Italia está sometida desde hace años a políticas que están acabando con los derechos, las condiciones de vida y las libertades democráticas de las clases populares. El gobierno de derechas de Silvio Berlusconi (2008-2011), el gobierno «técnico» de Mario Monti (2011-2013), el gobierno de centro «izquierda» de Enrico Letta (2013) y, en estos momentos, el […]
Italia está sometida desde hace años a políticas que están acabando con los derechos, las condiciones de vida y las libertades democráticas de las clases populares. El gobierno de derechas de Silvio Berlusconi (2008-2011), el gobierno «técnico» de Mario Monti (2011-2013), el gobierno de centro «izquierda» de Enrico Letta (2013) y, en estos momentos, el de Matteo Renzi (los tres últimos bajo la supervisión del presidente de la República, Giorgio Napolitano, que ejerce la jefatura del Estado desde 2006), todos ellos han aplicado duras políticas de austeridad de un modo cada vez más explícito.
En el plano institucional se está desarrollando una reforma encaminada a poner en manos de unos pocos todas las palancas del poder. Se pretende transformar el Senado en un ridículo organismo de 100 personas que ya no serán elegidas libremente por los ciudadanos, sino nombradas desde arriba y por tanto privadas de toda capacidad de decisión real. Ya han corrido la misma suerte los 100 consejos provinciales, también nombrados a dedo y no elegidos, que solo sirven para colocar a los notables que no consiguen salir elegidos para otra función. La nueva ley electoral en debate prevé un sistema en el que nada más que dos partidos puedan desempeñar algún papel político y estar presentes en las instituciones; permite al partido mayoritario, aunque sea muy minoritario en el conjunto del censo electoral, gozar de mayoría absoluta en el parlamento en detrimento de la representación real del país y de la democracia. Si prospera esta propuesta de ley, la mayoría de los diputados de la Cámara también serán nombrados a dedo. Además se prevé restringir drásticamente las opciones al referendo (o sea, a la expresión popular directa, entre otras cosas a raíz de la experiencia de los referendos de 2011) y la posibilidad de impulsar iniciativas legislativas populares. Se pretende alterar el mecanismo original de la Constitución, reduciendo u obstaculizando la libre participación de las ciudadanas y ciudadanos en la vida política y social. En esta cuestión también ha sido determinante la presión, impropia y anticonstitucional con respecto a su función de garante, del presidente de la República.
En el plano económico, la reforma constitucional, que obliga a «equilibrar el presupuesto», impide formalmente cualquier tipo de intervención pública en la economía, empujando al Estado central y a las autonomías locales a emprender procesos de privatización generalizados. Todo esto en un contexto de crisis que dura desde el año 2008 y de profunda recesión (PIB negativo desde hace dos años…), prolonga la crisis del empleo, que formalmente ya afecta a más de tres millones de personas (una tasa de paro que ya ronda el 13%, con un pico del 42% entre los jóvenes), a los que hay que añadir otros tres millones que han renunciado a buscar trabajo y más de 600 000 en regulación de empleo, o sea, en un estado que podría calificarse de «desempleo temporal». Los puestos de trabajo destruidos en los años de recesión ya superan el millón y medio, con decenas de pequeñas y medianas empresas que día tras día anuncian el cierre. Los pobres superan los tres millones (el 1,8 % de las familias), y los diez millones si se incluye la «pobreza relativa» (casi el 13% de las familias). Aunque se carece de datos estadísticos, son numerosísimos los llamados working poor (pobres con empleo).
