Los datos que recoge el libro «Lisbonne revisité» acerca de la evolución del empleo en la Unión Europea en los últimos quince años no ofrecen duda: la destrucción de millones de empleos fijos e indefinidos coincide con la creación de 13 millones de nuevos empleos «flexibles», es decir, a tiempo parcial o con contratos temporales, […]
Los datos que recoge el libro «Lisbonne revisité» acerca de la evolución del empleo en la Unión Europea en los últimos quince años no ofrecen duda: la destrucción de millones de empleos fijos e indefinidos coincide con la creación de 13 millones de nuevos empleos «flexibles», es decir, a tiempo parcial o con contratos temporales, a los que habría que añadir otras formas subrepticias de trabajo basura como las que ejercen los becarios, pasantes, contratados en prácticas o en formación, etc. Y es que, en aras de la «competitividad», la gran patronal europea necesita aumentar la oferta de mano de obra, poner a una masa mayor de trabajadores en el mercado, conseguir para 2010 una tasa de empleo del 70%, aumentando para ello el empleo de las mujeres y los emigrantes, activando a los parados, retrasando la edad del retiro y de la pensión, haciendo trabajar a inválidos, minusválidos, gitanos y todo lo que se tercie (en nombre de la lucha contra la exclusión)…, reduciendo en definitiva la «inactividad» y creando un excedente de trabajadores dispuestos desesperadamente a contratarse por un salario, y que, a la postre, ejerzan presión a la baja de los sueldos y los derechos laborales. Nada que ver con ese mensaje «positivo» de la multiculturalidad, la diversidad y/o la integración y la igualdad de oportunidades…
Es el reino del trabajo flexible, del trabajo precario, del trabajo basura, de la inestabilidad y la sobreexplotación, de las horas extra mal pagadas, de la escandalosa desigualdad contractual que con tan poco pudor exhiben las instituciones públicas, las universidades, las cajas de ahorro o el sistema sanitario… Es la imposición de un sistema que serviliza, fragiliza, fragmenta y desocializa a la comunidad asalariada, cuya capacidad de movilización y negociación colectiva destruye, a favor siempre de la gran patronal. Es, además, un sistema que, como dice la Coordinadora de Trabajadores Precarizados, recientemente creada en Argentina, «formatea el alma»: hace casi imposible la creación de lazos de confianza y las batallas colectivas, rompe las solidaridades, prioriza la supervivencia individual y anula las expectativas positivas en la población.
En efecto. La precarización no sólo consigue que los trabajadores produzcamos más por menos. Tiene graves efectos en nuestra subjetividad. Sorprendentemente, la flexibilización laboral logra no sólo su objetivo declarado de reducir los costos de producción como supuesta forma de aumentar la competitividad, sino que, además, nos vuelve obedientes y disciplinados, consigue que nos sometamos sin protesta a las nuevas reglas del juego neoliberal, que reneguemos de nuestra identidad como trabajadores y aceptemos dejar de ser actores sociales para convertirnos en vulnerables e indefensos individuos. Curiosamente, la reestructuración neoliberal permite al sistema capitalista recuperar altos niveles de estabilidad política y de paz social sin recurrir, como durante el «Estado del bienestar», a políticas de carácter redistributivo. Los escandalosos beneficios de la banca y las multinacionales ya no nos alteran el pulso.
En la medida en que la precarización genera miedo, inestabilidad, aislamiento, fragmentación y angustia, así como desaparición de las redes de protección social y aumento de la competitividad entre individuos, se convierte en excelente mecanismo de (auto)disciplinamiento que nos lleva a aceptar la doctrina de la seguridad ciudadana y la idea de sabernos permanentemente vigilados: nos autocontrolamos e incluso estamos dispuestos a criticar al «desobediente» que, por poner un ejemplo tonto, cruza andando un semáforo en rojo o fuma en un lugar «prohibido».
La precarización de las condiciones de vida coexiste, además, con las expectativas de un alto poder de consumo lo que, por lógica, trae consigo una drástica reducción de la disposición al conflicto de los trabajadores, sobre todo de los mejor remunerados: en la medida en que el trabajo (y la lucha colectiva) ha dejado de ser identidad política, el dinero (lo que éste puede comprar) nos define como seres sociales (consumistas compulsivos), y aquí es donde queda patente la gran desigualdad entre fijos, eventuales y todo ese rosario de modelos contractuales con el que no se entiende cómo pueden convivir los sobresubvencionados sindicatos no verticales (ni los que se dicen de izquierdas).
De este modo, cuando las grandes organizaciones patronales europeas vuelven a presionar a los gobiernos de los diferentes estados de la Unión (al español específicamente y a su aplicadísimo alumno, el Gobierno Vasco) para que activen hasta 2010 lo decidido en la cumbre de Lisboa en 2000, lo que buscan no es sólo seguir maximizando sus ganancias en nombre de la competitividad, sino, además, afianzar la estabilidad política, es decir, reducir aún más la conflictividad y conseguir que los efectos disciplinadores de la precarización les devuelvan definitivamente a los niveles de «eficiencia» que habían perdido por la necesidad de redistribuir las riquezas que la existencia del referente de la URSS y las luchas obreras les habían impuesto. El capitalismo muestra así que no es sólo un modo de producción; es, sobre todo, un sistema de dominación integral, social, jurídico-política, institucional, militar, ideológica, cultural…
El capital tiene por tanto muy claro lo que quiere. A nosotros nos corresponde encontrar nuevas formas de resistencia y producir un nuevo imaginario con capacidad de transformación social. En caso contrario, el porvenir que nos espera como clase trabajadora y como pueblo en lucha no parece, la verdad, muy halagüeño.
¿O acaso ya no nos consideramos subjetivamente ni clase trabajadora ni pueblo en lucha?