El pasado 11 de mayo se producía un hecho insólito en el seno de la Unión Europea. Tras décadas de progresiva integración, saltaban las alarmas al confirmarse, tras el previo amago francés, la decisión del gobierno danés de restaurar los controles aduaneros, rompiendo de facto el Acuerdo de Schengen, uno de los hitos capitales en […]
El pasado 11 de mayo se producía un hecho insólito en el seno de la Unión Europea. Tras décadas de progresiva integración, saltaban las alarmas al confirmarse, tras el previo amago francés, la decisión del gobierno danés de restaurar los controles aduaneros, rompiendo de facto el Acuerdo de Schengen, uno de los hitos capitales en la historia de la construcción europea, firmado inicialmente por cinco Estados Miembros en 1985, cuyo Convenio de aplicación no entró en vigor hasta el 26 de marzo de 1995, adhiriéndose Dinamarca un año más tarde, que permite que cualquier ciudadano que se encuentre dentro del Espacio Europeo pueda viajar libremente por su territorio sin verse sometido a ningún tipo de control fronterizo, estableciéndose por lo tanto una zona de Libre Circulación en el denominado Espacio Schengen.
La razón esgrimida por el gobierno francés para solicitar a Bruselas una ampliación de la cláusula de suspensión de la libre circulación, la denominada Cláusula de Salvaguardia del Tratado de Schengen, que prevé la reintroducción del control de las fronteras internas «con carácter excepcional», durante 30 días renovables, en caso de «amenaza grave para el orden público o la seguridad interior» fue la llegada masiva de inmigrantes procedentes del norte de África, de Túnez principalmente, iniciada tras el conflicto que en enero provocó la huida del ex presidente Ben Ali, y que Italia, a cuyas costas llegan la mayoría de estos desplazados, estaría siendo incapaz de contener. El gobierno italiano habría concedido unos 20.000 permisos de residencia temporal a tunecinos llegados a las costas de la isla de Lampedusa, permisos que permitirían el libre desplazamiento de estos ciudadanos por el espacio Schengen durante su vigencia, procedimiento mediante el cual el gobierno italiano estaría pretendiendo aliviar la presión migratoria que ha venido sufriendo en los últimos meses, ante la negativa de otros Estados miembros a acoger temporalmente a parte de esta población desplazada. Ante esta situación, en el seno del gobierno de Sarkozy surge el debate político sobre la conveniencia de suspender temporalmente la aplicación de los acuerdos de Schengen, si bien la Comisión Europea señaló que no había sido formalmente informada acerca de estas pretensiones, a pesar de lo cual se llegó a cerrar durante unas horas el tráfico ferroviario entre Francia e Italia el pasado 17 de abril, a lo que la comisaria de Interior de la UE, Cecilia Malmstrom, restaba importancia señalando que «se debió a una cuestión de orden público, fue una interrupción temporal y única».
Se abre entonces un debate europeo sobre la Reforma del Tratado de Schengen, impulsada inicialmente por Francia, pero apoyada también por el ejecutivo italiano, interesado en frenar la llegada de inmigrantes procedentes del este de Europa.
Semanas después de la polémica suscitada por la postura francesa, el gobierno danés sorprendía a propios y extraños con su decisión de restaurar unilateralmente los controles fronterizos, argumentando, además de la existencia de una «presión migratoria extraordinaria», procedente de los países inmersos en las «Revoluciones árabes», la lucha contra la criminalidad transfronteriza. La UE estaría estudiando actualmente la compatibilidad de la instauración de estos controles con el principio de libre circulación, que según el Ministro de Integración danés, Soren Pind, «es totalmente compatible con (el acuerdo de) Schengen; no vamos a cerrar las fronteras, vamos a tener controles aduaneros intensificados».
Lo que sí queda claro es que se abre un periodo de debate y reflexión en las instituciones y gobiernos europeos sobre uno de los principios clave de la integración europea, la libre circulación de personas, tras el cual quizá se esconde un deseo de recuperar soberanía nacional, que puede considerarse una respuesta habitual ante crisis como la que estamos sufriendo actualmente, iniciada hace más de 3 años, y una falta de solidaridad intraeuropea, que pone en tela de juicio, al menos a primera vista, el avance del proyecto integrador europeo.
Yendo más allá en el análisis de estas cuestiones, cabe preguntarse por qué motivo se decide poner en evidencia torpemente el proceso europeo desde gobiernos como el francés o el italiano, miembros originarios de la Unión. Se abren, pues, diversos interrogantes.
¿Qué se esconde tras estas sorprendentes decisiones? ¿Tan difícil es absorber temporalmente la llegada de aproximadamente 25.0001 norteafricanos desplazados en una población como la europea, que supera los 500 millones de habitantes? España recibió según estimaciones 4’6 millones de inmigrantes entre 1998 y 20082, lo que supone una media de 460.000 personas cada año, un incremento en torno al 1’20% anual, mientras que para el conjunto europeo los 25.000 norteafricanos supondrían un insignificante incremento del 0,005%.
