Si de políticas de defensa se trata, nuestra región se encuentra atravesada por un dilema muy sencillo: o nuestro instrumento militar es base y motor de una política soberana o se convierte en institución subsidiaria de la seguridad interior.
Este dilema, por supuesto, no es nuevo. Viene desde la Escuela de las Américas y la teoría del enemigo interno de los años sesenta y setenta, reconvertida luego en la teoría de las “nuevas amenazas” de los años noventa. Lo que, sin dudas, es nuevo, es este tiempo urgente, en un mundo donde los conflictos armados han escalado en todas sus regiones.
Por supuesto, esta pugna de objetivos atraviesa no sólo al campo de la Defensa Nacional. Podría decirse que es un capítulo de la discusión entre un irrestricto “alineamiento hemisférico”, o las posibilidades de proyectar a nuestros países en lo que usualmente se conoce como el “ascenso de un mundo multipolar”.
Pero, fuera de toda discusión, esta pugna en el área de la defensa es tan simple y descarnada porque gira en torno al quehacer de la institución coactiva del Estado más determinante y decisiva. De esa manera, las Fuerzas Armadas de los países de la región están en la disyuntiva política de convertirse en un elemento institucional de construcción de soberanía, incluso como motor del desarrollo económico y social, o convertirse en tropas parecidas a las del Raj británico, pero en pleno siglo XXI.
Tras la “apertura democrática”, promovida por Jimmy Carter, resultó evidente que la cuestión militar empezó a desplazarse de la centralidad de la agenda imperial en la región. Ese marco fue el que habilitó el retorno al Estado de Derecho que vivió América Latina en la década del ochenta. Desde allí surgieron democracias débiles, con poca permeabilidad a las demandas y a la participación de las grandes mayorías sociales. Luego de la violencia y el terrorismo de Estado –no antes-, la democracia se entendió como el mejor vehículo para la instalación de la “doctrina del shock” neoliberal en los noventa.
Esa situación cambió cuando, a inicios de este siglo, esa democracia formal pudo ser transversalizada por proyectos políticos que, en mayor o menor medida, interpretaron con éxito los intereses económicos de los sectores populares, redefiniendo el régimen económico heredado del neoliberalismo.
Sin embargo, la crisis financiera de 2008, impuso un nuevo cambio a los términos de la relación de los EEUU con América Latina. La reactivación de la cuarta flota ese mismo año significó un fortalecimiento del Comando Sur de las Fuerzas Armadas estadounidenses (USSOUTHCOM). Al poco tiempo, la redefinición del escenario que Barack Obama promovió con su “giro hacia Asia”, señalando en 2011 a China como el principal desafío estadounidense, dejó en segundo plano la disputa por el control de Medio Oriente, y complejizó la geopolítica latinoamericana. China, que en muy pocos años se había convertido en el principal socio comercial de muchos países de nuestra Patria Grande, dejó de ser ese aliado “permitido”.
Al calor de la agudización del conflicto internacional, y en función del impuesto lugar de “patio trasero” de sus intereses, en la segunda década del siglo XXI ya no se puede dudar sobre la situación de que los Estados Unidos ha militarizado su relación política con América Latina. La General Laura Richarson, actual titular del Comando Sur, es una de las funcionarias estadounidenses que más periódicamente camina los distintos países de América Latina. Su discurso público es claro y no tiene medias tintas: nuestros recursos naturales son una prioridad para Washington.
Esto pone en evidencia algo obvio, pero que muy pocas veces se dice. Nuestramérica no es un territorio que carezca de irrelevancia estratégica para los vecinos del norte. Todo lo contrario, nuestra región es el punto de partida del protagonismo global de los Estados Unidos y del gran capital de origen angloamericano.
Nuestros territorios, entonces, están en disputa. Qué mejor que su militarización para controlarlos. Ese fue el objetivo del “Plan Colombia” en el año 2000, que ahora pareciera haberse extendido a todo el Continente.
Allí, la creciente centralidad del narcotráfico ha servido como el marco de justificación ideal para promover la segurización de nuestras Fuerzas Armadas. Ya no se necesitan soldados, sino gendarmes.
Eso no quiere decir que el problema narco no exista, ni que su centralidad no haya crecido en los últimos años. Lo que pasa es que nuestros países intentan ser condicionados en el juego del “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”. En vez de fortalecer la construcción institucional de una doctrina de la seguridad democrática, que separa las tareas de seguridad interior y de defensa nacional, se potencia un discurso punitivista donde el poder de letalidad militar pretende ser utilizado para el control de lo que suceda en nuestros barrios populares.
Así, con el “tema narco” se criminaliza la pobreza y, curiosamente, se evita atacar la narcoeconomía, vinculada a los grandes bancos y empresarios, a la gran propiedad, al lavado de dinero, y al accionar mafioso de ciertos estudios jurídicos y contables. Para ello, no son las Fuerzas Armadas, sino las estructuras de inteligencia las que deberían adquirir la centralidad política e institucional.
Sin embargo, en América Latina, la cuestión militar también ha sido y es un factor de construcción de soberanía. En más de un país, el industrialismo, el desarrollo económico y la integración regional tienen un vector de origen y/o su potenciación en las Fuerzas Armadas. Sobre la unidad cívico-militar se construyeron los grandes proyectos políticos soberanistas.
Al mismo tiempo, los complejos industriales de la defensa fueron y son un reservorio de la autonomía económica de nuestros países, y su sola presencia ha impedido el pleno desguace neoliberal de nuestras economías. Las Fuerzas Armadas, incluso por sus intereses materiales más inmediatos, pueden convertirse en factores de la integración económica de nuestros países.
La experiencia del Consejo Sudamericano de Defensa de la UNASUR tuvo hasta la capacidad de dilucidar una inteligencia estratégica común, y de calibrar las amenazas extra-regionales. Su desaparición no se debió a un fracaso. Todo lo contrario, fue el consejo más dinámico de ese espacio de integración sudamericano. Quizás haya sido ese el principal motivo por el cual los gobiernos del neoliberalismo tardío (Macri, Piñera, Moreno, Bolsonaro, entre otros) dinamitaron la UNASUR.
Sin embargo, tanto las capacidades de planificación estratégica como la potencia económica de las industrias de la defensa siguen en pie. En algunos países, de manera muy notable. Por lo tanto, y como la taba, el dilema aún está en el aire. ¿Caerá del lado de la suerte?
Matías Caciabue: Cientista Político (UNRC). Docente Universitario (UNAHUR). Analista del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
https://estrategia.la/2024/03/16/soberanismo-vs-securitizacion-el-dilema-de-la-defensa-en-a