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Ucrania: la quimera de Europa

Fuentes: Rebelión

El estallido, a finales de 2013, de una nueva crisis política en Ucrania, más allá de los protagonistas locales y de las causas internas que han llevado a su repentino desarrollo, manifiesta que la agria disputa por el dominio de la antigua periferia soviética no ha terminado, ni mucho menos. Junto a las fuerzas políticas […]


El estallido, a finales de 2013, de una nueva crisis política en Ucrania, más allá de los protagonistas locales y de las causas internas que han llevado a su repentino desarrollo, manifiesta que la agria disputa por el dominio de la antigua periferia soviética no ha terminado, ni mucho menos. Junto a las fuerzas políticas ucranianas, y los grupos económicos ligados a ellas, tres poderes exteriores protagonizan la crisis. Por un lado, es visible la acción de Estados Unidos, que aunque por imperativos geográficos no puede aspirar a introducir en su área de influencia directa a Ucrania, sí pretende convertirla en una segunda Polonia: un país-cliente, satélite, activo propagandista de la visión norteamericana del mundo y solícito cumplidor de todas las demandas de Washington, desde el envío de tropas a aventuras neocoloniales hasta la apertura de cárceles secretas, pasando por la colaboración de servicios secretos y fuerzas armadas. Por otro, es evidente el ejercicio posibilista de la Unión Europea, que si bien aspira a atraerse a Ucrania a su zona de influencia (con la colonización del mercado interior ucraniano y la apertura de nuevas fuentes de inversión y negocio para las empresas europeas), sabe también que, inmersa en una dura crisis la propia Unión, no puede prometer a Ucrania una integración inmediata: el interminable «caso turco» (Bruselas firmó con Ankara un tratado de asociación… en 1963, que no ha tenido consecuencias para la integración), y las dimensiones de Ucrania, muestran los límites de su política exterior. Por su parte, Rusia se halla embarcada en la reconstrucción y reintegración del antiguo espacio soviético, resignada al distanciamiento báltico, el rechazo azerí y la enemistad georgiana, pero dispuesta a poner límites a Washington y Bruselas en el resto de las antiguas repúblicas soviéticas.

Las informaciones de la prensa occidental han tendido a presentar la hipotética firma de un acuerdo de asociación entre Bruselas y Kiev como la antesala de la integración ucraniana en la Unión Europea, pero dista de ser cierto. La Unión Europea ha firmado acuerdos de Asociación con Centroamérica, el Mercosur, Israel, Georgia, Moldavia, Chile, la Comunidad del Caribe (CARICOM) y la República Dominicana, entre otros. Esos acuerdos son, en general, pactos reguladores de comercio entre las partes. La Unión Europea, además, mantiene una particular relación con seis ex repúblicas soviéticas (Ucrania, Bielorrusia, Georgia, Armenia, Azerbeiján y Moldavia), que participan en el Programa de Asociación Oriental, con un vago propósito de desarrollo de relaciones de integración… pero que no implica el ingreso en la Unión, al menos en un futuro previsible.

El acuerdo que la Unión Europea y Ucrania debían firmar a finales de 2013 es un conjunto de medidas que pretenden anular los aranceles que protegen la producción ucraniana, y que, de llevarse a cabo, supondrían la destrucción de buena parte de la industria que subsiste en Ucrania, y la entrada de multinacionales europeas que se apoderarían del mercado y de las estructuras productivas ucranianas. Es cierto que, sobre el papel, un acuerdo de asociación permitiría a los productos ucranianos el acceso al enorme mercado de la Unión Europea, y estimularía las inversiones extranjeras en Ucrania, pero, al mismo tiempo, aumentaría el desempleo y facilitaría la emigración de muchos jóvenes, puesto que destruiría buena parte de la industria local, incapaz de competir con empresas más fuertes y desarrolladas. Por añadidura, empeoraría las relaciones con Rusia. El actual proyecto de asociación no es bueno para Ucrania, y las diferencias entre el tamaño de la economía ucraniana y el de la Unión Europea muestran el duro destino reservado para Ucrania. El acuerdo obstruiría las relaciones económicas con Rusia, cuyos pedidos son imprescindibles para la industria ucraniana, que entraría así en una crisis terminal. Las condiciones del convenio son tan onerosas que Piotr Simonenko, secretario del Partido Comunista ucraniano, ha calificado al proyecto de asociación con la UE de «acuerdo suicida». Debe recordarse que, a pesar de la importancia del país, y de su considerable población (similar a la española) y extensión, el desastre del tránsito a la economía capitalista ha reducido su importancia a extremos casi ridículos: hoy, Ucrania tiene un PIB inferior al de Austria o Suiza, pequeños países que apenas superan los ocho millones de habitantes, y poco mayor que el de la empobrecida Grecia.

