«Europa espera a su Roosevelt, que sabrá darle, en el corazón de la crisis, el sentimiento de una comunidad conjunta.» (Daniel Cohen: Homo economicus, el profeta (extraviado) de los nuevos tiempos.)
Allá por el verano de 2014, en plena ebullición del conflicto catalán con el enfrentamiento ya del todo abierto entre el gobierno de la Generalitat –por entonces presidido por Artur Mas– y el gobierno del Estado –cuyo presidente era a la sazón Mariano Rajoy–, me dio por escribir un artículo en contra del nacionalismo. Lo titulé Esbozo del delirio nacionalista en homenaje a mi admirado Bertrand Russell, quien bastantes décadas antes escribiera un ensayo titulado Esbozo del disparate intelectual, un fino exponente de lo que es el ejercicio del sano escepticismo que nos lleva, en primer lugar, a reconocer lo mucho que de irracionalidad tiene el ser humano. No importa cuán lejos echemos la vista atrás o en qué cultura en particular nos fijemos. Es amargamente divertido el catálogo de tonterías que el filósofo británico recopila en su ensayo, del que yo tomaba para el mío arriba referido estas frases de partida: «hemos llegado a un punto en que la loa a la racionalidad se considera como señal de que un hombre es un viejo oscurantista, lamentable superviviente de una era pasada»; y unas líneas después: «la política está gobernada mayormente por perogrulladas sentenciosas exentas de verdad». Nada nuevo bajo el sol.
Desde que el eximio intelectual escribió estas palabras hace más de medio siglo, la historia no ha hecho más que darle la razón una y mil veces. Yo, modestamente, con mi artículo quise fijarme en una de aquellas «perogrulladas sentenciosas exentas de verdad» de las que él ofreció en su texto un apretado pero representativo catálogo. Me dediqué, aprovechando que estaba de rabiosa actualidad como se suele decir, a desarrollar un análisis crítico de una de las que para mí ha demostrado ser una de las ideologías más perniciosas, el nacionalismo, sea del bando que sea. A riesgo de pecar de inmodestia expondré de forma resumida mis argumentos en su contra.
Para empezar, se incurre en un error categorial de libro cuando se dota a la nación de una entidad sustantiva a la que se le atribuye determinadas propiedades. Este error se comete cuando se afirma, pongamos por caso, que la lengua de Cataluña es el catalán o que la religión de España es la católica, como si más allá de las personas, que sí que tienen lo necesario (un encéfalo lo suficientemente complejo) para poder hablar la lengua que sea o tener fe en las creencias que toque, existiese una entidad, una especie de «animal metafísico» en expresión del filósofo Jesús Mosterín, con existencia independiente de los catalanes o españoles –cada uno de su madre y de su padre, como no puede ser de otra manera–, que posee la verdadera esencia de la catalanidad o la españolidad. No tiene nada que ver, pues, la lógica o la realidad objetiva con la idea de nación. Esta tiene su raíz en el animismo o personalismo propio de la infancia, pero que permanece latente en lo más profundo de nuestra psique y del que no somos conscientes a pesar de que posee un gran poder emocional. El animismo, característico de las que se consideran religiones primitivas, consiste en la personalización de lo inanimado e impersonal, ya sean fuerzas de la naturaleza o abstracciones sociales. De aquí surgen los dioses y las patrias. La prueba de su gran poder de influencia en la conducta de los seres humanos es el número incontable de los que han dado su vida por tales entidades trascendentes. Razonando así tenía que llegar a la conclusión de que la nación es una creencia producto de la facultad mitogenética, un delirio, híbrido de frivolidad lógica y primitivismo psíquico, que también cuenta con una importante dimensión cultural, pues el nacionalismo se cultiva a través de multitud de mecanismos étnicos, tales como tradiciones, costumbres, símbolos, mitos, etc. Todo ello siempre preferible a la verdad histórica para los intereses de los que gobiernan y también para el hambre insaciable de sentido existencial de los gobernados.
Esta era mi tesis y los argumentos sumariamente expuestos que la sostenían en el artículo que redacté hace una década. Tengo que apostillar que me costó en su día que se publicara, dado el ambiente mediático considerablemente caldeado que predominaba en aquel entonces debido a la cuestión catalana. Unos años después, y para mi sorpresa, me fue solicitado para publicarlo en la revista Claves de Razón Práctica en su número 257. Fue en el año 2018, a los pocos meses de la declaración unilateral de independencia de Cataluña de 28 de octubre de 2017, cuando la revista dirigida por Fernando Savater mostró ese súbito interés en mi modesto trabajo (quien pueda entender que entienda).
Endiablado concepto este de nación que hasta la segunda mitad del siglo XVIII no empieza a tener relevancia política, con una apasionada componente romántica en su núcleo de significado, y que ya en el siglo XIX adquiere el suficiente vigor de la mano de héroes populistas como Napoleón Bonaparte y de intelectuales varios –poetas, historiadores, periodistas– que bendicen el adoctrinamiento requerido para encender la chispa movilizadora de las masas.
