA) lleve a cabo una auditoría y un recuento, lo que la OEA ha aceptado pero la oposición ha rechazado. Una auditoría es claramente una posibilidad, ya que los votos figuran con fotos adjuntas en el archivo de Internet. Y la OEA difícilmente puede enmarcarse como institución que pueda ser parcial con Morales en contra de la oposición.
Sin embargo, la situación de Morales no se ve favorecida por el hecho de que perdió una considerable legitimidad en febrero de 2016, cuando simplemente ignoró los resultados negativos de un referéndum sobre si debería o no poder postularse para otro mandato. Tampoco la situación se ve favorecida por el comportamiento extraño de los funcionarios del TSE, aunque no se haya demostrado el fraude. Una radicalización de la derecha y un endurecimiento de la autoridad del Estado bajo Morales son los posibles acontecimientos en el futuro cercano.
Teniendo en cuenta esta experiencia, ¿cómo deberíamos evaluar al gobierno de Morales?
Debajo de este drama procesal e institucional, lo que se ha perdido en los debates de la izquierda internacional es cualquier reflexión o evaluación sostenida del proyecto del Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales desde 2006. Especialmente desde 2010, ha sido cada vez más evidente que se trata de un proyecto de modernización capitalista dirigido por el Estado desde arriba: las nociones de «éxito socialista» que circulan en partes de la izquierda anglófona son puras fantasías.
Su estrategia económica ha dependido de acuerdos con el capital multinacional de hidrocarburos y el capital agroindustrial extranjero y nacional en las tierras bajas orientales. Y su base social central, con el paso del tiempo, se ha convertido en una capa indígena pequeño burguesa de vendedores ambulantes, pequeños extractivistas, productores industriales a pequeña escala y productores industriales involucrados a mediana escala implicados en la agricultura comercial para la exportación, una capa que creció de manera expansiva durante el primer período de Morales en el contexto del auge de las materias primas, modificando así la composición de clase de su base popular central.
La lógica del capital extranjero a gran escala en los sectores extractivos va de la mano del poder legitimador de una pequeña capa de la burguesía indígena. Además de este núcleo, por supuesto, hay una capa más amplia de partidarios electorales pasivos de las clases dominadas. Por debajo del máximo reciente del 6,8 % del PIB en 2013, la economía ha alcanzado un crecimiento promedio del 4,2 % en los últimos tres años. Los efectos del subsidio a las rentas extractivas distribuidos en diferentes circuitos del capital en otros sectores de la economía, el desempleo relativamente bajo y las transferencias de efectivo dirigidas a los más pobres, han implicado mejoras muy significativas en los niveles de pobreza. Todo esto es importante para explicar la duradera popularidad de Morales, así como el hecho de que es el primer presidente indígena en un país mayoritariamente indígena desde la fundación de la república en 1825.
Al mismo tiempo, la economía boliviana apenas es inmune a las tendencias más amplias del mercado mundial, y ha estado agotando sus ahorros en divisas y adquiriendo deuda en un esfuerzo por sostener el gasto público y disfrazar esta realidad en el último año, más o menos, de preparativos electorales. Es muy probable que el propio Morales, si sobrevive a la actual agitación en el cargo, como sospecho que sea el caso, implemente un paquete propio de austeridad. [*]
Política e ideológicamente, es importante señalar que, bajo Morales, los movimientos sociales independientes y los sindicatos han sido decapitados y absorbidos por el aparato estatal, o difamados como agentes de la derecha, por lo tanto, actualmente son increíblemente débiles. Para una economía cada vez más extractiva, las condiciones del decreciente mercado no implican una desaceleración de la actividad extractiva, sino más bien una carrera para mejorar las condiciones rentables del capital multinacional extractivo, como indicaron las prisas del gobierno de Morales respecto al derecho a una significativa consulta a las comunidades indígenas con anterioridad a los proyectos de desarrollo extractivo en sus territorios.
Asimismo, va a intensificarse la devastación socioecológica con el impulso actual de modernización capitalista. Los incendios tropicales de este verano no se limitaron al Brasil de Bolsonaro, sino que incluyeron 500.000 hectáreas de territorio boliviano. Mientras los lazos del gobierno con la agroindustria en el este permanezcan intactos, las llamas continuarán extendiéndose.
