Muchos son los elementos del tratado constitucional de la UE que invitan a la polémica. Uno de ellos lo aporta el tratamiento dispensado por aquél a los derechos sociales. De hecho, lejos de los micrófonos son muchos los partidarios del tratado que confiesan su malestar al respecto, y que se preguntan cómo desde posiciones progresistas […]
Muchos son los elementos del tratado constitucional de la UE que invitan a la polémica. Uno de ellos lo aporta el tratamiento dispensado por aquél a los derechos sociales. De hecho, lejos de los micrófonos son muchos los partidarios del tratado que confiesan su malestar al respecto, y que se preguntan cómo desde posiciones progresistas ha podido formalizarse un texto como el que nos ocupa.
Subrayemos, antes de nada, que hay una inquietante distancia entre las partes primera y segunda del tratado, por un lado, y la tercera, por el otro. Esta última se destina a describir las políticas precisas que la UE debe desplegar y plantea un problema severo: en la democracia liberal, la determinación de las políticas concretas debe ser el producto temporal de unas u otras mayorías electorales. Al plasmar aquéllas en un texto de ínfulas constitucionales se está reduciendo nuestro derecho a revisar esas políticas y, con él, el de las generaciones venideras. Lo anterior es tanto más preocupante cuanto que el tratado que se nos ofrece se antoja difícilmente reformable.
Pero vayamos a lo nuestro y reseñemos que el lenguaje empleado en las dos partes iniciales antes invocadas es muy distinto del utilizado en la tercera. Lo que en aquéllas se llama «desarrollo duradero», «pleno empleo» y «economía social de mercado», en ésta se transmuta en precios estables, finanzas saneadas y «economía de mercado abierta con competencia libre». El efecto final es sugerente: mientras el tratado hace uso en 78 ocasiones de la palabra «mercado» y se refiere en 27 oportunidades a la «libre competencia», uno tiene que buscar con lupa las mentadas expresiones de «pleno empleo» y «economía social de mercado», perdidas en la retórica florida de la parte inicial. Significativo es que, en su decidido espasmo neoliberal, cuando el tratado habla de derechos sociales recurra al vaporoso verbo «promover» o, en su caso, sugiera que el Parlamento «podrá legislar»; cuando se refiere al mercado y a la libre competencia, el verbo empleado es, en cambio, el muy material «ofrecer».
Así las cosas, los derechos sociales salen manifiestamente malparados. Si uno quiere ser generoso, se limitará a reseñar que los que se reconocen no se ven acompañados de garantías que permitan convertirlos en obligaciones. Si está de peor humor, recordará que en un alarmante retroceso la Carta de Derechos, hoy incorporada al tratado, ya había esquivado la mención de un puñado de aquéllos que los socios iniciales de la UE habían reconocido en el decenio de 1970. A duras penas sorprenderá que los socialdemócratas escandinavos –y muchos de los franceses– se muestren renuentes a acatar un tratado que puede servir de punta de lanza para una nueva ofensiva contra conquistas sociales de honda tradición.
Para que nada falte, las armonizaciones social y fiscal brillan por su ausencia, y otro tanto ocurre, retórica aparte, con los compromisos en materia de protección de los consumidores y lucha contra el fraude. En paralelo, el tratado no habla de servicios públicos, sino de «servicios económicos de interés general», sometidos, claro, a las reglas de la competencia y alejados de cualquier querencia igualitaria. Sobre ellos habrá de legislar una Comisión Europea presidida por José Manuel Durão Barroso, el responsable principal de un fiasco neoliberal en Portugal.
Hora es ésta de agregar que las políticas descritas en la parte tercera del tratado configuran, además, el meollo de éste: son las que permiten interpretar qué es lo que en los hechos significan los principios enunciados en las dos partes iniciales. Así, con el mercado y la libre competencia emplazados claramente por encima de los derechos sociales y el medio ambiente, lo más relevante no es que se cierre el camino –era de esperar– a transformaciones revolucionarias. Más llamativo es que se impongan obstáculos, acaso insalvables, para el proyecto de la socialdemocracia consecuente: el de un Estado entregado a la intervención activa en la economía y a la defensa de los derechos sociales.
Que nadie busque consuelo, en suma, en la intuición de que la realidad discurre por otros cauces: conservadores y liberales –los aliados de la familia socialista en la promoción del tratado– son consecuentes con su credo. Así lo testimonia el propio Durão Barroso, para quien la pelea por la competitividad aconseja dejar de lado, una vez más, los derechos sociales y el medio ambiente. En una UE en la que las presiones de gigantescos grupos empresariales tienen un ascendiente poderosísimo, hay que recelar, por añadidura, de otra superstición: la de que las mejoras en la competitividad benefician al conjunto de la población. El más necio sabe que aquéllas han permitido acrecentar espectacularmente los recursos de unos pocos, al tiempo que reculaban los derechos sociales y los salarios, y se acrecentaban las jornadas laborales y la precariedad, de muchos, y entre ellos los de varios millones de inmigrantes privados de todo derecho.
Convengamos, aun así, que el tratado que tenemos entre manos no llama al engaño. Ilustrativo es que, cuando llega el momento de determinar cuáles son las funciones esenciales del Estado, responda con meridiana claridad: «Las que tienen por objeto garantizar la integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior». Más o menos las vinculadas con lo que hemos dado en entender por Estado del bienestar…
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.