Masacre social
Mientras tanto, en el plano social, los golpes de los sucesivos gobiernos se han abatido sobre todas las conquistas sociales de los años 60 y 70 del siglo pasado. Las pensiones se han visto mermadas tras varias «contrarreformas», siendo la última y la peor la de noviembre de 2011, del gobierno Monti-Fornero, que aumentó drásticamente en 5 años la edad de jubilación y anuló toda posibilidad de jubilación anticipada. Los convenios colectivos nacionales, que habían asegurado desde finales de los años 60 la solidaridad de clase entre trabajadoras y trabajadores de todo el país, han quedado desvirtuados y convertidos en gran parte en instrumentos para agravar la explotación. Los salarios están congelados desde el año 2010, con un bloqueo también formal para los funcionarios públicos, y en el fondo también para el sector privado. Los horarios de trabajo se han ampliado mediante varios instrumentos, redoblando de este modo el aumento del paro y por tanto la presión social de los parados, dispuestos a aceptar un puesto de trabajo en las condiciones que sean.
Numerosos trabajadores (varios cientos de miles) que habían perdido el empleo, pero que debido a las nuevas normas en materia de pensiones de jubilación ya no tenían derecho a percibir ninguna, se han quedado sin ningún ingreso. Después se ha reducido el subsidio de paro, tanto en su cuantía como en su duración, a fin de llevar a los parados a la desesperación y a aceptar cualquier trabajo que les ofrezcan. El gasto público social se ha recortado drásticamente, tanto el que corre a cargo del gobierno central como -todavía más drásticamente- el que corresponde a las entidades autónomas locales, con la correspondiente merma de la cantidad y la calidad de los servicios públicos. La escuela y la universidad públicas han sufrido profundos recortes, en beneficio, claro está, de la enseñanza privada. Análogamente, el servicio sanitario nacional también ha visto fuertemente recortados sus ingresos a favor de las clínicas y las mutuas privadas. El recorte de los servicios ha dado pie a una disminución significativa del número de contratados de las administraciones públicas, bloqueando válvulas de escape para el empleo.
Paralelamente asistimos a una rápida y progresiva operación de privatización de todos los servicios, pese a que 26 millones de electores hubieran rechazado en 2011 la política de privatizaciones. Hace ya años que se ha anulado totalmente la financiación para las casas y las capas más pobres, forzando cada vez más la convivencia de más núcleos familiares en la misma vivienda. En los últimos meses el movimiento que con la ocupación de pisos vacíos había tratado de dar una respuesta a esta emergencia social se ha visto golpeado por un decreto que prohíbe a las compañías de gas y electricidad mantener el suministro a casas ocupadas «ilegalmente». La actitud resignada y a veces cómplice de los grandes aparatos sindicales ha contribuido a que se consienta esta masacre social. Dos importantes organizaciones (la CISL y la UIL) han aceptado explícitamente la orientación neoliberal dominante tratando de reservarse una función servil en su seno.
Evolución de las centrales sindicales
La principal organización sindical, la CGIL, ha mantenido un perfil ambiguo, criticando, a veces incluso severamente, las decisiones de los gobiernos, pero siempre considerando inútil oponerse. Al adoptar una línea moderadamente crítica, la CGIL no ha logrado impedir, y ni siquiera limitar, las secuelas devastadoras de la política económica nacional y europea. La CGIL, el sindicato mayoritario del país (casi 6 millones de afiliados, 16 000 permanentes) que el siglo pasado estuvo vinculado al Partido Comunista, ha llegado a caer prácticamente, debido a su línea política, en la irrelevancia. De un modo cada vez más claro, de Berlusconi a Renzi, los sucesivos gobiernos la han relegado a un papel marginal, que puede comprometer incluso su continuidad en el plano organizativo. La federación metalúrgica de la CGIL, la FIOM, ha adoptado desde hace tiempo una línea política más combativa. En los primeros años de este siglo ya participó como tal organización en el movimiento antiglobalización y en las jornadas de Génova en 2001. Después se enfrentó a la patronal de la multinacional Fiat y se desvinculó abiertamente de las decisiones moderadas y colaboracionista de los metalúrgicos de la CISL y de la UIL. Alrededor de 2010 aparece como un punto de referencia alternativo a la deriva moderada de la CGIL y, en cierta medida, a la crisis de la izquierda política.