Los análisis realizados por los grandes medios de comunicación occidentales, repletos de lugares comunes, mentiras y desinformación, trazan con brocha gruesa un panorama en el que las fuerzas ucranianas «proeuropeas», supuestamente partidarias de la libertad y la democracia, luchan contra los partidos ucranianos autoritarios, herederos de un pasado siniestro cuya referencia sigue siendo Moscú. A juicio de la prensa conservadora, la disyuntiva es clara: Ucrania debe optar por la Unión Europea o por Rusia. No hace falta insistir en que ese esquema es de una falsedad evidente: primero, porque las fuerzas dominantes en el país (los azules de Yanukóvich o los naranjas de la «oposición democrática»), ambas, son los instrumentos del poder oligárquico que se hizo dueño de Ucrania tras la desaparición de la URSS y que se repartió la propiedad pública, las empresas y la riqueza social acumulada; y, segundo, porque ambos bloques tienen ideologías semejantes, basadas en el predominio de la propiedad privada y en la defensa de una economía capitalista. No hay en ellos dos visiones de Ucrania, puesto que ambas facciones (integradas por distintos partidos) coinciden en las cuestiones fundamentales, aunque se enfrenten por el control del gobierno y tengas orígenes territoriales diferentes e, incluso, simpatías diversas: los partidos naranjas se reconocen más en la tradición nacionalista (y, también, fascista) del occidente ucraniano, y los azules en las regiones de idioma ruso del Este del país. Sin embargo, el anterior presidente, Yúshenko, o la encarcelada Timoshenko, así como los actuales dirigentes opositores (Arseniy Yatseniuk, Wladimir Klitchko, Oleg Tiagnibok) son muy similares a Yanukóvich, partidarios de una economía liberal, y, también, no hay que olvidarlo, semejantes a la coalición rusa conservadora que gobierna en Moscú y que tiene a Putin como dirigente. Todos son unos dirigentes corruptos, cómplices del descarado robo de la propiedad pública, o bien nuevos allegados que pretenden incorporarse al reparto del botín.

En tercer lugar, porque, de ese escenario, la prensa conservadora ha hecho desaparecer en sus análisis a la izquierda, que, aunque muy debilitada, mantiene una radical crítica tanto al gobierno ucraniano de Yanukóvich como a la oposición «liberal». La fuerza principal de la izquierda es el Partido Comunista, que llegó a ser el más votado en los años noventa, con el 25 % de los votos, aunque la acción de los gobiernos de derecha y sus propios errores redujeron su electorado. En las últimas elecciones, a finales de 2012, el Partido de las Regiones de Yanukóvich obtuvo el 30 % de los votos; Batkivschina (Patria), el 25’5; Udar (Golpe), de Klichko, el 13’9; el Partido Comunista, el 13’1, y Svoboda (Libertad), el 10’4 %.