En términos electorales inmediatos, una victoria de Morales era el más atractivo de los posibles resultados poco atractivos, pero restringir la política a este terreno institucional del Estado es una receta para una realpolitik conservadora, no para la emancipación socialista e indígena. No deberían abrigarse ilusiones sobre la profundidad de las contradicciones bajo el gobierno de Morales en una nueva era de austeridad y estancamiento, y la necesidad de reconstruir movimientos populares independientes y sus articulaciones políticas radicales en los próximos años es una prioridad, considerando sobre todo la distancia a la que han retrocedido desde los niveles de la época 2000-2005 de las llamadas Guerras del Agua y Guerras del Gas. Tampoco deberíamos apartar los ojos del crecimiento de un movimiento evangélico de extrema derecha que se puso seriamente de manifiesto por primera vez en la arena electoral, con casi el 9 % del electorado respaldando al doctor coreano-boliviano Chi Hyun Chung del Partido Demócrata Cristiano. En una contienda que finalmente se polarizó en torno a Morales y Mesa, ese 9 % probablemente subestima la creciente fuerza sociopolítica del evangelismo de derechas en el país. La política brasileña bajo Bolsonaro es un buen recordatorio de por qué debemos temer un mayor ascenso de esa fuerza.
Al otro lado del espectro político, ¿cómo se ha aprovechado la derecha del impasse impuesto por estos gobiernos reformistas y qué han hecho en el poder? ¿Cómo ha reaccionado el establishment político de la región y sus partidos tradicionales ante esta polarización?
La implosión de los 14 años de experimentación del neodesarrollismo centrista bajo el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil y el ascenso del extremista de extrema derecha Jair Bolsonaro a la presidencia es seguramente el acontecimiento más aterrador y peligroso.
La dinámica brasileña refleja mucho de lo que he dicho anteriormente. Después de años de crecimiento y reducción de la pobreza, junto con beneficios sin precedentes para el sector financiero, la crisis global volvió a Brasil con mucha determinación. Consideren el patrón de alta aceleración a través del estancamiento y la contracción directa, y luego vuelvan al estancamiento en la tasa de PIB del país durante los últimos años: 7,5 (2010), 4,0 (2011), 1,9 (2012), 3,0 (2013), 0,5 (2014), -3,5 (2015), -3,3 (2016), 1,1 (2017), 1,1 (2018).
En la política de calle la promesa de una rebelión del movimiento social de izquierdas en las revueltas de junio de 2013, que al igual que en Chile estalló el mes pasado por las subidas de las tarifas del metro, se eclipsó durante varios años a medida que cambiaban el maquillaje sociológico y el liderazgo ideológico de las protestas callejeras en 2015, 2016 y 2017, formando una base militante pequeñoburguesa para el ascenso y consolidación de Bolsonaro. El gobierno del PT de Dilma Rousseff respondió a las protestas de 2013 con desdén, incluso cuando la obligaron a organizar una campaña presidencial de izquierdas a fines de ese año. Luego, al asumir el cargo en 2014 para su segundo mandato, Rousseff introdujo un paquete de austeridad e intentó dar señales de credibilidad para financiar el capital nombrando al economista neoliberal Joaquim Levy, hasta entonces presidente de una división de Bradesco, el segundo banco privado más grande de Brasil, como jefe del ministerio de Hacienda.
En los años siguientes, bajo una bandera ideológica de anticorrupción y utilizando las fuerzas dentro del poder judicial que aún controlaba, la derecha brasileña impugnó ilegalmente a Rousseff en 2016 a través de un golpe parlamentario, instalando la presidencia interina de Michel Temer hasta 2018, cuando fue elegido Bolsonaro tras el encarcelamiento de Lula, que había liderado las encuestas decisivamente como candidato presidencial para el PT. Nadie remotamente serio puede considerar a Lula como algo más que un preso político.
Sin entrar en detalles, Bolsonaro se asienta sobre un régimen de extrema derecha débil y dividido internamente, escindido entre lo que he llamado autoritarios culturales, militaristas y tecnócratas neoliberales. Los índices de aprobación han ido bajando constantemente desde que asumió el cargo en enero de este año. Si bien el capital respaldó a Bolsonaro como candidato externo en el último minuto para salir de la crisis y evitar una victoria del PT, hasta hace muy poco el régimen no había cumplido sus promesas de una profunda reestructuración económica y los mercados están perdiendo la fe. Pero el Congreso acaba de aprobar una reforma de pensiones muy odiada, considerada muy importante por el capital nacional e internacional como la cuña a través de la cual podría iniciarse una comercialización de la sociedad mucho más amplia.
