Al optar por ratificar en el parlamento un texto prácticamente idéntico al que fuera rechazado por referéndum en 2005, Nicolas Sarkozy acrecienta la fractura entre los ciudadanos y el aparato institucional de la Unión Europea, que produce políticas neoliberales que los gobiernos imputan felizmente a una «Europa» cuya legitimidad se ve así minada. La firma […]
Al optar por ratificar en el parlamento un texto prácticamente idéntico al que fuera rechazado por referéndum en 2005, Nicolas Sarkozy acrecienta la fractura entre los ciudadanos y el aparato institucional de la Unión Europea, que produce políticas neoliberales que los gobiernos imputan felizmente a una «Europa» cuya legitimidad se ve así minada.
La firma del Tratado de Lisboa, el 13 de diciembre de 2007, por los gobiernos de los veintisiete Estados miembros de la Unión Europea, pone punto final al período de «reflexión», así llamado por eufemismo, que siguió al rechazo del Tratado Constitucional Europeo (TCE) por los referéndums francés y holandés de la primavera de 2005. Este tratado, al mismo tiempo que reorganiza las superestructuras institucionales de la Unión, afianza su naturaleza profundamente neoliberal y, como una cosa sin duda explica la otra, fue calibrado para precaverse, según la jerga de Bruselas, contra cualquier «accidente» de ratificación. Traducción: no debe ser sometido a la aprobación de los pueblos, a los cuales nunca se les habrá hecho saber tan abiertamente su condición de intrusos y de indeseables en la construcción europea.
El nuevo texto, denominado por antífrasis «tratado simplificado» o «mini tratado» por Nicolas Sarkozy durante su campaña presidencial, y ahora titulado «Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea» (TFUE) tiene no menos de 256 páginas que incluyen cerca de 300 modificaciones al Tratado constitutivo de la Comunidad Europea (Roma, 1957) y unas sesenta modificaciones al Tratado sobre la Unión Europea (Maastricht, 1992), doce protocolos y decenas de declaraciones. En la larga historia de la diplomacia, se ha visto más «simplificado» y más «mini»…
El carácter casi ilegible de este documento para el común de los mortales (y, puede imaginarse, para la gran mayoría de sus representantes) no debe ocultar lo esencial: se trata pura y simplemente, salvo por algunas disposiciones, de repetir el contenido del TCE. Por eso, el simple paralelismo de la formas habría exigido que fuera sometido a los mismos procedimientos de ratificación. Pero no. El argumento esgrimido por Sarkozy, durante y después de su campaña, para justificar el rechazo a una nueva consulta popular es de una enternecedora mala fe: el TCE era una Constitución, para la cual se imponía un referéndum; ¡el TFUE no es una constitución, una simple ratificación parlamentaria será suficiente! Ahora bien, el TCE no era en absoluto una «Constitución» europea en el sentido jurídico del término; se trataba de un tratado como los anteriores, como lo afirmó públicamente Jean-Luc Dehaene, ex primer ministro belga y vicepresidente de la Convención para el Futuro de Europa, que fue quien redactó la primera versión.
La referencia constitucional era de naturaleza simbólica, especialmente con el objetivo de «sacralizar» las políticas europeas vigentes, casi todas de esencia neoliberal, que figuraban en la parte III del TCE. Es cierto que esta parte III despareció en cuanto tal, pero su sustancia sigue intacta porque figura en los dos tratados (de Roma y de Maastricht), a los cuales el TFUE sólo aporta algunas modificaciones; y sobre todo, porque esas políticas ya se aplican de forma cotidiana. Último argumento desarrollado por el Presidente de la República: las modificaciones introducidas provocaron consenso. Si tal es el caso, se presenta una ocasión privilegiada para verificarlo, consultando a los electores. Los temas consensuales son tan escasos en Francia.
Se habrá adivinado que Sarkozy no cree una sola palabra de estos camelos. En sus declaraciones a puertas cerradas durante su reciente visita al Parlamento Europeo, en Estrasburgo, dio a conocer el fondo de su pensamiento: «No habrá tratado si se hace un referéndum en Francia, que sería seguramente seguido de un referéndum en Reino Unido» (1). Con una circunstancia agravante: «Lo mismo [un voto negativo, como el voto francés de 2005] se produciría en todos los Estados miembros si se organizara un referéndum». Así, por lo menos las cosas están claras, lo que confirma, sin por eso conmoverse, un cronista del semanario L’Express, ardiente partidario del nuevo tratado: «La prueba es que la Unión Europea sólo avanza sin el consentimiento popular. (.) La Unión le teme a sus pueblos, hasta el punto de que en Lisboa fue necesario abandonar los ‘signos ostensibles’, bandera e himno, para dar extrañas garantías a la opinión» (2). Está todo dicho.
Un vivero de futuros ministros de «apertura»
Si la construcción europea sólo puede «avanzar» a espaldas de los pueblos, cuando no en contra de ellos, son sus fundamentos democráticos -constantemente invocados en todos los tratados- los que resultan cuestionados. Y no se trata de una cuestión subalterna. Es una de esas cuestiones en las cuales la forma no sólo prima por sobre el fondo, sino que constituye en sí misma el fondo; en este caso, la primacía de la soberanía popular. En este sentido, debería inquietar fuertemente al conjunto de los responsables políticos e, incluso más allá, al conjunto de las estructuras de representación de la sociedad.
