Jruschov: un regalo ‘irrelevante’. Como ahora sabe ya cualquiera medianamente informado, Crimea se integró en Ucrania en 1954, por decisión personal y arbitraria de Nikita Jruschov, cuando lo esencial era la pertenencia a la patria común soviética. Tan sin importancia debió parecerle a él mismo que ni siquiera lo cita en sus Memorias (Editorial Euros, […]
Jruschov: un regalo ‘irrelevante’. Como ahora sabe ya cualquiera medianamente informado, Crimea se integró en Ucrania en 1954, por decisión personal y arbitraria de Nikita Jruschov, cuando lo esencial era la pertenencia a la patria común soviética. Tan sin importancia debió parecerle a él mismo que ni siquiera lo cita en sus Memorias (Editorial Euros, 1975), dictadas clandestinamente entre 1967 y 1971 y pasadas de contrabando a Estados Unidos, donde se publicaron en 1974. En esas páginas, el purgado ex líder del Kremlin se describe como «un cosaco en libertad, varado en la tierra» en espera de la muerte. Se refiere a Crimea como su lugar de vacaciones y como sede del proyecto de una planta industrial para la cría de aves de corral. De la transferencia, ni palabra, no debió parecerle relevante. Otro tanto debía pensar William Taubman, que en su monumental biografía (990 páginas) Kruschev. El hombre y su época (La Esfera de los Libros, 2005), que le valió el premio Pulitzer, habla, por ejemplo, de las discrepancias con Malenkov por querer utilizar las cuadrillas de albañiles que reconstruyeron Kíev tras la II Guerra Mundial en las obras de construcción de la red de balnearios en Crimea, pero solo en una nota marginal que remite a un autor ruso hace mención de la cesión de la península a Ucrania.
‘Rusomaidán’. Si algo socava la posición de Estados Unidos y la Unión Europea es que consideran legítimo el cambio de poder en Kíev, surgido, no de unas elecciones libres, sino de una revuelta o revolución (según se mire) que, aunque fue consecuencia de los innegables errores y abusos de poder de Yanukóvich y su pandilla, ha llevado a un cambio de régimen sin pasar por las urnas, es decir, sin utilizar el único método homologable en democracia. Es como si el 15-M hubiese enviado a Rajoy al exilio por hundir aún más al país en la ruina e incumplir sus promesas electorales. Se puede soñar, pero se supone que esas cosas son incompatibles con las reglas del juego vigente, las que dicen defender, cuando les interesa, Obama, Merkel, Cameron, Hollande o Rajoy. En Ucrania, el Euromaidán ha pasado de la lucha en las barricadas al poder, sin etapas legales intermedias, y aún está pendiente el intento de recuperar al menos parte de la legitimidad institucional en unos comicios libres. Cabe preguntarse si, en adelante, será ése el método a seguir cuando a los ucranianos, o a parte de ellos, no les guste su Gobierno. ¿Volverán a la plaza hasta que logren derribarlo?
Por otra parte, ¿acaso no hay también una especie de Rusomaidán en Crimea? ¿No está claro que la mayoría de la población quiere unirse a Rusia, y que las manifestaciones con las banderas azules, rojas y blancas así lo indican? Es verdad que el referéndum del próximo domingo estará viciado, tanto por un pecado original que afecta a su legitimidad, como por la más que probable alta abstención, la ausencia de observadores internacionales y de garantías de limpieza y, sobre todo, la ocupación militar rusa, grotescamente disfrazada tras uniformes sin insignias de los «grupos de autodefensa». Y habría que tener en cuenta a las importantes minorías ucrania y tártara, rotundamente opuestas a que la península recorra un camino que pasa por desgajarse de Kíev, declarar la independencia y, acto seguido, pedir la adhesión a la Federación Rusa.
Pero, ¿qué decir de la importante minoría étnicamente rusa, la rusoparlante y la prorrusa (que no son exactamente lo mismo) de Ucrania, marginadas del cambio, con motivos para sentirse amenazadas, que se asientan en regiones con sólidos lazos culturales y económicos con Moscú y cuyo recelo ha aumentado últimamente por la decisión del nuevo Parlamento de socavar el estatus privilegiado de la lengua rusa? Si bien los tanques y fusiles rusos contaminan el Rusomaidán de Crimea, tampoco estuvo libre de pecado el Euromaidán de Kíev, manchado por la violencia de los radicales de la extrema derecha nacionalista, en cuya cuenta (y no solo en la de Yanukóvich) hay que apuntar numerosos muertos y heridos durante la revuelta.