No obstante, el gobierno sigue sin timón y es cada vez más impopular. Hace unos meses se llevó a cabo una huelga general y ha habido grandes manifestaciones en respuesta al papel del gobierno en la tragedia de la Amazonía de este verano (invierno en Brasil).
Lo que no quiere decir que el régimen no sea peligroso. Todo lo contrario. Si la fuerza más prometedora en la izquierda latinoamericana en los últimos años ha sido el surgimiento del feminismo de masas de izquierda, la furiosa guerra de Bolsonaro contra la «ideología de género» ha dado luz verde a las tensiones existentes de violencia de género en la sociedad brasileña, con alrededor de 175 violaciones por día, el doble que hace cinco años.
En relación con lo anterior, el país mantiene su posición como el lugar más letal para las personas homosexuales de cualquier parte del mundo, con 455 asesinatos de odio de este tipo en 2017 y 50 ataques durante las elecciones presidenciales directamente vinculados con los partidarios de Bolsonaro. Entre esos 50 ataques, dos asesinatos de mujeres trans fueron perpetrados por hombres que invocaron el nombre de Bolsonaro.
La brutalidad racista desde hace mucho tiempo de la policía ha empeorado aún más con Bolsonaro. Según el Informe Anual de Seguridad Pública de Brasil, en 2017, las fuerzas policiales brasileñas mataron a 14 personas al día, 5.144 en el transcurso del año. En 2018, con las favelas de Río de Janeiro bajo intervención militar a instancias de Temer, hubo 1.532 asesinatos registrados oficialmente a manos de la policía. En 2019 las cifras han sido igualmente impresionantes: 170 muertos solo en enero. Esto constituye una ejecución estatal y paramilitar racializada, principalmente de afrobrasileños de una intensidad espectacular.
Uno podría seguir fácilmente.
Creo que hay algunas características generalizables de la derecha brasileña a pesar de sus particularidades. La primera es que la derecha latinoamericana no tiene un programa ideológico positivo como tenía en la década de 1990 -neoliberalismo, globalización, etc.- alrededor del cual sus bases podrían cohesionarse con entusiasmo, con una confianza de esperanza en el futuro. Esto se debe a que la derecha no sabe cómo salir localmente del estancamiento actual del capitalismo neoliberal a escala mundial. Los conservadores latinoamericanos no son los únicos en tal sentido.
La segunda, y como resultado del primer factor, cuando la derecha llega al poder tiene que administrar economías estancadas e introduce una impopular austeridad, lo que desanima el apoyo entre la población, al tiempo que depende cada vez más de la represión. Podemos ver esto en la ferocidad de las reacciones de Piñera ante los recientes levantamientos, la peor represión desde Pinochet en ese país. Podemos verlo en el estado de emergencia y en los toques de queda de Moreno en Ecuador. Podemos verlo en la deriva del acuerdo de paz en Colombia, en la dictadura bajo la apariencia de democracia en Honduras, en lo que algunos argentinos llamaron la «bolsonarización» del equipo de Macri en los últimos meses de la campaña electoral de este año, y así sucesivamente.
Tercero, el rencor de la derecha refuerza una cierta nostalgia por las configuraciones de centro-izquierda del pasado de la marea rosa. Piensen en el renacimiento de la popularidad de Lula en Brasil y en el regreso del peronismo en Argentina. Pero, como he sugerido, esta nostalgia, aunque es comprensible, tiende a influir en contra de un ajuste de cuentas con las formas en que las contradicciones de esos proyectos reformistas sentaron las bases para el resurgimiento de la derecha, por un lado, y el hecho de que si estas fuerzas políticas fueran a volver al poder, como harán en Argentina a principios de diciembre, se enfrentarían a enormes presiones internas y externas para desplazarse a la derecha en lugar de a la izquierda en un intento de gestionar el estancamiento capitalista, en el mejor de los casos, o la crisis en el peor.
¿Qué posición han tomado las potencias imperiales, particularmente Estados Unidos, Canadá y China, en esta volátil situación?
En aras al espacio, permítanme dejar a un lado a Canadá por el momento y dirigir a los lectores hacia el libro que Todd Gordon y yo escribimos sobre el tema, Blood of Extraction: Canadian Imperialism in Latin America.
