2 de marzo de 2012 El absurdo «intercambio de embajadores» entre Minsk y la Unión Europea parece caricaturesco y recuerda a lo que está ocurriendo entre Europa y el convulso Oriente Próximo o el resto del mundo «no occidental». Es la desesperante situación de cuando Europa se siente en la obligación de actuar, aunque todo […]
2 de marzo de 2012
El absurdo «intercambio de embajadores» entre Minsk y la Unión Europea parece caricaturesco y recuerda a lo que está ocurriendo entre Europa y el convulso Oriente Próximo o el resto del mundo «no occidental».
Es la desesperante situación de cuando Europa se siente en la obligación de actuar, aunque todo sea inútil.
Sobre valores e intereses
He aquí el desarrollo de los acontecimientos: la Unión Europea prohibió la entrada en su territorio a más de 200 funcionarios bielorrusos, pertenecientes a las esferas judicial y de mantenimiento del orden público e involucrados en los arrestos y condenas a las fuerzas de la oposición. Además, les serán decomisados sus ahorros que se hallen despositados en las cuentas europeas.
A modo de respuesta, Minsk obligó a abandonar el país a los embajadores de Polonia y de la UE, que a cambio retiró a la totalidad de sus representantes en Bielorrusia.
La labor de los diplomáticos siempre ha tenido mucho de actuación teatral, pero en este caso la situación está pareciéndose a una representación circense. Lo más curioso son las declaraciones: «Si los embajadores en el transcurso de las consultas consiguen explicar a las respectivas autoridades la ineficiencia de la política de sanciones y presión, ello representará un factor positivo», señala el comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores de Bielorrusia.
Carl Bildt, jefe de la diplomacia sueca, recurrió por su parte a la «diplomacia por vía de las redes sociales», publicando en Twitter «cuando un dictador empieza a quemar las últimas naves, la cosa suele acabar mal».
Los embajadores llevan ya tiempo explicando a sus superiores que las sanciones no lograrán que Minsk cambie de postura. Y nadie se lo discute. Sin embargo, una conducta sensata por parte de la UE se topa inevitablemente con los restos de lo que podríamos llamar ideología europea o su escala de valores, si se prefiere. Son ganas de etiquetar todo como «blanco» y «negro». Por ejemplo: por un lado el «dictador Gaddafi» y por otro los «luchadores por los ideales de la democracia» a él enfrentados.
A quien le tocase vivir en la época soviética se acordará de lo que es «la dictadura de la ideología frente a la razón». La teoría exigía que se dijeran unas cosas bien determinadas y en ella se mezclaban los postulados de Carlos Marx con con los principios de los primeros cristianos, y sus anhelos de igualdad y justicia, los ideales utópicos del Renacimiento y el legado de la Revolución francesa. Y esta patética situación se dejaba sentir, sobre todo, en las relaciones diplomáticas de la URSS con los países de África, América Latina y demás. Es decir, la política exterior del país en general era pragmática, pero en ciertas ocasiones la ideología le impedía a la URSS obrar con sensatez.
El estado actual de las cosas entre Bielorrusia y la UE es muy por el estilo. En el ataque de Europa a Minsk el liderazgo lo asume Polonia, que ha tenido que enfrentarse a Eslovenia. Los polacos exigían incluir en la lista de «personas non gratas» a un cierto oligarca bielorruso. Eslovenia se opuso, porque algunas empresas eslovenas hace poco ganaron el concurso público para construir en Minsk un hotel muy grande. Los intereses económicos de un miembro comunitario no son ninguna nimiedad, de modo que la «lista negra» no se hizo más larga.
Este proceso suscitar tristeza. Por supuesto, hacer valer sus principios ante Bielorrusia no entraña para Europa peligro alguno. No obstante, cuando se hace patente cómo la ideología ata a la política de pies y de manos, el prestigio de Europa cae en picado.
¿Acabará mal la cosa?
La misma naturaleza del régimen bielorruso es contraria a la visión global de los europeos. Así, por ejemplo, el pasado martes la policía británica empezó a desmantelar, porque ya no quedaba otro remedio, el campamento de tiendas de campaña de los representantes más radicales del movimiento ‘Ocupa Londres’. Si estos «ocupantes», sin pensárselo dos veces, hubieran intentado irrumpir en alguna entidad pública, como pasó en Minsk, habrían acabado, con toda seguridad, en la cárcel. En otras palabras, Minsk no hace nada extraordinario, pero su estilo de conducta y su retórica son distintos, al tiempo que se usan métodos repugnantes de lucha contra la oposición.
Para los europeos, Alexander Lukashenko es «el último dictador de Europa», que nunca sonríe y amenaza a sus enemigos. Su policía es violenta, el Comité para la Seguridad del Estado (KGB) sigue existiendo y un largo etcétera. A los habitantes del espacio post soviético, sin embargo, el régimen de Minsk les hace reír, pero por la simple razón de ver en él su pasado. Un fenómeno que irá desapareciendo poco a poco, y lo más probable es que lo haga de una manera imperceptible.
«La cosa acabará mal», vaticina Carl Bildt. Y no está en lo cierto. Veamos el caso de Myanmar (la antigua Birmania) que hasta hace poco era para sus vecinos del Sudeste asiático una especie Bielorrusia, una imagen de su pasado. La Unión Europea, junto con Estados Unidos y otros aliados, aplicaba contra el régimen militar de Myanmar sanciones sin demasiado empeño, simplemente por cumplir con su papel.
Sin embargo, el resultado fue contrario al esperado: las sanciones no sirvieron para nada, dado que con Myanmar comerciaban sus vecinos, China y muchos otros países, y el país supuestamente aislado se desarrollaba de una manera más que satisfactoria. Posteriormente los vecinos persuadieron a los militares que estaban en el poder en Myanmar de que no tuvieran miedo de Occidente e iniciaran reformas políticas que no tardaron en ponerse en práctica.
La Unión Europea y Estados Unidos, que no consiguieron nada con su política y además quedaron al margen de lo que está ocurriendo en Myanmar, aparentan estar muy contentos y orgullosos de haber «acabado con la dictadura». El resto del mundo, sin embargo, no se deja engañar y se da cuenta de cómo, debido a su postura, la UE queda en una posición nada ventajosa.
La diplomacia rusa también en más de una ocasión se ha visto en semejante apuro. Por ejemplo, en sus relaciones con Turkmenistán y los Países Bálticos relativas al estatus de la población rusoparlante. Se podría perfectamente dar pasos bruscos, introducir sanciones y soñar con cambiar el régimen, sin poder ayudar realmente a nuestros compatriotas. A veces, el tiempo y la paciencia ofrecen unos resultados más positivos.
El caso de Bielorrusia tiene mucho del «caso Birmania». El país eslavo aguantará durante algún tiempo sin tener contactos con Europa, ya que ha sobrevivido en la reciente crisis financiera. Aguantará, en primer lugar, gracias a los vecinos y a la migración laboral. Las particularidades de Bielorrusia se están difuminando a ojos vista, participando el país de manera activa en los procesos de integración. Y se puede decir con toda seguridad que el estilo político de Minsk se someterá a cambios, unos cambios que operarán de una manera natural e imperceptible.
Fuente: http://eurasianhub.com/2012/03/13/tensiones-entre-la-ue-y-bielorrusia/#more-2719