Entonces, ¿por qué, tras una supuestamente positiva integración europea, ahora algunos países pretenden hacer un «rebobinado» del proceso de integración ante dificultades fácilmente solventables? Evidentemente algo se esconde detrás. ¿Qué escenario manejan los gobiernos europeos para los próximos años que hace que se tomen estas, a priori, «alocadas» medidas? Quizá las razones no debamos buscarlas en la amenaza de una inmigración masiva procedente del norte de África, si no más bien de la procedente del sur de Europa…
Los bautizados como PIGS, de los cuales sólo España aún no ha sido rescatada financieramente de modo oficial, aunque ya lo estaría siendo de modo oficioso, suman un total de 6,43 millones de desempleados3, el 28% del paro registrado en la UE. Sólo España, con más de 4,5 millones de desempleados, aloja a más del 20% de los desocupados en el Espacio Schengen, que pueden moverse libremente por todo el territorio europeo. Y la situación, perdónenme que les diga, no tiene visos de mejorar (no hay más que observar los datos recientemente publicados por la OCDE4, que estima que el mercado laboral español tardará 15 años en volver a los niveles de desempleo previos a la crisis), a no ser que consideremos como mejora el que no se produzca un aumento de la tasa de desempleo en los mismos términos en los que se ha venido incrementando en los últimos tiempos, argucia empleada con asiduidad por diversos Ministros de Trabajo, pero que no es sino el síntoma de que cada vez hay menos gente trabajando disponible para quedarse sin su empleo.
La decisión de tratar de retomar el control efectivo de las fronteras, o más bien, de iniciar «ahora» el debate que podría desembocar tras unos años en una modificación del Tratado Schengen, que limitase la libre circulación de los ciudadanos comunitarios, pudiera obedecer a la necesidad de gestionar dos factores que pudiesen parecer opuestos.
Por un lado, la evidente deflación salarial que está teniendo lugar en estos países periféricos y la previsión de que esto continúe siendo así (la lucha por los escasos puestos de trabajo disponibles provoca indefectiblemente una depresión de los salarios), junto con la relativa competitividad de la población con capacidad de emigración, jóvenes en su mayoría, sin futuro laboral en sus países de origen pero con buena formación, sobre todo en profesiones técnicas, podrían provocar un conflicto social en caso de emigrar masivamente hacia países europeos en los que la crisis económica ha tenido una menor incidencia, para lo cual no existe impedimento alguno, no habiendo ninguna medida en la legislación europea prevista para administrar esta situación, ya que se trata, a efectos jurídicos y de derechos civiles, de un espacio homogéneo. Podría hablarse de una competencia desleal, pero que lejos de producirse a miles de kilómetros de sus casas, como realmente ocurre con la deslocalización de cualquier tipo de industria, máximo exponente del «dumping salarial» que nos hacemos unas regiones a otras, unos pueblos a otros (no olvidemos que, a pesar de las «fronteras» todos formamos parte de un único sistema económico), tendría lugar allí mismo, en su entorno cercano, y sin la posibilidad de que el gobierno pudiese poner limite a la entrada de esta población.
A ello se une la otra vertiente, no menos descabellada, que supondría la emigración masiva de amplios grupos de población procedentes de los «países periféricos» hacia el norte de Europa tras comprobar como la bancarrota de sus respectivos estados no solo anula la posibilidad de encontrar un trabajo digno, si no que complica la mera supervivencia de los individuos o hace extremas las condiciones que habrán de soportar tras la imposición de las duras medidas de recorte de gasto que las diversas instituciones «rescatadoras» aplicarán, destinadas a impedir una quita inasumible de la deuda contraída por estos Estados (habrá quita, pero administrable, se trata de maximizar la capacidad futura de repago de los préstamos adquiridos), cuyos principales acreedores, qué curioso, son entidades bancarias nordeuropeas.
Ante un panorama como el relatado, desgraciadamente altamente probable, ¿qué impide a una familia griega, a un joven portugués o a un parado de larga duración español huir hacia lugares que ofrecen más posibilidades? ¿Qué medidas podría tomar, entonces, el gobierno danés, por ejemplo, si se encontrase con 10.000 inmigrantes cada día en sus fronteras, a los que, con la legislación actual, no podría impedir su entrada?
La UE, sin duda alguna, se encuentra en un momento clave de su historia. Estas tensiones rebobinatorias, que irán in crescendo conforme avance el proceso de deterioro de las economías periféricas, no debe engañarnos, son medidas que se aplicarán con carácter temporal (en caso de ser bien administradas), pero la madre de todas las integraciones, la integración financiero-fiscal está en marcha y es imparable. Evidentemente, no es algo que pueda conseguirse de un día para otro, se están configurando los escenarios en los que se desenvolverán las políticas en los próximos 10 o 15 años, habrá divergencias que compliquen el proceso, pero el Euro es la nueva moneda de referencia de facto, y el eje Berlin-París marca su ritmo.
Notas:
1 Según estimaciones del gobierno italiano.
2 Ministerio de Trabajo e Inmigración, Gobierno de España.
3 Eurostat.
4 Economic Outlook No. 89, OECD.
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