Pensar en una Nicaragua futura que arrase con todo el pasado es una ilusión ingenua y peligrosa. Sin la participación de sandinistas críticos del orteguismo, tránsfugas de última hora, empresarios, religiosos e incluso militares que hoy guardan silencio, no es posible una transición realista. El presente demuestra, una vez más, que el futuro no puede construirse ignorando el pasado.
Cuáles serían las condiciones y factores relevantes que en el caso de Nicaragua podrían indicar el agotamiento estratégico del régimen e impulsar una dinámica de derrumbe o transición a la democracia. Elementos externos como presiones comerciales, aislamiento diplomático, sanciones económicas y políticas (individuales o institucionales), de otros Estados, así como las campañas sostenidas desde el exilio —denuncias, uso intensivo de redes sociales e intentos de alianzas entre actores sin fuerza real—, son significativas, pero no parecen ser el principal factor precipitante.
Es cierto que fuertes presiones externas frente a limitadas capacidades de resistencia interna del régimen pueden hacer pensar en un fenómeno de implosión (ruptura hacia adentro), sin embargo, la vida política no funciona como la Física. Incluso, en condiciones de gran debilidad interna, un régimen sometido a tales presiones puede, en determinadas circunstancias, sostenerse por mucho tiempo.
En el 2018, la mayoría del pueblo se movilizó en contra de la dictadura de Ortega-Murillo, y fue más vasta a nivel territorial que las insurrecciones que derrocaron a Somoza. Durante semanas la pareja dictatorial quedó aislada, sin apoyo popular ni capacidad de reacción, reducida a su búnker en El Carmen. Esto demostró que una sublevación general no basta por sí sola para garantizar la caída de una dictadura despiadada como la nicaragüense. Experiencias con menor movilización y menos víctimas fatales derribaron regímenes autócratas en otras latitudes del mundo.
En Nicaragua la lucha no está planteada con un componente armado, como ocurrió en las décadas de 1970 y 1980 en varias insurrecciones antidictatoriales. Este factor fue determinante para que, tras el triunfo de la revolución, el FSLN se apropiara por completo del Estado y sus instituciones políticas y militares. Sin embargo, con el derrumbe de la dictadura Ortega-Murillo no habrá una fuerza única, emergente y hegemónica que controle todo y asuma el poder como algunos desearían.
En sus últimos días, el somocismo conservaba un control significativo sobre los aparatos militares, institucionales y políticos y se mantuvo relativamente cohesionado. Esto es menos probable con este régimen —esté Ortega vivo o muerto—, debido a las políticas autoritarias que han reducido su base de apoyo, generado purgas, deserciones de cuadros, dificultades para forjar nuevas alianzas internas, y agudizadas por el excesivo centralismo, arcaicas estructuras de control social y sindical, sumisión como condición de pertenencia, la competencia desleal y la confrontación religiosa.
No debería descartarse, incluso, una ruptura en el seno de la familia gobernante. No es imposible que alguno de sus miembros termine distanciándose de Rosario Murillo y busque proyectarse como factor viable en una eventual negociación, con respaldo de sectores militares y políticos del régimen y aliados externos. Cuando Somoza constató que ya no tenía respaldo de Estados Unidos, negoció para que, tras su renuncia, altos oficiales, soldados de la Guardia Nacional y guerrilleros participaran en la conformación de un ejército mixto. Y hubo oficiales dispuestos a hacerlo.
Factor determinante para la fragmentación es Rosario Murillo, quien de la nada política ahora lo domina todo: familia, Estado y sociedad. Según analistas y siquiatras, padece de megalomanía y narcisismo patológico, condiciones que la incapacitan para gobernar con sobriedad. Asimismo, carece de empatía y compasión por las víctimas de la represión y el dolor de miles de familias nicaragüenses. Su desconfianza abarca incluso a colaboradores y familiares, a quienes mantiene bajo estricto control, todo con el respaldo de Daniel Ortega.
Por eso evitan el contacto libre y espontáneo con la población, reduciéndolo a comunicaciones radiales. El miedo les impide convocar a actos políticos abiertos con participación voluntaria, y menos fuera del cerco de seguridad de su búnker. Ese miedo y desconfianza se difunde desde El Carmen hacia todo el Estado. Es un ambiente que imposibilita galvanizar un respaldo consciente y confiable, genera temor y desconcierto, y erosiona su ya limitada base social. La represión más reciente agudizó estas fisuras y sigue abriendo heridas irreparables en su propio campo.
Hoy el régimen carece de un proyecto capaz de ilusionar a seguidores o atraer aliados en sectores económicos. Antes del 2018 tenía respaldo del COSEP y sus afiliados, de una parte importante de las jerarquías católicas y protestantes, buenas relaciones con Estados Unidos y al menos un 30% firme del electorado. Ahora, pese a las fanfarrias sobre el supuesto apoyo ruso o chino, predomina el empleo informal, aumenta de forma constante el costo de la canasta básica y el endeudamiento público, se desploma la cooperación externa y ha caído la productividad. Las remesas ayudan, pero no hacen milagros.
Peor aún, Ortega y Murillo saben que enfrentan un creciente aislamiento internacional y que sus actuales alianzas con Rusia, China, Corea e Irán acercan otra vez a Nicaragua a un escenario de confrontación en una zona prioritaria para la seguridad de Estados Unidos. Es obvio que en momentos decisivos no contarán con apoyos significativos en América Latina, menos con respaldo directo de sus aliados externos.
Al sofocar sin piedad cualquier atisbo de disidencia interna incuban más inconformidad y rechazo. Además, hicieron imposible la construcción de una fuerza política sana y comprometida que pudiera sostenerlos a largo plazo. La represión y los fusiles, ya sabemos, nunca han sido suficientes por sí solos para perpetuarse en el poder.
No hay caída del régimen sin fragmentación interna, ni transición exitosa sin la incorporación, de alguna manera, de sectores del viejo régimen. Pensar en una Nicaragua futura que arrase con todo el pasado es una ilusión ingenua y peligrosa. Sin la participación de sandinistas críticos del orteguismo, tránsfugas de última hora, empresarios, religiosos e incluso militares que hoy guardan silencio, no es posible una transición realista. El presente demuestra, una vez más, que el futuro no puede construirse ignorando el pasado.
Lo que sí parece inevitable es que Rosario Murillo, Daniel Ortega, los altos mandos actuales del Ejército y la Policía, y los principales cuadros políticos del régimen, no sobrevivirán en el nuevo escenario. La mayoría del aparato estatal, militar y policial, cuyos miembros no tienen las manos manchadas de sangre o corrupción comenzarán a prepararse en silencio para el cambio. Sus acciones, colectivas e individuales, serán decisivas siempre que se les apoye a empujar el colapso de la dictadura, en lugar de humillarlos o pretender excluirlos de la Nicaragua futura.
La experiencia histórica demuestra que solo una amplia alianza democrática, con un programa sólido, coordinación real y sin exclusiones entre todas las fuerzas pro democracia, puede sentar las bases de una transición exitosa y duradera. La oposición, en sus múltiples expresiones e identidades, debe asumir este desafío, en especial las nuevas generaciones, llamadas a liderar este proceso. Lo que hoy nos inmoviliza no es la crisis de la dictadura, sino la falta de respuesta a este último desafío patriótico: ¡conquistar la liberación de Nicaragua!
Julio López Campos, Politólogo. Ex Director de RRII del FSLN 79-90
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