Ese es el esquema político actual en Ucrania, pero ¿quiénes son esos liberales elogiados y apoyados por los gobiernos europeos y por Estados Unidos, supuestamente partidarios de la libertad de Ucrania? Klitchko (el boxeador protegido por Merkel y el PP europeo), es el dirigente de la Alianza Democrática Ucraniana para la Reforma (UDAR), una fuerza conservadora y populista que no duda en prometer quimeras y mentir a la población; el nacionalista Oleg Tiagnibok, es el dirigente de Svoboda, una formación de extrema derecha, claramente fascista en muchos de sus postulados; y Yatseniuk es el dirigente de Batkivschina, el conglomerado de partidos de la encarcelada Timoshenko, coalición que mantiene unos vagos «valores europeos» y que es una fuerza de derecha, partícipe de la corrupción. Timoshenko ha perdido en buena parte el favor de la derecha alemana, que se inclina ahora por apoyar a Klitchko, un demagogo boxeador, que no tiene inconveniente en hacer las promesas más disparatadas. Enfrente, el partido de Yanukóvich es también una fuerza conservadora, originaria de las regiones del Este del país y que ha mantenido una posición más amistosa con Rusia, aunque defiende el ingreso en la Unión Europea. La CDU de Angela Merkel financia al partido de Klitchko, y mantiene buenas relaciones con el partido de Timoshenko: no en vano, tanto el partido Patria, de Timoshenko y Yatseniuk, como la Alianza de Klitchko son miembros observadores del Partido Popular europeo. Svoboda es un partido fascista, punta de lanza de las provocaciones y de la xenofobia. En esa oposición «naranjista» predomina un nacionalismo xenófobo, antirruso, racista. El antisemita Tiagnibok, por ejemplo, no duda en acusar de los mayores males a la «mafia judía» que, según él, gobierna en Moscú.

Oleg Tiagnibok, y su partido Svoboda, fueron los protagonistas de la destrucción del monumento a Lenin en Kiev, como fieles anticomunistas y exaltados seguidores de Stepán Bandera. No era la primera vez que lo intentaban. La puesta en escena del derribo de la estatua de Lenin (semejante, no por casualidad, a la operación de propaganda que hicieron las tropas de Bush en Bagdad, en 2003, con la de Sadam Hussein) fue catapultada de inmediato por toda la prensa occidental, deseosa de emociones fuertes y de noticias de impacto. El asalto de edificios gubernamentales, ministerios, del ayuntamiento de Kiev, presentados por la prensa occidental casi como una «revolución democrática», fue acompañado del saqueo de propiedades públicas, la ocupación de la plaza de la Independencia de Kiev y una furiosa campaña desencadenada por el razonable rechazo del gobierno ucraniano a un acuerdo de asociación con la Unión Europea que era claramente perjudicial para el país. Curiosamente, en esas informaciones parecería que Yanukóvich, Putin, Lenin, y, más allá, los rusos, compartían alguna cosa. Nada más lejos de la verdad. La oposición liberal, el nacionalismo y la derecha rusa festejaron con gran alegría la destrucción de la estatua de Lenin en Kiev. De hecho, pese a las obvias diferencias, muchas cosas unen al régimen de Yanukóvich, a la oposición ucraniana, y al propio régimen de Putin, que también intenta ocultar la figura de Lenin a la población, por ejemplo tapando su mausoleo en los desfiles conmemorativos de la victoria sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial: por encima de todo, les une su decisión de hacer irreversible la destrucción del sistema socialista soviético. Mientras se ponían los focos de la prensa internacional en Kiev, nadie hablaba de las multitudinarias protestas contra el acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Moldavia que tenían lugar en Chisinau, de signo radicalmente contrario a las de Kiev.

La demagogia naranjista cuajó sobre la insatisfacción popular y en los sectores nacionalistas ucranianos, mayoritarios en el oeste del país. Es obvio que las embajadas y servicios secretos de potencias occidentales participan en la evolución de los acontecimientos, y en la financiación de organizaciones opositoras. Sin embargo, tachar las protestas de conspiración caricaturiza y simplifica la crisis, aunque no hay duda de que la actuación de las potencias occidentales, con Merkel a la cabeza, y de Estados Unidos, es una intromisión vergonzosa. No es muy habitual que ministros de gobiernos extranjeros intervengan y apoyen manifestaciones, como hicieron ministros polacos, suecos, o el ministro de Asuntos Exteriores alemán. Catherine Ashton, la responsable de Asuntos Exteriores de la Unión Europea no tuvo el menor reparo en reunirse con Tiagnibok, dirigente de un partido fascista. Por no hablar del paseo del senador norteamericano McCain, a mediados de diciembre, animando a los manifestantes en Kiev, o la visita de la vicesecretaria de Estado norteamericana, Victoria Nuland, repartiendo alimentos en la plaza de la Independencia de Kiev y llamando a resistir y a combatir al gobierno. ¿Cuál hubiera sido la reacción norteamericana si ministros de otros países se pasearan entre los manifestantes del Occupy Wall Street en el Zucotti Park de Nueva York, por ejemplo, apoyando la ocupación de sedes oficiales, y llamaran a combatir al gobierno de Obama?