Territorio, población y Estado son términos todos razonablemente objetivables en el marco de las ciencias sociales. No es el caso de nación, un concepto característicamente confuso y ambiguo, por más que esté semánticamente vinculado a aquellos. ¿Quién puede definir con un mínimo de precisión qué es una nación? ¿Cuántas naciones se cuentan en el planeta Tierra? ¿Por qué la organización que reúne a (casi) todos los Estados del mundo no se llama Estados Unidos, sino Naciones Unidas? Los más irredentos nacionalistas distinguen entre su nación y el Estado que la oprime; así, los nuestros catalanes, cuando pronuncian la palabra «país», se refieren a Cataluña, siendo España para ellos el «Estado español». Religión, lengua, ¡raza!, a todas ellas –como la religión católica, la lengua catalana o la raza aria– se ha recurrido en el intento desesperado por dar con una esencia con la que dotar de sentido preciso al concepto de nación. El resultado ha sido un conjunto de definiciones tan oscuras como incompatibles entre sí. De todo lo cual se deduce en buena lógica que «nación» –como diría un escolástico– es un flatus vocis, un soplo de voz, una palabra vacía de contenido.
En fin, ya se ve que no soy fan del concepto de marras. Mi escepticismo metodológico y mi cosmovisión naturalista me hacen rechazarlo por vacío de contenido en el mejor de los casos o por ser producto de la más perniciosa mistificación en el peor. Pero tengo que reconocerle un enorme poder de activación de las personas que se identifican como pertenecientes a una colectividad, siendo una idea capaz de galvanizar una heterogeneidad de voluntades uniéndolas en un propósito común. Algunas ideas poseen esa fuerza motivadora; es lo que hace que una ideología no sea simplemente un sistema de creencias a través del cual se entiende el mundo, sino un dispositivo movilizador por la carga emotiva que contiene, y de la que carece una palabra como, pongamos por caso, «fotón». Así que nación es una idea-afecto –como Dios o libertad o tantas otras– tan preñada de significado emotivo que dota de sentido la existencia de muchas personas permitiéndoles encontrar un porqué a sus vidas, llevándolas incluso a la realización de grandes sacrificios incluido el de la propia vida.
Así puedo comprender yo la definición que el escritor francés Ernest Renan dio en el siglo XIX al concepto de nación en su conferencia titulada precisamente Qu´est ce qu´une nation?: «una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que, a decir verdad, son una sola, constituyen este alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos. La voluntad de continuar conservando la herencia que se ha recibido indivisa».
En estos días pienso desde mi escepticismo en esta idea-afecto problemática de nación, capaz de obrar portentos admirables. Como la llegada del ser humano a la Luna, cuando el Presidente John Fitzgerald Kennedy embarcó a todo su país en una empresa titánica que en aquella década de los sesenta del siglo pasado parecía imposible, pero que gracias al apoyo de la mayoría de los norteamericanos se llevó a cabo en el plazo de tiempo prometido. También impulsora de los más terribles episodios de la historia, como las dos devastadoras guerras mundiales del pasado siglo. Me pregunto si en este tiempo de tribulación, cuando Europa se ha quedado sin el amparo de la que todavía es la principal potencia mundial pero ahora mismo una democracia valetudinaria, habría que empezar a creer en la nación europea; si habría forma de hacerlo sin convocar al demonio del fanatismo.
Si aplicamos la definición que ofrece Renan de nación a Europa tendríamos de alguna manera que perfilar esa alma o principio espiritual al que él alude. Cómo esa alma se debilita nos lo explicó en 2012, en lo más crudo de la crisis del euro el economista francés Daniel Cohen. En su libro de entonces titulado Homo economicus, el profeta (extraviado) de los nuevos tiempos alude al error de construcción de la ciudadanía europea, es decir, de la versión tecnocrática o fría si se quiere de ese alma o principio espiritual. Desde la Comunidad Europea del Carbón y del Acero se quiso que la economía fuese la base para la integración política. Ha quedado demostrado que no ha servido, y lo puso en evidencia la crisis desatada en 2008, que aguzó las rivalidades nacionales particulares y abrió las viejas heridas de un continente tantos siglos en guerra unos países contra otros (¿hace falta recordar la humillación infligida hace diez años a Grecia y la prepotencia manifestada por los países del norte frente a los del sur?).
Hay que combatir el ascenso de los partidos xenófobos y luchar contra la tentación de ir cada uno por su cuenta. Seguramente una de las claves para hacerlo está en ese «legado de recuerdos» al que alude Renan en el citado discurso. En ese legado cabe encontrar figuras de un valioso poder inspirador. Como Erasmo de Róterdam, el filósofo humanista que vivió entre los siglos XV y XVI; hasta tal punto se considera encarnación de esa alma europea que uno de los más potentes programas educativos internacionales, el famoso Programa Erasmus, lleva su nombre. El antes citado Daniel Cohen, tan crítico con el modo en que se ha llevado a cabo la construcción de la Unión Europea, tiene por seguro que el Programa Erasmuses una forma de promover la fraternidad europea más efectiva que la implantación de la moneda única tal y como se ha llevado a cabo.
