La posición de Saint Upéry sobre la izquierda en América Latina es un tanto desconcertante1: en vez de comenzar posicionando su análisis respecto a la situación política y los distintos modelos de transformación que hay en marcha, comienza haciendo un diagnóstico de los motivos irracionales que sin duda guían a cualquiera que no esté de […]
La posición de Saint Upéry sobre la izquierda en América Latina es un tanto desconcertante1: en vez de comenzar posicionando su análisis respecto a la situación política y los distintos modelos de transformación que hay en marcha, comienza haciendo un diagnóstico de los motivos irracionales que sin duda guían a cualquiera que no esté de acuerdo con él. En efecto, comienza explicando la raíz emotiva por la que algunos militantes de la izquierda europea buscan sus referentes mitológicos siempre en personajes latinoamericanos (como el Ché o Chávez). Esta actitud infantil y mitómana (el «fetichismo» de la «mitología militante») se explicaría a su vez por el «exotismo familiar» con el que perciben en general América Latina y que les hace proyectar todos sus anhelos, deseos y fantasías en esa tierra exótica (con la que les une el sustrato latino y católico de la proximidad lingüística).
Y, tras el diagnóstico de las causas patológicas de la admiración por Evo Morales, por Rafael Correa y por Hugo Chávez, viene, entonces sí, la tesis política que defiende: en Venezuela, Bolivia y Ecuador no hay ninguna revolución en marcha; no se está cambiando nada estructuralmente relevante y, en realidad, lo único que hay es una hiperinflación retórica capaz de alimentar esa mitomanía de la izquierda europea. De hecho, sostiene que «la Revolución bolivariana se ha limitado a pasar una mano de pintura roja sobre el modelo de capitalismo de Estado rentista»; mano de pintura que, además, se está «desconchando». Por el contrario, el Brasil de Lula o el Urugauy de Tabaré sí son sitios donde ha habido cambios significativos pero a los que se presta menos atención porque no encajan igual de bien en ese mecanismo de construcción de mitos.
Ante el diagnóstico clínico inicial, debemos poner bajo sospecha nuestras propias convicciones: nosotros mismos hemos recuperado buena parte de la ilusión gracias a la «Revolución bolivariana»; nosotros mismos depositamos en estos procesos grandes esperanzas respecto a la emancipación de América Latina. Pero ¿por qué? ¿Será acaso que respondemos al cuadro clínico descrito por Saint Upéry? ¿Seremos simplemente víctimas de una ilusión generada por nuestra propia mitomanía infantil e izquierdista? Ante estas dudas, lo mínimo que debemos hacer es extremar la cautela. Eso de comenzar un análisis político con un diagnóstico clínico de quienes tendrían que responderte será todo lo anómalo que se quiera pero, una vez se presenta la sintomatología descrita, es imprescindible extremar las precauciones: podría ser cierto que en Venezuela no hubiera ocurrido ningún cambio significativo y que en Ecuador y Bolivia tampoco. Podría ser cierto que, en realidad, al margen de excesos retóricos y encendidas proclamas revolucionarias, no hubiera ocurrido nada de nada (o, al menos, nada tan reseñable como lo ocurrido en el Brasil de Lula o el Chile de Bachelet). Podría ser cierto que todo nuestro apoyo se debiera más bien a la proyección de nuestros propios fantasmas. En definitiva, entre la izquierda radical se ha tendido con frecuencia a proyectar ilusiones que no terminaban de justificarse.
Sin embargo, a uno le tranquiliza un poco respecto a su propia posición política la furia con que, por ejemplo, el Departamento de Estado de EE.UU., las oligarquías locales o las grandes corporaciones mediáticas, siempre mucho más pragmáticas y menos idealistas que nosotros, han atacado encarnizadamente este eje de transformación.