McCain, Nuland o Ashton no fueron los únicos en protagonizar groseras injerencias. Mijaíl Saakashvili (ex presidente georgiano y probado hombre de Washington, iniciador de la guerra en Osetia del sur, de acuerdo con Bush), acudió a la plaza de Kiev a arengar a los manifestantes llamando a la «defensa de la libertad», azuzando los odios nacionalistas, acompañado, además, de sospechosos «grupos de seguridad», armados con objetos contundentes. Lo mismo hizo Vlad Filat, ex primer ministro moldavo; y dirigentes del PP europeo como José Ignacio Salafranca, junto a Jacek Saryuz-Wolski, o el ex primer ministro polaco Jerry Buzek. Todos, arengando a los manifestantes. También Kwasnewski, el converso ex presidente polaco, hacía un llamamiento a la resistencia para derribar el gobierno ucraniano de Yanukóvich. Anteriormente, el secretario general de la OTAN hizo unas declaraciones abiertamente ofensivas para Moscú. Como en otros escenarios semejantes, en las calles de Kiev apareció Marko Ivkovic, un serbio (hoy, nacionalizado norteamericano, creador de Otpor, el movimiento que derrocó a Milosevic, que trabaja para el Instituto Nacional Demócrata, y que ha impulsado movimientos de protesta en Georgia, en Ucrania, y Kirguizistán, donde derrocaron a Kurmanbek Bakíev), que se reunió con Arseni Yatseniuk para «coordinar» la acción de los manifestantes de la plaza de la Independencia de Kiev.

Durante la cumbre de Vilna, Angela Merkel, para justificar su política y la acción de sus ministros, no tuvo el menor reparo en declarar que pensaba «en todos los que, en Ucrania y en Bielorrusia, viven en difíciles condiciones políticas». Y lo decía quien no había dudado a la hora de imponer, por medio de Bruselas, durísimas condiciones a la población griega, irlandesa, portuguesa, y española. En los hechos, la Unión Europea desempeña, deliberadamente, la función de desestabilizar la situación política en Ucrania, sin reparar en las consecuencias ni en los posibles riesgos de enfrentamientos civiles que puedan desatarse, en una irresponsable política que recuerda a la que mantuvo durante los enfrentamientos iniciales en la antigua Yugoslavia que acabaron desencadenando una aterradora guerra civil.

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Tras los partidos «naranjas», como tras los partidarios «azules» del gobierno, se encuentran los mismos oligarcas que se enriquecieron con el robo de las propiedades públicas. La crisis ucraniana es un enfrentamiento entre dos sectores de la misma oligarquía, que pugnan entre sí con diferentes partidos para optar a una mayor porción de la economía del país y por controlar los resortes del gobierno, que siguen siendo cruciales para la obtención de riquezas y oportunidades de negocio. Los dos sectores, además, están relacionados con el crimen organizado, que ha conseguido dominar importantes áreas económicas, aunque los lazos son oscuros y confusos. Ambas facciones han recurrido al acarreo y la compra de ciudadanos para nutrir los espacios públicos y las manifestaciones que se han celebrado durante semanas. Pero las dos están de acuerdo en el acercamiento a la Unión Europea, aun con diferente entusiasmo. Existen diferencias entre ellos: los «naranjas» consiguen su clientela en las zonas de mayor tradición nacionalista, al oeste del país, y los «blanquiazules» en el Este y Sur (Donetsk, Járkov, Lugansk, Crimea), de clara inclinación y cultura rusa, pero ambos optan desde hace años por la integración en la Unión Europea, en una competición demagógica sobre las supuestas ventajas que ello supondría para la población. Muchos ucranianos les han creído, pero el proyecto de asociación no supondría la llegada de la prosperidad prometida, sino el desmantelamiento de buena parte de la industria y la entrada de empresas y tiburones financieros occidentales. Muchas de las promesas se han vuelto amenazas, y Yanukóvich, que teme una revuelta popular por las duras condiciones que supondría aplicar el acuerdo con la Unión Europea, fue consciente de ello retrasando la firma del mismo… con la esperanza de conseguir mejores condiciones y, al mismo tiempo, de conseguir ayuda rusa, en un difícil equilibrio que tiene un objetivo a corto plazo: ganar las próximas elecciones. A nadie se le escapa que una zona de libre comercio entre la Unión Europea y Ucrania crearía problemas y disfunciones graves en las relaciones ucranianas con Moscú, que vería la llegada de productos occidentales por la puerta falsa de Kiev.

