La madre de mi compañera («suegra» es una palabra que me sigue costando escribir o pronunciar) tiene 72 años recién cumplidos. Como muchas mujeres españolas de su edad, ha trabajado desde muy pequeña. En el campo, sirviendo en la ciudad, limpiando casas, levantando un bar en el extrarradio barcelonés, cuidando a su madre y a […]
La madre de mi compañera («suegra» es una palabra que me sigue costando escribir o pronunciar) tiene 72 años recién cumplidos. Como muchas mujeres españolas de su edad, ha trabajado desde muy pequeña. En el campo, sirviendo en la ciudad, limpiando casas, levantando un bar en el extrarradio barcelonés, cuidando a su madre y a sus cuatro hijos, llevando la casa familiar. Doble, triple jornada. No pudo estudiar desde luego. Lo hizo de mayor. Ha estado yendo durante cuatro años a la Escuela de Adultos de Santa Coloma de Gramenet, una ciudad trabajadora pegada a Barcelona. Uno de sus profesores, esos admirables trabajadores de la enseñanza que no cesa en su empeño de ayudar a generar una ciudadanía informada, crítica y letrada, le recomendó para su castellano, al igual que para su aprendizaje del catalán, que practicara el juego de la sopa de letras. Lo hizo. Se lo pasa en grande. Es de hecho una experta. Ni que decir tiene que me gana por goleada. Contagió en su día a Daniel, mi hijo.
Como soy muy soso y aburrido, ella, andaluza, y, auque sea un tópico, con gracia natural que le sale por los ojos y la boca en cada nanoinstante de su existencia, no sabe muy bien qué decirme en ocasiones. Para darme juego en las reuniones familiares y cuando llama por teléfono a casa, me pregunta siempre por acrónimos políticos. Ella cree firmemente, acaso con razón, que yo no tengo otros temas de conversación, el indicado y el de las estructuras algebraicas pero no quiere meterse por ahora en estos ámbitos abstractos. Salva, me dice, qué es esto de la OMC, qué es esto del FMI, qué es esto de la CEOE. Después de 45 minutos, suele interrumpirme. Por favor, Salvador, respira, cálmate un poco. Ya está, ya he entendido que son tentáculos del capital y que FMI significa «Fondo Monetario». De acuerdo, respira hondo. Por cierto, ¿se puede poner mi hija? Su hija se pone y, claro está, todo cambia de golpe. Todo es mucho más fluido.
Últimamente, sin embargo, no logro disolver sus dudas de siglas. Los creadores de sopas de letras, que están al loro siempre, han introducido las siglas de las organizaciones de izquierda no entregada que se presentan a las próximas elecciones europeas, las del 7 de junio, en algunas de sus páginas. Y aquí, Catalina, mi nueva madre, me coge siempre. Salva, sinceramente, me dice, sin ánimo de ofender, no te acabas de enterar, no te enteras vamos, y ya eres mayorcito y, a veces, te las das de enterado. Pues qué bien.
Se suma además otro factor que ella desconoce. No me he atrevido a explicárselo. Yo he practicado no sólo teóricamente el juego aléfico de las siglas políticas. Estuve a punto de ser premiado. Fui militante del PCE (m-l), del FRAP, del MCC, de la ORT, de nuevo del MCC, tonteé con Nacionalistes de Izquierda dos o tres semanas, para acabar en Iniciativa per Catalunya, cuando era otra cosa muy distinta, y finalmente, y por ahora, en EuiA. Nos les hablo con detalle de mi trayectoria sindical pero tres cuartos de lo mismo: OSO, CC.OO, Co.Bas.
Pues bien a pesar de mi curriculum y mi empeño teórico lo logro enterarme del todo. Y cuando me entero, me desespero. No puede ser y lo que no puede ser no es razonable. O a la inversa, depende de sus consideraciones sobre ontología y epistemología. Como prefieran.
No les diré que la candidatura de Izquierda Unida no tenga aspectos discutibles. Los tiene. Uno, en mi opinión, esencial. El segundo candidato se inscribirá, diga lo que diga, se haya acordado lo que se haya acordado, en un grupo parlamentario europeo que no será el de la Izquierda europea sino en el de «Los verdes», grupo sobre cuya trayectoria política en estas últimas décadas las dudas asaltan los cielos y su tierra. Pero, si dejamos al margen este punto sustantivo, no me dirán que IU, a pesar del transfuguismo de Rosa Aguilar, o, bien mirado, gracias a él, no ha ganado un tanto, que no es poco, desde la coordinación de Cayo Lara y desde el buen hacer parlamentario, sin jugada oculta, de Gaspar Llamazares. ¿No merece nuestro voto?
Pero hay más, varias candidaturas más. Cito dos de ellas. Una tiene como primer candidato a Alfonso Sastre. No creo que sea necesario que les señale mi admiración por su obra y por su actitud cívica. Por si fuera poco, era el compañero de la inolvidable Eva Sastre. ¿Cómo no otorgar el voto a un candidatura así, que cuenta con él y con numerosos compañeros y compañeras admirables?
Otra candidatura tiene a Esther Vivas como cabeza de lista. Y, sin poder precisar, en tercer o cuarto lugar aparece el nombre de Carlos Fernández Liria. Esther es una las personas más consistentes y preparadas que yo conozco. Es difícil no verla en cualquier asunto ciudadano que tenga que ver con la justicia y con la lucha contra la barbarie. Carlos Fernández Liria, su compañero de lista, es, sin atisbo de duda, uno de los grandes filósofos hispánicos, quizá me quedo corto, y unos de los agitadores cultural-políticos de mayor influencia en nuestra sociedad. Además de ello un conferenciante y polemista tan brillante que escucharle es una de las mejores cosas que se pueden hacer en esta vida. ¿Cómo negar el voto a una candidatura así? Yo quiero votarles.
No he hablado de programas. No los he leído hasta ahora. Pero no creo que tenga grandes diferencias con ninguno de ellos. Lo mismo podría afirmar de alguna candidatura más que no he traído a colación.
Sé que las elecciones europeas no son un asunto político de primera magnitud y que podemos permitirnos ciertos lujos. Pero, ¿tanto es nuestro margen? ¿Es razonable, tal como están los tiempos, que la izquierda transformadora, la izquierda que no ha claudicado, la alejada de los centros de poder prácticamente intercambiables PP-PSOE-CiU-PNV-UPN y afines, deba seguir el sendero de la atomización de la materia? ¿No hay forma de buscar puntos de unión y aceptar entre todos que podemos convivir con diferencias programáticas e históricas gentes diversas y que no será posible construir nada que cuente políticamente si fijamos nuestra mirada crítica en la tercera línea del segundo párrafo, en la coma del cuarto, en la cita que encabeza la declaración de principios, o en el historial no siempre inmaculado de alguno de los candidatos? Por lo demás, la historia cuenta, claro está, pero no hasta obstaculizar nuestro futuro que ya es presente.
En el Chile socialista se cantó y gritó que el pueblo unido jamás será vencido. Se tenían razones aunque no es obvia ni está garantizada para siempre la veracidad de la afirmación. Pero, por reducción al absurdo, parece casi segura la derrota si persistimos, erre que erre, como en los viejos tiempos, en el camino de la desunión y en el cultivo de una sopa de letras que se atraganta en la garganta y en el alma de cualquier ciudadano o ciudadana combatiene, resistente e informado.