El propio Saint Upéry ha sido capaz de detectar el «delirio» de algunos sobre la presunta «dictadura» de Chávez y los intentos de derrocarle. Así, incluso si el diagnóstico clínico de Sain Upéry sirviese para explicar qué es lo que defiende la izquierda de la revolución bolivariana, seguiría pendiente la pregunta de qué es lo que ataca la derecha. Si nosotros no defendemos más que nuestros propios fantasmas, entonces ¿qué es lo que les molesta tanto a ellos? ¿Acaso se limitan a ser el negativo de la mitología guevarista? ¿Estarán de verdad invirtiendo tantas energías y tantos recursos para derribar nada más que un cascarón retórico vacío? ¿Tan poco estiman su propia cuenta de resultados? ¿Qué es exactamente lo que no consiguen soportar de Hugo Chávez? ¿Por qué grandes medios de comunicación como el Grupo Prisa han dilapidado todo su prestigio en la defensa abierta del golpe de Estado de abril de 2002? ¿Por qué las oligarquías locales se lanzaron a esa conspiración y a los siguientes paros patronales y sabotajes que terminaron arruinando a cientos de empresarios? ¿Cómo es posible que encontrasen tanto apoyo político, financiero y mediático por parte de los grandes grupos económicos? ¿No es un poco raro que sea Saint Upéry el único que se ha dado cuenta, a derecha e izquierda, de que aquí no está pasando en realidad nada, que todo es una manita de pintura retórica y desconchada?
Así pues, por más cautos que intentemos ser y más vigilantes sobre nuestros propios mitos, no podemos evitar la sospecha de que en Venezuela, Bolivia y Ecuador sí debe estar ocurriendo algo con suficiente entidad para entusiasmar a toda la izquierda e indignar a toda la derecha. Y quizá Saint Upéry debería ser también un poco más cauto. Es como mínimo atrevido lanzar un análisis político que sólo se sostiene sobre el supuesto de que toda la izquierda radical es víctima de una mitología fetichista infantil y toda la derecha es víctima de una paranoia incontrolable (igual de infantil) que, en ningún caso, encontraría base real en la que sustentarse.
Es un hecho cierto que en Venezuela está ocurriendo algo que entusiasma a la izquierda e indigna a la derecha. Y, por lo tanto, tenemos el deber de preguntar qué es eso que está ocurriendo. Si alguien, por más que lo intente (en el supuesto, claro está, de que lo intenta honestamente), no logra ver ahí nada de nada, no estaría mal que comenzara sospechando que quizá no está mirando con los ojos adecuados. La modestia no es desde luego la virtud más extendida entre los intelectuales. Pero tomar sin mucho recato como primera premisa que todo el mundo, a derecha e izquierda, se ha vuelto loco, implica quizá un exceso de arrogancia.
Ahora bien ¿qué es lo que ha ocurrido entonces en Venezuela, Bolivia y Ecuador? Para empezar, que las tres Repúblicas se han refundado desde un punto de vista jurídico, estableciendo Constituciones progresistas que han abierto toda una corriente de nuevo constitucionalismo latinoamericano. Esto es algo que Saint Upéry desprecia por completo como pura «mística refundacional»: «la idea de que hacía falta refundar simbólicamente la república o la nación sobre nuevas bases».
Bien es verdad que la refundación de un Estado comporta siempre un elemento simbólico fundamental. Pero también cortarle la cabeza al Rey de Francia comporta un fuerte elemento simbólico y, sin embargo, es uno de esos acontecimientos que cambian la Historia de la Humanidad de una vez para siempre. En Venezuela se dio muerte a la IV República. Es verdad que transformar el ordenamiento jurídico y cambiar las reglas del juego no significa todavía, ni mucho menos, ganar la partida. Pero la realidad también se construye con símbolos que imponen potentes efectos que hay que saber detectar.
La muerte de la IV República pudo ser en parte simbólica, ya que el aparato del Estado y el sistema completo de la Administración pública se mantuvo (y en gran medida se mantiene todavía) petrificado. Pero la explosión de entusiasmo con el que millones de excluidos accedieron a la condición ciudadana supuso uno de esos acontecimientos que la Humanidad ya no puede olvidar (y, como decía Kant de la Revolución Francesa, como mínimo en ese sentido, no tienen vuelta atrás en la Historia). El proceso constituyente por el que millones de olvidados y marginados accedieron a la condición ciudadana supuso una impresionante explosión de dignidad cuyos efectos reales, sin duda, llama la atención que se le hayan pasado por alto a Saint Upéry.