Una de las características más importantes de la fase neoliberal del imperialismo es el papel de la inversión extranjera directa (IED), de los agentes detrás de dicha inversión, de las corporaciones multinacionales y del apoyo prestado a las multinacionales por los Estados que albergan sus sedes. Como tal, el seguimiento de los flujos de la inversión extranjera directa es un lugar razonable para comenzar cualquier discusión sobre el imperialismo contemporáneo. Si se incluyen fusiones y adquisiciones, Estados Unidos continúa liderando la IED en América Latina, seguido de la Unión Europea formando bloque, con Canadá en tercer lugar y China en cuarto.
Estados Unidos se ha congratulado del «fin del ciclo» de la marea rosa con descarado deleite y ha utilizado la aparición de nuevos aliados de derechas para tratar de rehabilitar organismos regionales como la Organización de Estados Americanos (OEA), en la que tiene un asiento e influencia decisiva entre bambalinas para reemplazar a las organizaciones formadas durante la era de la marea rosa, por ejemplo, la Comunidad de Naciones de América Latina y el Caribe (CELAC), de la que estuvo excluido. Como se mencionó anteriormente, este patrón puede verse también en la promoción de Prosur sobre UNASUR. La reanimación del FMI, del Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo en la región también es una expresión indirecta del poder de Estados Unidos.
La guerra contra las drogas de Estados Unidos continúa siendo una plataforma flexible a través de la cual el ejército, los servicios de inteligencia, el cuerpo diplomático y la policía de Estados Unidos pueden proyectar su poder, especialmente en México, el Caribe, América Central y Colombia. Las bases militares y la presencia de tropas continúan expandiéndose allá donde sea posible.
En el frente de la migración Trump ha logrado utilizar la tremenda asimetría de poder entre Estados Unidos y México para convencer u obligar al nuevo presidente populista de centro-izquierda de ese país, Andrés Manuel López Obrador, a llevar a cabo la labor policial sobre los migrantes de Centroamérica en México en nombre del régimen fronterizo estadounidense.
Bajo Trump Venezuela, en particular, ha sido de especial importancia para los cálculos del imperio estadounidense en América Latina, como se puso de manifiesto en el reconocimiento liderado por Estados Unidos de la autodeclaración de Juan Guaidó como «presidente interino» de Venezuela en enero de 2019 y el apoyo directo de Estados Unidos al intento golpista espectacularmente mal concebido de este opositor político conservador a finales de abril de 2019. Las sanciones estadounidenses impuestas a Venezuela por decreto presidencial en agosto de 2017 y enero de 2019 siguen vigentes, al igual que las restricciones económicas de facto que enfrenta la administración de Nicolás Maduro a raíz del reconocimiento por parte de Estados Unidos de un gobierno paralelo dirigido por Guaidó.
Estados Unidos se ha apoderado también de los activos extranjeros de Venezuela por valor de miles de millones de dólares, como ha sucedido con la mayor empresa estatal de refinería y transporte de petróleo CITGO, con sede en Estados Unidos. Con la ayuda de instituciones aliadas como el Banco de Inglaterra, la iniciativa de Estados Unidos también ha conseguido congelar gran cantidad de las reservas extranjeras de 9.000 millones de dólares de Venezuela, que se mantienen parcialmente en oro.
Ahora le toca a China. La IED china entre 2005 y 2016 alcanzó la modesta cifra de 90.000 millones de dólares, que representa aproximadamente el 5 % de la IED que fluye hacia la región durante ese período. Sin embargo, hubo un aumento en 2017 y las cifras estimadas para ese año llegaron a 25.000 millones de dólares, alrededor del 15 % del total. La IED china se concentra en los recursos naturales y en unos pocos países, con el 81 % de la inversión del país fluyendo hacia Brasil, Perú y Argentina, con Brasil a la cabeza por un amplio margen del 55 % del total.
Junto con la IED el poder imperial emergente de China en la región se basa en su papel de acreedor. Los compromisos totales de préstamos a los gobiernos de América Latina y el Caribe entre 2005 y 2016 superaron los 141.000 millones de dólares, más que las cifras totales de préstamos de cualquiera de las principales instituciones financieras de Estados Unidos en el mismo período. La mayoría de estos préstamos están vinculados a los hidrocarburos (sector de gas natural y petróleo), con una fuerte concentración en Venezuela, pero también con importantes préstamos de este tipo en Brasil, Ecuador y Argentina.