Erasmo de Róterdam en efecto representa en gran medida lo mejor de ese legado que para Renan constituía un elemento esencial de ese principio espiritual que define la nación. Quién mejor que el escritor vienés Stefan Zweig para reconocer en el erudito renacentista esas virtudes que merece la pena conservar y que son las que yo identifico con lo mejor del legado europeo. Ellas son las que me llevan a querer que ese legado no se vea desintegrado por los agentes tóxicos de una historia que se empeñan irracionalmente en hacernos retroceder a tiempos en los que la guerra era un normal ingrediente de la política. Escojo este fragmento de la semblanza que Zweig desarrolla en su libro Erasmo de Rotterdam: Triunfo y tragedia de un humanista: «Erasmo amó muchas cosas que nosotros amamos: la poesía y la filosofía, los libros y las obras de arte, las lenguas y los pueblos y, sin hacer diferencias entre ellos, a la humanidad entera, cuya misión era ser cada vez más civilizada. Una sola cosa sobre la tierra odió verdaderamente por opuesta a la razón: el fanatismo». El autor de estas palabras sufrió el fanatismo de primera mano, el que dio pábulo a la Segunda Guerra Mundial, el que le empujó a abandonar Europa para terminar quitándose la vida en Brasil en 1942, convencido de que la irracionalidad le había ganado la historia a la humanidad. En su libro dedicado a Erasmo de Róterdam está expresado a mi modo de ver el núcleo de la fraternidad europea. En torno a esta declaración de ideales puedo expresar mi deseo de vivir junto con el resto de los europeos, y en ese sentido creer en la nación europea –como apuntó Renan en su discurso antes citado–. Porque amo eso mismo que un hombre que nació medio milenio antes que yo en los Países Bajos amaba, esa humanidad más civilizada; y, sobre todo, porque rechazo lo mismo que él rechazaba: el fanatismo. Esto mismo, este mismo amor, seguramente fue lo que llevó al periodista italiano Michele Serra a proponer la manifestación a favor de Europa que se materializó en Roma el pasado 15 de marzo, expresión de un nacionalismo aglutinador antídoto de los nacionalismos que potencian una identidad tribal desde la confrontación, como actualmente es el caso de los nacionalismos norteamericano y ruso, por poner dos de los ejemplos más dañinos.
Pero he advertido anteriormente que la de nación es una idea-afecto y, como tal, un arma de doble filo ante la cual hay que mantenerse siempre en guardia racional. Por eso la base de la fe en la nación europea ha de ser el conocimiento de la historia, no el mito; la razón, y no la pasión; la laicidad, y no la religión, incluida la patriótica; la ilustración, con el conocimiento y su divulgación siempre por delante, y no el oscurantismo y la propagación de la ponzoñosa mentira (ahora posverdad); el humanismo como principio ético universal y como núcleo irrenunciable de la civilización, y no el mercantilismo inhumano que nos ha conducido hasta el capitalismo feudal de nuestros días; el estado del bienestar, y no el minarquismo que admite el imperio de la ley del más fuerte; la norma democrática, y no la arbitrariedad del poder. Todo esto forma parte del legado que Europa debe preservar y en torno al cual cabe razonablemente consentir en formar parte de un proyecto común que se desarrolle en paz, libertad y prosperidad compartida.
Estoy dispuesto a creer que Europa es mi nación, pero a cambio exijo que esté a la altura de ese ideal. Mi creencia, paradójicamente, se nutre de mi escepticismo racional, porque temo el fanatismo que siempre acecha; y porque hay síntomas innegables de que Europa es capaz de traicionar sus ideales. Lo expresa de manera certera un personaje ficticio, la política protagonista de la serie danesa Borgen. En uno de sus episodios declara en una rueda de prensa: «No puedo evitar cuestionar la Dinamarca que veo ahora mismo; ¿somos un país inhóspito? ¿Tenemos prejuicios? ¿Somos arrogantes? ¿Somos egoístas? ¿Somos así los daneses como pueblo? Sin embargo esa es la imagen que dan hoy en día de nosotros algunas leyes. Esa es la imagen que comunicamos al mundo y entre nosotros. Queremos volver a sentirnos orgullosos de ser daneses todos juntos». Sustitúyase Dinamarca por Europa y daneses por europeos, y el discurso es perfectamente válido.
Siempre persistirá la duda de si Europa estará a la altura de sus ideales. Si las leyes, si las políticas, estarán a la altura de esos valores europeos que como tales pertenecen a la moral. «La moral sólo conoce individuos: la moral sólo conoce la humanidad» –sentencia el filósofo francés André Comte-Sponville en su libro Invitación a la filosofía– mientras que la política va de defender los intereses nacionales, «defender un pueblo, o unos pueblos en particular». Se precisa entonces creer en que Europa es nuestra nación para superar los nacionalismos particulares, para defender lo mejor de su legado, el que representan europeos como Erasmo de Róterdam, Stefan Zweig y Bertrand Russell.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.