Resulta difícil imaginarse desde la izquierda intelectual Europea la auténtica revolución que supone el acceso a la participación política de millones de personas que, hasta el momento, habían permanecido en un estatuto infra-cilvil. Es un fenómeno frecuente en el primer mundo colocarse «al margen de la política»: la desconfianza hacia la actividad de los partidos, la farsa de la vida parlamentaria o el tedio ante las citas electorales (cuando no meras posturas estéticas) hacen a muchos ciudadanos sentirse «al margen» de esos asuntos. Sin embargo, éste es un fenómeno completamente distinto: para miles de personas en Europa, la vida política carece de dignidad suficiente para justificar su propia implicación en ella. En la IV República, miles de personas se sentían en cierto modo indignos de participar en los asuntos públicos.
Las élites que se rotaban el poder entre sí parecían haber ganado una gran batalla ideológica: la política era un asunto de licenciados y doctores, no de ignorantes, negros, indios, analfabetos, desarrapados y desdentados. La oligarquía caraqueña contemplaba los cerros de chabolas que rodean la ciudad nada más que como una amenaza de la que había que protegerse. Algo así como una enorme plaga de insectos alrededor que se cernía como una amenaza permanente; un peligro que amenazaba como una marabunta, como una masa informe que lo podía arrasar todo a su paso. Así se percibió el Caracazo en 1989 y, por lo tanto, se llamó al ejército como el que llama a unos fumigadores.
Lo que nadie esperaba es que esa amenaza pudiera dotarse de una forma de expresión política. Y quienes menos lo esperaban eran los propios excluidos. Víctimas también de las representaciones ideológicas de las élites, habían asumido como propia su condición infra-civil.
Lo primero que trajo la revolución fue una auténtica reconquista de la dignidad ciudadana. Todo el mundo pasó a formar parte del cuerpo civil que se involucra en los asuntos públicos, que confronta posiciones ideológicas, que discute sobre las leyes y que participa, de pleno derecho, en la vida política del país. El último harapiento del último rincón de un cerro, asumiendo la participación y el protagonismo que le reconocía la Constitución, adoptó una posición política contraria, por ejemplo, a la del magnate Gustavo Cisneros. Pero eso de adoptar posiciones políticas contrarias presuponía ya la conquista de un cierto plano de igualdad en que las posiciones políticas se confrontan. Esa construcción del espacio político del que nadie estaba excluido supuso ya por sí solo una auténtica revolución. La fórmula «democracia participativa y protagónica», infinita y orgullosamente repetida por todos los sectores populares tanto tiempo humillados, no hace más que referirse a ese elemento clave de la revolución.
Y no fue fácil: no sólo hubo que comenzar por censar a millones de personas que, hasta entonces, habían carecido de existencia civil incluso desde un punto de vista puramente formal. También hubo que vencer la reacción violenta de esas oligarquías que no estaban dispuestas a que esa masa de «harapientos, desdentados e ignorantes» comenzase de repente a tratarles como iguales. Su incorporación a la actividad política, encabezada por el propio Chávez (ese mestizo de origen popular), la sintieron como una invasión de su cortijo privado.
Si hay algo que las clases privilegiadas no podían soportar era la arrogante pretensión de permitir que la masa informe de los excluidos se incorporase a la vida política del país en un plano de igualdad. Ese peculiar «Tercer estado» que atesta los cerros hizo saltar en pedazos los «privilegios» simbólicos que les excluían de la vida civil.
No hace falta ser un prodigio de sensibilidad republicana para llamar a esto una auténtica Revolución. Y esto, al parecer, lo ha entendido la oligarquía caraqueña con más agudeza que Saint Upéry. La campaña de acoso y derribo ha sido sistemática desde todos los frentes. El golpe de Estado de abril de 2002 fue el acontecimiento más visible de ese ataque sostenido, pero desde entonces ha habido pocos momentos de tregua.
