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Saldos netos, balanzas fiscales

Fuentes: La Estrella Digital

Dentro de dos días, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea se reunirán una vez más para discutir el presupuesto comunitario, si es que se le puede llamar así. Si no llegan a un acuerdo, malo, y si llegan, aún peor, porque de nuevo evitan coger el toro por los cuernos, […]

Dentro de dos días, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea se reunirán una vez más para discutir el presupuesto comunitario, si es que se le puede llamar así. Si no llegan a un acuerdo, malo, y si llegan, aún peor, porque de nuevo evitan coger el toro por los cuernos, es decir, enfrentarse al hecho de que la Unión Europea no tiene ningún futuro mientras su presupuesto gire alrededor del 1% del PIB comunitario. Lo reducido de la cifra causa bochorno. ¿Cómo hablar de integración si cualquier país destina a su presupuesto público más del 40% del PIB y al de la Unión tan sólo el 1%?

Se van a cumplir veinte años de la aprobación del Acta Única, en la que ya se criticaba que el presupuesto comunitario apenas ascendiese al 1,24% del PIB, cantidad a todas luces insuficiente para compensar los desajustes de la libertad absoluta de mercancías y capitales. Después vinieron Maastricht, la Unión Monetaria, las sucesivas ampliaciones, el proyecto de Constitución, los países miembros han pasado de seis a veinticinco y, sin embargo, los fondos comunitarios, lejos de incrementarse, se han reducido. Cada nuevo proyecto es un paso atrás. El presentado por la presidencia británica recorta el de la Comisión, y el de la pasada Cumbre de Luxemburgo y los fija en un 1,03%.

La postura de Gran Bretaña es ciertamente provocadora, en cuanto que pretende mantener casi intacto ese mecanismo obsoleto y, al decir de todos los países, injusto, que es el cheque británico. No es de extrañar que haya suscitado la oposición de todos los gobiernos. Ha logrado un consenso global frente a su propuesta, pero las voces no dejan de ser discordantes, puesto que cada uno de ellos está mirando exclusivamente por sus intereses. El gran problema de la Unión es que no es tal, excepto en lo que atañe al mercado, bien sea de mercancías o de capitales. En realidad, ni existe integración ni se desea; es totalmente imposible mientras las finanzas públicas comunitarias se basen en contribuciones y recepciones nacionales.

Las finanzas comunitarias son el ejemplo más vivo de la ausencia de verdadera integración, puesto que a la hora de elaborar el presupuesto cada Estado lo único que considera es si es contribuyente o receptor neto, lo que sin duda crea todo tipo de distorsiones y origina que el presupuesto carezca de racionalidad. Lo lógico sería que la Unión Europea se plantease las políticas que quiere llevar a cabo y las necesidades que debe sufragar, con abstracción de países y naciones, y que, una vez determinadas aquéllas, se planificasen los recursos necesarios mediante impuestos comunitarios que gravasen por igual o en función de su renta a todos los ciudadanos de la Unión, independientemente del país de residencia.

Mientras las contribuciones sean de los Estados, y sean ellos también los que reciban los fondos comunitarios, la elaboración del presupuesto será un guirigay de voces interesadas y discordantes, y si se llega a algún acuerdo será de mínimos, carecerá de equidad y de racionalidad, fruto espurio del nacionalismo más reticente.

Es grave, sin duda, que después de tantos años no se haya dado un paso hacia la integración europea, y que mientras gana en extensión, pierda en intensidad. Pero mucho más grave es que una unidad política como la española tienda a la desintegración. Antaño, la unidad política se fundamentaba en la Corona; hoy, en las finanzas públicas. Es la unidad de presupuesto la que fundamenta la posible unidad social y política, por eso hoy a la Unión Europea la podemos caracterizar como unión mercantil y monetaria, pero en modo alguno como unidad política. España quiere copiar el modelo de desvertebración europeo, y si allí se habla de saldos netos, aquí de balanzas fiscales.

En cuanto al gasto público, las autonomías han introducido ya cierto grado de irracionalidad y falta de eficiencia. Por poner sólo dos ejemplos, pensemos en las televisiones autonómicas y en el tren de alta velocidad. El diseño del trazado de este último en modo alguno está siendo planificado de acuerdo a criterios económicos y de eficiencia, obedece más bien a las presiones de las distintas Comunidades Autónomas. Eso sí, apoyadas en el hecho de que las aportaciones estatales a esta inversión, por el juego de la contabilidad creativa, no computan en el déficit público.

La situación puede empeorar hasta extremos que ni imaginamos, de llevarse a cabo el proyecto de financiación que recoge el Estatuto catalán. Todos los planteamientos presupuestarios se realizarían, como en Europa, en términos de saldos netos y no de racionalidad. Cualquier política comunitaria resultaría imposible. El interés general subordinado a los intereses provincianos. El discurso de Maragall, de Mas o de Carod respecto a las finanzas del Estado no tiene nada que envidiar al de Blair. El ministro de Exteriores de Gran Bretaña también afirmaba el otro día en un artículo en El Mundo que ellos quieren contribuir, pero lo justo. Pero ¿quién determina lo que es justo? Los que estos días contemplan con pena el carajal en que se ha convertido la Unión Europea, que echen a doblar las campanas por el que se puede organizar en España.


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