Los elevados índices de desempleo, los bajos salarios, los altos precios de los productos de primera necesidad, los abusos en la administración pública y la policía, la omnipresente corrupción (bajo gobiernos naranjas y azules), componen el escenario de la crisis, donde la insatisfacción popular por las duras condiciones de vida es utilizada para nutrir las protestas y dirigirlas hacia objetivos estratégicos. La oposición quiere trasladar al mundo la idea de que componen un conglomerado de fuerzas democráticas que se opone a la deriva autoritaria del gobierno de Yanukóvich, y, también, al autoritarismo de Putin, y que se identifican con los valores de la Europa democrática, sean cuáles sean esos valores, pero el conglomerado opositor agrupa a viejos demonios familiares para el mundo, en la constatación de que mantiene no sólo una forma distinta de concebir Ucrania: el nacionalismo de Svoboda tiene peligrosas connotaciones fascistas.

En la segunda ciudad ucraniana, Lviv, centro del nacionalismo ucraniano, el ayuntamiento está dirigido por Svoboda (el alcalde, Andrii Sadovyi, es un ultra seguidor de Stepán Bandera), y la prensa occidental recogió, en 2012, el acusado racismo de una parte de la población: los seguidores del equipo de fútbol Karpaty Lviv tienen por costumbre mostrar en los encuentros banderas con símbolos nazis, y son frecuentes las muestras de odio hacia los judíos y los comunistas, sin que las autoridades muestren mayor preocupación, fuera de algunas declaraciones tranquilizadoras para consumo exterior. Sbovoda no ha dudado en homenajear en Lviv a veteranos de las divisiones de las SS nazis, al igual que se ha hecho en los países bálticos, y una de sus actividades habituales es organizar persecuciones de homosexuales. El sector liberal de la oposición hace algún mohín de disgusto ante la evidente barbarie del nacionalismo ucraniano, pero precisa de sus grupos de choque para crear y mantener la situación de crisis y de emergencia en el país. Los grupos más extremistas reclaman la prohibición del partido de Yanukóvich y del Partido Comunista ucraniano (a quienes califican de organizaciones criminales), exigen la ruptura de los acuerdos con Rusia, la «desrusificación» y «descomunistización», así como la prohibición a quienes no sean ucranianos para ejercer cualquier cargo público, junto a otras exigencias semejantes.

Las ilusiones puestas por una parte de la población ucraniana en la Unión Europea no resisten ningún análisis. No ya por el destino reservado a la periferia interna (la escalofriante situación en Grecia, el duro retroceso en Portugal, España, Italia, el asalto a las conquistas sociales en Francia y Alemania, son la prueba), sino también por la progresiva derechización, el aumento de la segregación y el racismo, la limitación de la libertad, y por la inclinación a aventuras exteriores como las intervenciones en Libia o el abortado ataque a Siria. Sin olvidar que es vital para Ucrania recuperar el volumen de intercambios comerciales con Rusia: el propio primer ministro ucraniano, Nikolái Azarov, declaró que, de no ser así, el colapso de la economía sería inevitable. La creación de zonas de libre comercio entre la Unión Europea y la antigua república soviética no estimularía los intercambios y la competencia, sino que inundaría Ucrania de productos de la Unión y haría quebrar buena parte de su estructura productiva. La hipotética ayuda del FMI, utilizada como anzuelo por Occidente, estaría condicionada a una serie de obligaciones imposibles de asumir por el gobierno de Yanukóvich: nuevos recortes sociales, aumento del precio del gas para la población, limitación de derechos laborales, reducción de los presupuestos de ayuda a los más necesitados. Por lo demás, el acuerdo de asociación no abre la puerta de la Unión Europea a Ucrania, ni mucho menos, ni establece ningún tipo de plazos para una hipotética integración futura, ni facilita la movilidad de los ciudadanos ucranianos por el interior de los países de la Unión. Fija, sí, las condiciones para un desmantelamiento voluntario de la economía ucraniana, ya de por sí débil, para facilitar la actuación de las empresas y del capital de Europa occidental: el destino de Ucrania sería el de Bulgaria o Rumania, un nuevo peón de la estrategia norteamericana en la periferia de Moscú, y, de inmediato, el colapso de su economía, y con toda probabilidad una explosión social que el poder o la «oposición» sólo podrían detener sino con una dura represión. De momento, los acuerdos cerrados entre Putin y Yanukóvich (rebaja del 30% en el precio del gas, y la inyección rusa de 15.000 millones de dólares en la economía ucraniana, entre otros) evitan, en opinión del primer ministro ucranio, la quiebra de la economía y el colapso social.