Y lo cierto es que para entender la violenta reacción de las clases privilegiadas hay que apelar a un elemento racista y clasista por el que les resulta intolerable la inclusión popular y la participación política de los sectores excluidos. Porque, en efecto, es verdad que en términos relativos de distribución de la renta podría haber habido cambios más profundos; es verdad que podría haberse emprendido una reforma fiscal más ambiciosa; es verdad que podría haberse avanzado más en el cambio de las estructuras productivas; es verdad que durante estos diez años el empresariado nacional ha logrado hacer negocios realmente fabulosos amparados por la acción de gobierno y por las medidas a favor de la soberanía nacional. Desde una perspectiva ingenuamente de izquierdas (incapaz de computar más variable que la de los ingresos en términos monetarios), es imposible entender la furia de la respuesta de la oposición. No les ha ido tan mal en los negocios. Y sin embargo, hay desde el principio algo que no logran soportar y que depende de una estructura racista y, más que clasista, estamental, que la revolución ha hecho saltar por los aires.
Lo que imaginaban como una masa informe se ha articulado como una fuerza política capaz de detener un golpe de Estado; de responder a constantes ataques; de organizarse en sus comunidades y de ejercer el poder (a través por ejemplo de herramientas como las que les otorgan la Ley de Consejos Comunales). Una organización popular que no firma cheques en blanco ni siquiera al líder que encabeza el proceso. Por ejemplo, la propuesta de reforma constitucional de 2007 no llegó a convencer y, por lo tanto, fue rechazada (por mucho que el propio Presidente se implicase en su defensa). La revolución quería una ciudadanía crítica y aquí la tiene. Del mismo modo, la pésima gestión de algunos gobernadores y alcaldes del Proceso fue castigada en las elecciones de noviembre de 2008. ¿Se había dejado de querer al Presidente? Raro hubiera sido, en ese caso, que poco después se aprobase en referéndum su posibilidad de reelección con el 54,85% de los votos. Del mismo modo, teniendo en cuenta que la Asamblea Nacional lleva un retraso de un decenio en la aprobación de ciertas leyes fundamentales (como la Ley Orgánica del Trabajo y las relativas a la articulación del sistema Seguridad Social) no sería raro que algunos asambleístas no vayan a ser premiados en las elecciones legislativas de 2010.
El pueblo ha irrumpido en la vida política y esto ha provocado el entusiasmo de la izquierda (con la excepción quizá de Sait Upéry) y la indignación de la derecha. El poder está en sus manos. Ha costado mucho tomar el poder después de alcanzar el gobierno. Naomi Klein recuerda que, durante los primeros años del gobierno de Nelson Mandela, se solía comentar: «¡Eh, tenemos el Estado! ¿Dónde está el poder?». En Venezuela ha sido necesario desactivar a las fuerzas golpistas y construir la organización popular capaz de afrontar las reformas. Después de 10 años de gobierno sí cabe decir razonablemente que ya se tienen en la mano los resortes del poder. Pero ahora está todo por hacer. Bueno, ¿todo? Todo, no. Entretanto se ha reducido la pobreza del 20,3% al 9,5% y la desigualdad entre ricos y pobres disminuyó en un 13,7%. Se garantiza una pensión mínima de jubilación y se ha universalizado el acceso a la salud. De verdad me gustaría ver a Saint Upéry explicándole a una madre de barrio que, aunque sus hijos se murieran antes (y ahora no) de una simple diarrea por no tener un medico cerca, en realidad hay que admitir que aquí no ha cambiado nada. Algo parecido ocurre con la educación. La ignorancia humilla a quien sufre esa condena. En Venezuela no sólo se ha erradicado el analfabetismo (según declaró la UNESCO en 2005) sino que, en realidad, Venezuela entera se ha ido convertido progresivamente en una gigantesca escuela: en 2001 había 6,9 millones de estudiantes matriculados; en 2002 se alcanzó la cifra de 9,5. En 2004 se paso a 11,3 millones de personas en las aulas; cifra que creció a 11,8 millones en 2005 y a 12,1 en 2006. En 2007, había ya 12,7 millones y hoy nos encontramos ante un país en el que ¡más de la mitad de sus 26 millones de habitantes están en las aulas!