Doble rasero. Las fronteras no son sagradas, y la historia de Ucrania en los siglos XX y XXI lo demuestra con claridad. Su trazo grueso, resultado de guerras y cataclismos, tiene buena parte de la culpa de esta crisis. Aunque lo que quedaba del Espíritu de Helsinki que consagró el mapa europeo se volatilizase con la caída del Muro de Berlín y la descomposición de la URSS, para evitar que el mundo salte por los aires lo mejor sería que las fronteras se alterasen lo mínimo, excepto que sea factible de forma pacífica y consensuada para acabar con convivencias imposibles y potencialmente explosivas. Sin embargo, en este caso se da un escandaloso doble rasero, del que Putin extrae argumentos para defender su postura, aunque quizás su razón más profunda sea que no quiere resignarse a ser el líder de una potencia de segundo orden y a pasar a la historia como el zar que perdió Ucrania, más rusa para él que Chechenia (y hay que recordar lo que hizo para conservarla).
¿Por qué Kosovo sí y Crimea no? Kosovo formaba parte de Serbia, que remontaba sus raíces a esa tierra y esgrimía su derecho legal a conservarla, pero hoy es un país independiente porque la legalidad puede ser tan flexible como deseen quienes parten el bacalao, porque así lo impuso la OTAN por la fuerza y -lo que debería haber sido el factor clave- porque así lo querían por abrumadora mayoría sus habitantes, en un 97% de etnia albanesa. El caso es que hoy, la independencia de Kosovo es reconocida por 109 países, aunque entre las señaladas excepciones se encuentran Rusia -que, pese a ello, lo utiliza ahora como precedente- y España, por motivos que tienen mucho que ver con el desafío soberanista de Cataluña.
Putin recuerda que la península dejó de ser oficialmente rusa por el capricho de Jruschov pero que siguió siéndolo en el sentir de la mayoría de su población, y prepara la legislación para que, tras la declaración de independencia del Parlamento de Sinferópol y el respaldo masivo en el referéndum del domingo, se pueda atender la petición de integración que le llegará desde Crimea. Si acaso hay una diferencia, denuncia el líder del Kremlin, es que Estados Unidos y sus satélites no cejan en su labor de zapa, en su cerco a la potencia que siguen viendo como el enemigo (el sentimiento es mutuo). Son ellos, añade, los que conservan los clichés de la Guerra Fría, los que han extendido los límites de la OTAN hasta las puertas de la sagrada madre rusa.
Hay muchas diferencias y matices que explican que, en este caso, el ejercicio del derecho a la autodeterminación no es ni mucho menos el factor fundamental de este conflicto (de ser así, Chechenia sería independiente), pero queda claro que no es una cuestión de blanco y negro, de ese choque moralmente desigual entre democracia y tiranía que nos intentan vender Obama y sus aliados.
Kissinger: No a Ucrania en la OTAN, más autonomía para Crimea. Aunque solo fuera porque se convirtió en el arquitecto de la apertura histórica a China, no se debería despachar a Henry Kissinger, ex consejero de Seguridad Nacional y ex secretario de Estado de Nixon, diciendo tan solo que debería estar recluido en el basurero de la historia y que le sienta mejor el traje de golpista y criminal de guerra que el de premio Nobel de la Paz. Con ser todo eso cierto, no lo es menos que, convertido hoy en una especie de think tank unipersonal, sus opiniones sobre la realidad internacional no siempre siguen el guion predominante en Washington, ni siquiera el del Partido Republicano. En el caso de Ucrania, se distancia de las opiniones de dos de sus predecesores, Zbigniew Brzezinski y Condoleeza Rice, dos halcones que estos días imparten doctrina y exigen, sin apenas matices, mano dura con Putin y sanciones de todo tipo para socavar el apoyo popular de que goza y aislarle diplomáticamente por aprovecharse con prepotencia grosera de la indecisión y la debilidad de Obama. En suma: por reverdecer el espíritu de la Guerra Fría.
Kissinger afina más en el análisis, reconoce los intereses rusos en Ucrania y especialmente en Crimea, señala errores de la UE en la gestión de la crisis provocados por sus problemas internos, propugna que EEUU busque la reconciliación interna de Ucrania para convertirle en un puente entre Occidente y Rusia no en territorio en disputa. Lo más importante: asegura con rotundidad que Ucrania no debe integrarse en la OTAN, lo que supone la última línea roja para Putin. Como cabía esperar, reconoce a los ucranianos el derecho a decidir su destino, incluido el de asociarse con la UE, y rechaza la anexión rusa de Crimea. Pero, al mismo tiempo, defiende el reforzamiento de la autonomía de la península a través de elecciones con presencia de observadores internacionales, así como «eliminar cualquier ambigüedad» sobre el status de la flota rusa del mar Negro, se entiende que para dar garantías a Moscú. Una ligera variante, pero sustancial, de la visión predominante de esta crisis en Occidente.
(Los artículos de Brzezinski, Rice y Kissinger pueden consultarse en www.washingtonpost.com)