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A propósito del pogromo de Rosarno

Stop al racismo

Fuentes: L'Humanité

La pequeña ciudad de Rosarno, al sur de Italia, fue escenario durante el fin de semana del 10 de enero de un acontecimiento de extrema gravedad. Nada que ver con unos insignificantes «incidentes diversos». Al contrario, fue un todo un «pogromo» del que convendría hablar. Imaginad una ciudad de Calabria que acoge cada año a […]

La pequeña ciudad de Rosarno, al sur de Italia, fue escenario durante el fin de semana del 10 de enero de un acontecimiento de extrema gravedad. Nada que ver con unos insignificantes «incidentes diversos». Al contrario, fue un todo un «pogromo» del que convendría hablar.

Imaginad una ciudad de Calabria que acoge cada año a más de 4.000 obreros agrícolas contratados temporalmente para la recogida de cítricos: clementinas y mandarinas. Habitualmente, es la mafia la que va a buscar la mano de obra extranjera, remunerada apenas a veinticinco euros, por una media de catorce horas de trabajo al día.

Estos trabajadores son empleados ilegalmente, sobreviven en unos campamentos, auténticos tugurios insalubres, frecuentemente sin agua ni electricidad. Tratados como perros, estos desgraciados soportan insultos, agresiones, vejaciones, provocaciones, en un clima insano de odio mantenido desde las altas esferas. ¡Con un Presidente del Consejo Italiano que se permite calificar al Presidente de los Estados Unidos de «moreno»!

Para rizar el rizo, todos saben a quién financia políticamente el dinero de la mafia

El vaso de este racismo ordinario se desbordó, hace ocho días, cuando dos trabajadores fueron violentamente agredidos y heridos con armas. Sus compañeros de sufrimiento se rebelaron en solidaridad y se manifestaron públicamente. A partir de ese momento, una pequeña parte de la población, apoyada escandalosamente por el ministro de Defensa, se dedicó a una verdadera caza del hombre, una especie de pogromo, que provocó varios heridos.

Todo esto dice mucho de este mundo de salvajes, sobre el tipo de relaciones que se quieren imponer a los seres humanos y sobre la naturaleza de esta Europa. Y Francia no está al margen de esta gangrena.

Aquí es adonde lleva la organización de la competitividad de todos contra todos, la explotación frenética del trabajo, la presión generalizada sobre el poder adquisitivo para obtener unas mandarinas o unas clementinas que se puedan adquirir en nuestros mercados.

Éste es el repugnante rostro de esta Europa que organiza una inmigración de usar y tirar, servil, explotable. En el marco de esta competitividad cada vez más salvaje, la gran patronal y las derechas atizan los odios y las divisiones para utilizarlos.

El racismo progresa al mismo tiempo que el paro, las desigualdades y la precariedad. La inmigración de supervivencia acompaña la crisis social mientras la amenaza ecológica extiende su violenta y sofocante sombra negra sobre los pueblos del mundo, especialmente sobre los del Sur. Pero ni en el G20, ni en Copenhague, ni en la cumbre de las instituciones europeas se toma ninguna decisión para relanzar una cooperación, un desarrollo solidario favorable a los seres humanos, al respeto a los derechos humanos y al futuro del planeta. La competitividad, la criminal guerra económica al servicio de los poderosos y de los reyes del dinero, prevalecen por encima de todo.

Poco a poco, una parte de los individuos son considerados como seres humanos inferiores, puestos en competencia con otros trabajadores de Europa que ven, ellos también, como sus condiciones sociales se deterioran.

Lo que es cierto en Italia lo es en Francia, con los trabajadores que contribuyen a la riqueza del país pero a los que el poder de la ultraderecha rechaza darles papeles, indicándoles de este modo que pueden ser creadores de valor añadido, expoliados por los empleadores, pero de ninguna manera ciudadanos, ni de aquí, ni de ningún sitio. ¡Se llega a rechazar la renovación de su carnet de identidad a franceses de siempre que tienen la «desgracia» de tener un nombre de resonancias españolas, portuguesas o italianas! ¿Es posible aceptar este estado de esclavitud en el que se mantiene a una parte de nuestra humanidad? ¿De tolerar que el veneno del racismo y del odio sea cada día institucionalmente destilado en palabras y actos?: multiplicación de controles físicos para los que no tienen la piel blanca, restricciones a la contratación para los que residen en los suburbios populares, fichajes… hasta este debate prefabricado sobre la identidad nacional que allana el camino a los odios, a los racismos, ensucia los muros de las prefecturas con salivazos de intolerancia y oscurece los espacios de algunas páginas de Internet. Cuando un poder se permite destruir con «bulldozer» los lugares donde se refugian los que huyen de una guerra, la guerra de Afganistán, y devolver a jóvenes afganos al fragor de esa guerra, no solamente es que ya no tiene corazón, sino que abre, desde el más alto nivel del Estado, las compuertas al rechazo del prójimo.

Yo tenía el recuerdo de un hombre que hace mucho tiempo se ocupaba de los «boat people». Hoy es ministro de Asuntos Exteriores y forma parte de esa horrible banda que organiza los vuelos chárter para devolver a unos jóvenes bajo las bombas de su país.

Y ahora las derechas quieren dar un paso más en la trivialización con unos falsos debates entre el nuevo seguidor del sarkozysmo, Besson, y «el Frente del odio» de le Pen. Es cierto que en los pasillos del poder se jactan de haber puesto en práctica más de la mitad del programa «lepenista». ¡Aterrador!

Después de las votaciones en algunos países europeos y del referéndum suizo sobre los minaretes, no nos podemos contentar con lamentar la subida del nacionalismo, la xenofobia y del racismo.

Hay que alertar, tocar a rebato, gritar: ¡Alto al racismo creciente!

Todos los demócratas, los humanistas y defensores de los derechos humanos están concernidos. Un preocupante peligro se insinúa en los poros de nuestras sociedades. Conjurémosle. Devolvamos su sentido a la palabra fraternidad. ¡No retrocedamos ni un milímetro sobre los ideales republicanos! Frente al desencadenamiento de la crisis, los trabajadores, la juventud de todos los países deben hacer frente, no uno contra otro, sino juntos, para inventar una organización de la sociedad superior al capitalismo.

Traducido para L’Humanité en español por J. A. Pina

Fuente: http://patricklehyaric.net/2010/01/15/stop-au-racisme/

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