A Nicolas Sarkozy la Presidencia francesa le viene grande. Como diría el doctor Lawrence Peter, conocido por su archicitadísimo principio, ha alcanzado ya de sobra su nivel de incompetencia. Fue un diputado fajador, un discreto pero entusiasta ministro de Finanzas y un ministro del Interior muy polémico (aunque capaz de contentar a la derecha francesa, […]
A Nicolas Sarkozy la Presidencia francesa le viene grande. Como diría el doctor Lawrence Peter, conocido por su archicitadísimo principio, ha alcanzado ya de sobra su nivel de incompetencia. Fue un diputado fajador, un discreto pero entusiasta ministro de Finanzas y un ministro del Interior muy polémico (aunque capaz de contentar a la derecha francesa, que tampoco se anda con demasiadas sutilezas), un candidato a la Presidencia hábil, que supo emitir en una longitud de onda muy en sintonía con las clases medias, y hasta un autor de éxito: su libro Testimonio, muy bien escrito -otra cosa es que lo escribiera él-, estuvo en lo alto de las listas de ventas de su país.
Se inauguró como vigésimo tercer presidente de la República Francesa con algunos golpes de efecto que le quedaron resultones, pero pronto empezó a derivar: se las arregló para poner su vida privada en primer plano, sin que nadie se lo pidiera (y menos en Francia, donde están habituados a que los presidentes efectúen sus tratos carnales en la intimidad); tuvo el tupé de colarse en una reunión de la comunidad de propietarios de un pariente de su señora para interceder a su favor en una disputa de vecinos (¡de verdad!); empezó a meter las narices en conflictos internacionales en los que no pintaba nada y de los que sabía aún menos; se postuló como pacificador del Cáucaso consiguiendo que Rusia lo toreara a placer; ha hecho propuestas legislativas de corte tan autoritario que hasta sus propios correligionarios le han vuelto la espalda, obligándole a abandonarlas…
Y la última: va e invita a Benedicto XVI a que se pasee por Francia, patria del laicismo, echándose mítines político-sociales reaccionarios disfrazados de pastorales. Joseph Ratzinger, entre cuyas presumibles virtudes no está la diplomacia, aprovechó la invitación para lanzar un ataque en toda regla contra los emparejamientos no canónicos, dando un bofetón directo a su anfitrión que, puesto que su último matrimonio no ha pasado por la Iglesia, vive en eso que los curas carcas definen como «concubinato». Media Francia está entre indignada y partida de la risa. Y él en ridículo.