Todas las fuerzas y prácticamente todos los dirigentes políticos que habían preconizado el rechazo al TCE en 2005 están evidentemente unidos en la demanda de un referéndum para ratificar el TFUE. La dirección del Partido Socialista (PS), ávida de tomarse una revancha por ese «no» donde se vio desaprobada por una parte de sus dirigentes y por la mayoría de sus electores, ha tomado otra decisión: su mayoría llama a los representantes electos a votar «sí» al texto que se presentará en la Asamblea Nacional y en el Senado, en lugar de luchar por la realización de un referéndum. Cayó así en el olvido el compromiso incluido en su programa en ese sentido, ¡y también en la propuesta 98 de la campaña presidencial de Ségolène Royal! Es demasiado buena la oportunidad de hacer entrar por la ventana parlamentaria un texto que fue expulsado por la gran puerta del veredicto popular. Patrick Bloche, diputado de París, lo dice claramente: «Esta vez tengo ganas de que el PS piense algo sobre Europa, aun a riesgo de pensar lo mismo que Sarkozy» (3).
Más arriba hemos visto lo que realmente piensa Sarkozy, quien así dispone de un vivero ampliado de futuros ministros de «apertura» que comparten con él el temor -justificado- del sufragio de los ciudadanos. Por lo menos se pronunció claramente antes de ser elegido para la presidencia, diciendo que no habría referéndum. Para la dirección del PS, que había tomado una posición contraria, «Europa» ¡bien vale renegar de sus promesas! Cabe interrogarse sobre ese encarnizamiento de un partido a favor de una forma de construcción europea que quiso desde el primer día ser una máquina de liberalizar (4), y que luego retomó por su cuenta los criterios de la globalización neoliberal, especialmente en lo que se refiere a las relaciones con los países del Sur (5). La elección -con el patrocinio de Sarkozy- de Dominique Strauss-Khan para la dirección general del Fondo Monetario Internacional (FMI), después de la de Pascal Lamy a la cabeza de la Organización Mundial del Comercio (OMC), tiene el valor de un test. En lugar de interrogarse sobre el buen fundamento de esas nominaciones para organizaciones multilaterales cuyas siglas y políticas son denostadas por la casi totalidad de los movimientos sociales del planeta, los dirigentes del PS expresaron su orgullo al ver reconocidas las «competencias» de dos miembros eminentes de su partido.
Al practicar una fuga hacia delante, consistente en reclamar siempre «más Europa» (este es el sentido de su compromiso con el «sí») -cuando «más» de esta Europa significa indefectiblemente más liberalizaciones, privatizaciones y cuestionamientos a los servicios públicos-, la mayoría de los dirigentes de la izquierda gubernamental se prohíben deliberadamente a sí mismos cualquier veleidad de transformación social y de redistribución de la riqueza aquí y ahora. Resulta patético verlos correr tras una «Europa social» que, como un espejismo, cada día desaparece ante ellos.
Titulado con mucho atino «La educación europea», el artículo de un auténtico liberal de derecha, Claude Imbert, editorialista de Le Point, lo señala claramente: «La promesa, machacada por nuestros socialistas, de una ‘Europa social’ a la francesa es una fantasía más. Entre nuestros asociados, nadie la quiere. ¡Ni los conservadores ni los socialistas!» (6). El mismo Imbert había escrito antes que el antiliberalismo es «un eslogan por excelencia antieuropeo: en efecto, la Europa comunitaria es liberal; sus reglas son liberales» (7).
Resulta audaz calificar como «socialistas» a los socialdemócratas del Partido Socialista Europeo (PSE) que, en el Parlamento Europeo, hacen generalmente causa común con sus «adversarios» del Partido Popular Europeo (PPE) cuando se trata de liberalizar y de acercarse a Estados Unidos (8). Si esta Europa es efectivamente, y por naturaleza, liberal, y si cierra sus instituciones para seguir siéndolo, la pregunta, que durante mucho tiempo fue tabú, es la de saber cómo liberarse de ese yugo.
* Bernard Cassen. Director de Le Monde Diplomatique S.A.
Traducción: Lucía Vera
Notas:
1 Mencionadas en el sitio del diario conservador británico The Daily Telegraph, y retomadas en el sitio del semanario francés Marianne el 15-11-07 (www.marianne2.fr).
2 Christian Makarian, «Adieu utopie», L’Express, París, 25-10-07.
3 Libération, París, 29-10-07.
4 Véase François Denord, «Dès 1958, la ‘réforme’ par l’Europe», Le Monde diplomatique, París, noviembre de 2007; y Anne-Cécile Robert, «La gauche dans son labyrinthe», Le Monde diplomatique, París, mayo de 2005.
5 Véase Raoul-Marc Jennar, «Acuerdos leoninos impuestos a África», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2005.
6 Le Point, París, 28-6-07.
7 Le Point, 8-6-06.
8 En su reciente y estimulante obra, Quelle Europe après le non?, Raoul-Marc Jennar menciona el significativo caso de la diputada europea socialdemócrata alemana Erika Mann, extremadamente influyente dentro del PSE, y que preside la Transatlantic Policy Network. Esta usina de pensamiento agrupa a mucha multinacionales europeas y estadounidenses, y preconiza una unión cada vez más estrecha con Estados Unidos. Lógicamente, Mann es miembro del grupo Kangourou, un foro de parlamentarios partidarios del librecambio y de la libre circulación de los capitales.