Sin embargo, en los últimos años el grupo dirigente de la FIOM ha adoptado una política bamboleante, oscilando entre proclamaciones radicales y una práctica sindical mucho más conformista. Tan solo en las últimas semanas, ante la nueva agresión gubernamental a los derechos de los trabajadores y sus condiciones laborales, la FIOM se orienta hacia un recrudecimiento de la lucha. En la CGIL existe desde siempre una izquierda sindical que en el último congreso obtuvo 42 000 votos, conquistando una presencia en la dirección nacional del sindicato. Esta corriente (que ha adoptado el polémico nombre de «El sindicato es otra cosa – Oposición CGIL») cuenta con una implantación significativa en algunas fábricas importantes del país.
Al margen y a la izquierda de las grandes confederaciones tradicionales se formaron, en las décadas de 1980 y 1990, diversas organizaciones sindicales más radicales, como la COBAS, la USB, la CUB y numerosas siglas menores. Son organizaciones numéricamente muy pequeñas en comparación con las tradicionales, que además tienen dificultades para acceder a las prerrogativas sindicales y a la contratación. No obstante, han protagonizado algunas luchas significativas y acumulado energía y cuadros que, disgustados con la política de las grandes confederaciones, de otro modo se habrían dispersado y abandonado la militancia. En los últimos tiempos, sin embargo, y pese a que la moderación de los sindicatos confederales resulta cada vez más evidente, su capacidad de presión disminuye por momentos. Esta dificultad se agravará en los próximos meses a causa, entre otras cosas, del pésimo acuerdo sindical suscrito por la CGIL, la CISL y la UIL con la patronal privada, que limita escandalosamente las libertades sindicales de las demás organizaciones.
Nuevo ataque a los derechos laborales
En el mes de septiembre, el gobierno de Renzi sometió al parlamento una propuesta de ley sobre el trabajo, conocida por el anglicismo dominante de Jobs Act. Se trata de un proyecto que entre otras medidas (todas favorables a la patronal) prevé anular la norma que desde hace más de 40 años impide a las empresas los despidos injustificados, comúnmente denominada «artículo 18». El gobierno de Berlusconi ya intentó en 2002 promulgar una medida similar, pero una fortísima movilización (en particular de la CGIL, que reunió en las calles de Roma a más de un millón de personas) se lo impidió. Ahora un gobierno presidido por el líder de un partido que se define de izquierda y que es miembro del Partido Socialista Europeo pretende hacer lo mismo. Pocos días después de la publicación de la Jobs Act, las plantillas de algunas empresas se declararon en huelga, bloquearon los accesos y se manifestaron en la ciudad. Se trata de movilizaciones semiespontáneas que inducen a la FIOM a dar un nuevo giro a la izquierda con la proclamación de huelgas locales.
La propia CGIL no puede permanecer de brazos cruzados. La política gubernamental es muy agresiva, no solo contra el mundo del trabajo y las clases populares, sino también contra el papel y las prerrogativas de los aparatos burocráticos. Una primera iniciativa ha consistido en organizar una gran manifestación nacional en Roma, en la que han participado 200 000 personas indignadas y combativas. Muchos jóvenes, muchos inmigrantes, muchas fábricas empeñadas en las luchas contra los despidos, los cierres de empresas, las deslocalizaciones. Se ha difundido a bombo y platillo la demanda de proclamar una huelga general. La corriente de izquierda de la CGIL, con una gran presencia en el cortejo, reclamaba en sus pancartas un salto delante de la lucha y la huelga general inmediata. Y la CGIL, al cabo de dos semanas de titubeos y tras un encuentro inútil con el gobierno, en el que se ha visto de nuevo maltratada, y después de un intento vano de reconstruir un frente unitario con la CISL y la UIL, ha decidido proclamar una jornada de huelga general con manifestaciones regionales.