La verdad es que, personalmente, no se nos ocurren ideas mucho más originales para hacer una revolución que garantizar con alcance universal las condiciones de subsistencia y salud; abrir los espacios de participación política generalizada (a través de iniciativas tan exitosas como los Consejos Comunales) y facilitar el acceso masivo a las aulas. Quizá no se nos ocurren mejores ideas porque carecemos casi por completo de imaginación. Pero es seguro que al pueblo venezolano sí se le ocurrirán nuevas iniciativas para desarrollar el proyecto socialista. Y, desde luego, Saint Upéry puede estar seguro de que cualquier propuesta concreta que pueda ayudar a avanzar, por poco que sea, será recibida con calor y agradecimiento. Sin embargo, tampoco debería sorprenderse si desde Venezuela se reciben con poco entusiasmo las medidas concretas que él propone. Porque, en definitiva, su propuesta más concreta es precisamente la de que hagamos propuestas concretas, lo que es una propuesta tan abstracta como la del socialismo del siglo XXI de la que tanto se burla. Bueno, también nos hace estas otras propuestas: «la emergencia paralela de nuevas configuraciones de incentivos económicos y morales y de nuevos diseños institucionales arraigados en prácticas organizativas y materiales sustentables»; «lo que sí puede hacer la política bajo la influencia de las luchas de masas es aumentar el grado de control de la sociedad sobre sí misma y evitarnos un retroceso por debajo de un umbral civilizatorio que sería un obstáculo para cualquier transición poscapitalista que no sea hacia la barbarie»; «fomentar y apoyar cualquier esquema de redistribución de la riqueza a mediano y largo plazo que sea económicamente sustentable, institucionalmente bien diseñado y que no descanse sólo en las ilusiones milagreras del modelo rentista-extractivista»; «seguir el esfuerzo de combatir cualquier forma de racismo o discriminación y descolonizar el imaginario y las instituciones para superar 500 años de subalternidad mental y material»; «profundizar la integración continental y estimular un papel internacional proactivo de Sudamérica como bloque, con propuestas no sólo simbólicas sino prácticas, es decir creadoras de coaliciones eficientes y consensos alternativos, que persigan reformar la arquitectura institucional y las normas de las relaciones políticas y económicas internacionales». Todas las propuestas expresan píos deseos no menos abstractos que pedir justicia, bondad, belleza, valentía, fortaleza y templanza. Si hay alguna de las propuestas que nos suena, en efecto, a algo más concreto (por ejemplo la última) quizá sea precisamente porque Chávez ya ha creado el ALBA, el Banco del Sur, Petrocaribe, el SUCRE, etc. (aunque Saint Úpery se olvide cuidadosamente de recordarlo).
No es difícil comprender la diferencia que media entre detectar un problema y dar con su solución. Basta, por ejemplo, que a uno se le estropee la lavadora para saber que no es suficiente con aseverar de modo grandilocuente que «sería recomendable adoptar las medidas necesarias para conseguir que vuelva a funcionar». ¿Son recomendables «prácticas organizativas y materiales sustentables»? ¿Conviene «aumentar el grado de control de la sociedad sobre sí misma»? ¿Se debe impulsar la «redistribución de la riqueza»? ¿Es recomendable «combatir cualquier forma de racismo o discriminación»? La larga lista de medidas concretas adoptadas en los últimos diez años para cada uno de los puntos permite razonablemente sospechar que la preocupación al respecto existe incluso antes de la iluminación de Saint Upéry. Es cierto que algunas medidas han dado mejor resultado que otras e incluso que algunas han fracasado o se han estancado. Pero si queremos de verdad practicar una solidaridad activa con los procesos de transformación (sin fetichizarlos) no podemos limitarnos a descubrir el Mediterráneo señalando ampulosamente los problemas a los que todas y cada una de las medidas adoptadas han intentado dar solución (con mayor o menor éxito). Quedan miles de problemas pendientes. Y es fundamental que no se detenga la literatura pero, por favor, que alguien llame mientras tanto al técnico.
1. Ver por ejemplo la entrevista concedida a a Article XI el 22 de octubre con el título Pratiquer une solidarité active avec certains processus de transformation sans les fétichiser: http://www.article11.info/spip/spip.php?article583
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