Algunos son «préstamos especiales para petróleo» diseñados para ser pagados en especie, es decir, a través de envíos directos garantizados de petróleo a China. Muchos préstamos chinos están vinculados a proyectos de infraestructura, que a su vez están vinculados a contratos de construcción. Por lo tanto, los bancos de desarrollo chinos obtienen préstamos para proyectos de infraestructura que se reciclan a través de contratos de construcción otorgados a empresas chinas, que por lo general utilizan mano obra china, más fácil de controlar para estas empresas. Estos contratos de construcción tienden a localizarse en el sector energético, especialmente en la hidroelectricidad, así como en el transporte.
Todavía no tiene sentido hablar de China como rival político-militar de Estados Unidos en América Latina. Sin embargo, en términos de IED, de contratos de préstamos, proyectos de infraestructura y flujos de energía garantizados a China, resulta obvio que hay una trayectoria ascendente hacia otros elementos de su poder imperial en la región. En el primer Foro de CELAC y China en 2015 China proyectó que el comercio con la región alcanzaría los 500.000 millones de dólares para 2025, mientras que los flujos de IED chinos ascenderían a 250.000 millones de dólares ese mismo año. Obviamente, estas son proyecciones y a menudo las proyecciones chinas de este tipo no se han cumplido. Con todo, está indicando una estrategia.
¿Algún comentario final?
Solo reiterar que debemos posicionar los elementos coyunturales recientes del momento presente dentro de patrones más prolongados del contradictorio desarrollo capitalista en la región durante las últimas décadas y en cómo han interactuado con los ritmos del mercado mundial. En particular, la relación específica de la región en la crisis global que comenzó en 2008 se ha tratado en muchos de los relatos tan solo de forma superficial.
Frente a ese contexto general, y dentro del mismo, hemos cubierto algunas dinámicas políticas centrales del estancamiento de la región: una marea rosa oficial, agotada y conservadora, que incluso cuando está en el poder, o al volver a él, se muestra ya dispuesta a gestionar la austeridad, aunque sea a través de la negociación y pacificación social en vez de la fuerza bruta estatal absoluta.
El centro-derecha y la extrema derecha están en el poder o alcanzándolo en otros países, pero no tienen una estrella que los guíe, como sí tuvieron en la década neoliberal de 1990, y por lo general pierden apoyo popular rápidamente una vez en el gobierno, ya que el dinamismo capitalista fracasa al volver a estar bajo su mandato. Y cada vez se limitan más a gobernar mediante la represión estatal agresiva, como atestiguan Chile, Brasil, Honduras, etc. Los movimientos de extrema derecha, vinculados e inspirados por la extrema derecha internacional y poderosamente protagonizados por pastiches ideológicos de odio racial y de género, de antipatía hacia el «marxismo cultural», y los hilos culturalmente conservadores e infraestructuras organizativas de un creciente evangelismo de derecha en la región son fenómenos que deben seguirse muy de cerca para resistir frente a ellos.
Están cristalizando nuevas formas de lucha popular: sobre todo el movimiento feminista popular de izquierdas, que incluye importantes corrientes anticapitalistas. El movimiento indígena está recuperando coherencia y militancia en diferentes partes de la región. Y la resistencia ecológica y anticapitalista frente al capital extractivo continuará siendo una primera línea de la lucha de clases y el antagonismo sociopolítico.
Es probable que surjan en otros lugares más momentos explosivos como los debatidos, aunque sería absurdo predecir exactamente dónde. Es probable que chispas como el aumento del diésel/gasolina en Ecuador y el aumento de las tarifas del metro en Chile hagan que más sociedades se inflamen a medida que los gobiernos introducen paquetes de austeridad en medio del estancamiento secular del capitalismo global. La dinámica en Ecuador y Chile, como he tratado de argumentar, está llena de potencial aunque sus resultados siguen siendo muy indeterminados. No debe sobrestimarse la importancia de una intervención abierta y audaz en el crecimiento y el desarrollo político de estos levantamientos por parte del movimiento social radical y los partidos de izquierda. Si bien las elecciones son ciertamente momentos de lucha de clases en las que debe actuarse, la determinación decisiva de las posibilidades de emancipación en el corto y medio plazo será el equilibrio de fuerzas que se establezca a raíz de batallas extraparlamentarias campales como las que se llevan a cabo en Chile y Ecuador en las últimas semanas.
[*] Este artículo se publicó el 6 de noviembre, el 10 de noviembre se produjo el golpe de Estado, la dimisión de Evo Morales y su exilio en México (N. de las T.).
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