Mientras, el 14 de noviembre, un frente de movimientos (organizaciones estudiantiles, asociaciones de trabajadoras y trabajadores precarios, centros sociales, movimientos ecologistas) y de pequeños sindicatos radicales (en particular la USB, COBAS y CUB) organizan una jornada de movilización y de huelgas. La FIOM participa en dicha jornada con una huelga del sector metalúrgico y una gran manifestación en Milán. Está claro que la plataforma reivindicativa de la CGIL para la huelga es ambigua, no aspira más que a modificar aspectos de la política económico-social del gobierno y no plantea la caída del gobierno de Renzi, que sigue siendo el líder del principal partido de centro-izquierda. Además sigue supeditándose abiertamente a la minoría «laborista» del PD, a la que considera el único interlocutor político disponible. Asimismo, la decisión de última hora de posponer la iniciativa del 5 al 12 de diciembre para converger en la huelga con la UIL, una organización sindical implicada en los peores acuerdos favorables a la patronal, contribuye a que los contenidos de esa jornada resulten todavía más ambiguos.
Cambio de clima político y social
En todo caso, la decisión del aparato burocrático de la CGIL de proclamar una huelga de 24 horas en todos los sectores tiene que ver con el cambio de clima que se está viviendo en Italia. La dureza del ataque y su carácter descarado; las protestas, minoritarias pero extendidas, que reciben al jefe del gobierno en todos sus viajes; las iniciativas de huelga espontánea que han protagonizado algunas fábricas más radicales; el despertar contradictorio, pero obligado, de los aparatos sindicales, todos estos son elementos que están contribuyendo a sacudir a la clase trabajadora italiana del sopor en que se había hundido últimamente, sobre todo tras el fin de los gobiernos de Berlusconi. En los últimos años, Italia se ha situado en la cola de los países en lo que respecta a la lucha contra la política de austeridad. Salvo las movilizaciones de las empresas directamente afectadas por quiebras o deslocalizaciones, aunque todas ellas aisladas, sin ni siquiera tratar de crear una red de coordinación entre luchas potencialmente convergentes, el grueso de la clase trabajadora parecía resignada a perder gran parte de las conquistas de los decenios anteriores.
El mismo mundo juvenil, salvo breves y esporádicas llamaradas de movilización, estaba sumido en la pasividad. Durante años, ningún episodio significativo de lucha generalizada del tipo de las que se vieron con las Mareas en el Estado español o de las huelgas generales repetidas en Grecia. Ahora están acumulándose los síntomas de un cambio de tendencia. Todavía es pronto para decir que la contestación a la política de austeridad está generalizándose, pero es cierto que es la primera vez en años que esta posibilidad parece concretarse. No es por casualidad que la popularidad de Renzi comience a decaer tras el éxito que obtuvo su partido en las elecciones europeas (el 40,8% de los votos, aunque con una participación electoral de tan solo el 58%). Esto es positivo, pero se ve contrarrestado por el hecho de que la inicial radicalización política y social empuja también a la derecha a modificar su política. En efecto, como alternativa al liderazgo de Berlusconi se afirma cada vez más el de Matteo Salvini, de la Liga Norte, en alianza con grupos de extrema derecha declaradamente nazifascistas.
Queda la extrema debilidad de la izquierda «radical». Tras las derrotas de los últimos años, todas ellas debidas a una política subordinada al Partido Democrático, y las crisis organizativas, las principales organizaciones de la izquierda radical tratan confusamente de reorientarse ante la imposibilidad cada vez más evidente de buscar una alianza con el PD. La lista «Con Tsipras por la otra Europa» (que obtuvo 3 escaños en el Parlamento Europeo) manifiesta todas las contradicciones irresueltas de la izquierda italiana: una constante disputa interna que elude la necesidad de construir un frente social y político contra la austeridad y la nunca ocultada disposición a contraer alianzas hacia la derecha, siempre en versión electoralista y moderada. Sin embargo, el clima que está cambiando impone a todos la máxima claridad. Las potencialidades de las nuevas movilizaciones y la ocasión misma de la huelga del 12 de diciembre exigen dar un salto cualitativo.
Andrea Martini es miembro de Sinistra Anticapitalista.
Traducción: VIENTO SUR
Fuente original: http://vientosur.info/spip.php?article9600