La naturaleza de nuestras democracias está teñida de hipocresías y embustes. Lo que acaba de suceder con María Guardiola es un ejemplo de cómo los representantes de los partidos políticos que conforman nuestro sistema económico y social carecen de principios.
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La cartografía de las últimas elecciones ha vuelto a recordarnos que vivimos en un país diferente, opuesto diría yo, al de allende el Ebro. Salvo catalanes y vasconavarros, todo el mapa aparece uniforme, derechuzo y salpicado de la viruela fascista.
La intuición de que nuestro presente es un tiempo de claudicación política vuelve a interrogarnos sobre el margen existente para la institución de una sociedad diferente, más justa que la actual.
Este próximo 23 de julio se celebran elecciones generales sin que estuviera previsto que las hubiera, porque tocaban en diciembre de este mismo año 2023.
La contundente derrota de la izquierda el pasado 28 de mayo en las elecciones autonómicas y municipales españolas ha reabierto el debate (en la prensa alternativa, este debate nunca se verá en los grandes medios de comunicación) para intentar explicar este misterio de por qué mucha gente vota precisamente a los partidos políticos que más atentan contra sus propios intereses.
«Cuando alguien en una comunidad moral profana uno de los pilares sagrados que sustentan la comunidad, la reacción seguramente será rápida, emocional, colectiva y punitiva.»
Conocida es la frase de Napoleón, la victoria tiene cien padres y la derrota es huérfana.
El presidente Sánchez, alias “Don piso”, se ha remangado las últimas semanas y, cual vendedor de calcetines de mercadillo (“¡Dos pares por solo 5 euros, señora, dos pares y otro más de regalo!”), ha comenzado a repartir pisos públicos de alquiler social a troche y moche.