Tras todo ello, se encuentra también el complejo juego de equilibrios estratégicos: Estados Unidos, y sus clientes de la Unión Europea, siguen apostando por la destrucción del espacio euroasiático que ocupó la URSS y que Rusia se esfuerza por reconstruir: Moscú, además, no quiere a Ucrania en la OTAN, hipótesis que contempla como la culminación del cerco que se inició hace veinte años con el incumplimiento de las promesas de Washington a Gorbachov de no ampliar la alianza militar occidental. Tampoco Moscú ve con buenos ojos el acercamiento de Ucrania a la Unión Europea, porque, en buena lógica, impediría la reconstrucción y reintegración que busca. Después de todo, argumenta Rusia, si Occidente considera legítimo que Ucrania pueda integrarse en la Unión Europea, ¿por qué no iba a ser legítimo también que se asocie con países con los que Kiev ha estado unida durante siglos? Por el contrario, si Ucrania optase por integrarse en la Unión Aduanera de Rusia, Bielorrusia y Kazajastán, Moscú reforzaría considerablemente su posición y empezaría a tomar cuerpo la nueva arquitectura estratégica del espacio postsoviético.

Washington quiere amarrar a Ucrania a una asociación con la Unión Europea, que le permitiría ejercer en Ucrania una influencia semejante a la que tiene en Polonia, y desactivar así el proyecto ruso de reconstrucción, que tiene otros escenarios de enfrentamiento con Estados Unidos en el Cáucaso y en Asia central. Por su parte, Bruselas sólo aspira, hoy, a ampliar territorios comerciales, sin que disponga de un serio proyecto estratégico para el Este de Europa. Moscú, lucha trabajosamente por superar la división que trajo la debacle gorbachoviana y la traición yeltsinista, consciente de que Occidente no renuncia a apoderarse de una parte del espacio que ocupó la Unión Soviética, y de que no ha renunciado a destruir la propia Rusia. El secretario general del Partido Comunista ruso, Ziugánov, denunciaba recientemente los cantos de sirena para desmembrar partes de Rusia, en Siberia, el Cáucaso, y en otras regiones, y no debe olvidarse que Brzezinski defendió recientemente, en la propia Rusia, la estrafalaria idea de que Siberia se separase del país y se integrase con Estados Unidos, supuestamente para asegurar el desarrollo y el bienestar de la población siberiana. De momento, Yanukóvich ha anunciado que Ucrania puede compaginar la asociación con la Unión Europea y el rango de país observador en la Unión aduanera que impulsa Moscú, y pretende llegar a soluciones de compromiso con la apertura de negociaciones tripartitas entre Moscú, Bruselas y Kiev, hipótesis que es rechazada de plano por la Unión Europea, y, tras ella, por Washington.

La Unión Europea es la quimera de Ucrania, un espejismo que ayuda a soportar la dura vida traída por el capitalismo, y, en un sorprendente juego de espejos, Ucrania es también la quimera de Europa, la huida hacia delante de la Unión para escapar de una aguda crisis interna que puede suponer su propio fin. La intromisión en los asuntos internos ucranianos por parte de políticos europeos y norteamericanos ha llegado a extremos delirantes, vergonzosos, en una disputa de enormes repercusiones estratégicas que no ha terminado, porque la batalla continúa.