Ucrania, a caballo entre Europa Central y el gigante euroasiático ruso, vota mañana en la primera vuelta en unas presidenciales que certificarán la muerte por inanición de la Revolución Naranja. Las encuestas auguran que el voto reflejará fielmente la división del país entre el oeste, ligado históricamente a Polonia y pro-occidental, y el este rusófono. Pero la pugna entre los principales candidatos responde a una dinámica de lucha por el poder en el seno de la élite de la Ucrania post-soviética.
Ucrania, «tierra de frontera» en lengua eslava. El término describe a la perfección la idiosincrasia de un país, mejor dicho de dos países, que conforman una entidad que 20 años después de la desaparición de la URSS, de la que formaba parte, sigue sumida en una crisis que puede calificarse de existencial.
Una crisis que tiene su plasmación en una inestabilidad política permanente y en una deriva económica que la actual crisis global no ha hecho sino acentuar.
Todo apunta a que las elecciones presidenciales cuya primera vuelta se celebra mañana certificarán la defunción de la Revolución Naranja, un seísmo político que, siguiendo la estela de la experiencia de las revoluciones de colores iniciada en Serbia en 2000, desalojó del poder hace ahora cinco años al hombre fuerte de la Ucrania postsoviética, el hasta 2004 presidente Leonid Kuchma.
Occidente, que financió este movimiento y lo utilizó como palanca en su pugna por aislar y arrinconar a Rusia, aplaudió, cómo no, a los líderes de esta revuelta y a su clara apuesta pro-atlantista y pro-europea.
Una revuelta que no tardó en descubrir su verdadero carácter palaciego cuando sus dos adalides, el actual presidente Viktor Yushenko, y la primera ministra, Yulia Timoshenko, se enzarzaron desde el día después de la victoria en una lucha descarnada por el poder.
Un lustro después, el delfín de Kuchma y víctima política de aquella pugna entre élites, Viktor Yanukovich, tiene grandes posibilidades de convertirse en el nuevo presidente de Ucrania.
Con un Yushenkoo al que las encuestas no auguran más de un 4% de votos, sólo Timoshenko está en condiciones de siquiera intentar disputar el liderazgo a quien fue postulado como primer ministro y se quedó en diciembre de 2004 con la miel en los labios después de que el movimiento naranja lograra que se certificara un pucherazo electoral y forzara nuevos comicios.
Esta vez todo apunta a que también habrá una segunda vuelta. Los sondeos auguran a Yanukovich entre un 34 y un 42% de votos, frente al 19-33% a Timoshenko.
En la más que presumible segunda vuelta, prevista para el 7 de febrero, las encuestas otorgan al líder del Partido de las Regiones 15 puntos de ventaja sobre la conocida como la «Juana de Arco» ucraniana, aunque hay quien otorga a esta última alguna posibilidad si logra movilizar a la mayor parte del electorado que rechaza a Yanukovich como futuro presidente.
De ahí sus intentos de última hora de movilizar a su electorado con promesas rayanas en el esperpento, como la de entrar en la UE en cinco años.
Lo que está claro es que, venza uno u otra, la fractura en dos del país seguirá en pie. De un lado, el oeste, en su día bajo el control del imperio austro-húngaro, habla mayoritariamente ucraniano, lengua que, aun escrita en cirílico, es cercana al polaco. Sus habitantes miran a Europa Central y fue el bastión de la Revolución Naranja.
Enfrente se sitúa el este, en su día bajo la bota zarista, y que habla preferentemente ruso. La región industrial de Donetsk (conocida como Donbass), de donde es originario Yanukovich, la Península de Crimea y los alrededores de Odessa, han mirado tradicionalmente a Moscú. Esta división se refleja milimétricamente en las encuestas.
No obstante, si Ucrania son dos países, la élite de la clase política ucraniana responde desgraciadamente a un sólo patrón.
Si Yanukovich es el representante de los intereses de las grandes empresas de la industria pesada del este del país, la biografía de sus rivales evidencia unos orígenes, si no similares, sí paralelos.
Curiosas biografías
Yushenko, el azote de Moscú, fue contable de un koljós soviético y dirigió el Banco Central entre 1993 y 1999, llegando a ser nombrado primer ministro por Kuchma. Timoshenko también tiene un pasado peculiar. Nacida en el este industrial, en Dnipropetrovsk, estudió economía e ingeniería y dirigió una gran compañía de gas tras la independencia de Ucrania en 1991.
Viceprimera ministra en 1999 en el Gobierno Yushenko, fue purgada por Kuchma y encarcelada bajo la acusación de haberse embolsado 1.000 millones de dólares destinados al pago del gas ruso, cargos que le fueron posteriormente retirados.
No extraña, por tanto, la tendencia marcada de la política ucraniana de hacer extraños compañeros de cama. En su pugna con Timoshenko, Yushenko no tuvo empacho alguno en nombrar a su gran rival, Yanukovich, primer ministro, aunque la experiencia de cohabitación duró un año.
Yanukovich, el «pro-ruso» ha limado su discurso y se ha rodeado de consejeros estadounidenses que le han asesorado para realizar una campaña tranquila, por no decir plana. Ha anunciado, incluso, que está aprendiendo inglés y defiende ya públicamente el ingreso de Ucrania en la UE. Timoshenko, por su parte, ha alimentado en los últimos tiempos una sintonía tal con el hombre fuerte de Rusia, Vladimir Putin, que no pocos aseguran que actualmente sería la candidata preferida de Moscú.
En esta línea, la conocida también como «Princesa del Gas» ha dejado sólo a Yushenko en su defensa de la entrada del país en la OTAN, una posición que rechaza muy mayoritariamente la población ucraniana, esta vez casi sin fisuras.
Ucrania es, en definitiva, otro ejemplo paradigmático de que las élites no mueren, sólo se transforman. Y de que, por mucho que revistan sus pugnas internas con el barniz que sea -incluso el de una supuesta revolución-, no tardarán en suspirar por una vuelta a la estabilidad.
Y esta última pasa, en Ucrania, por buscar un equilibrio de intereses entre Occidente y Rusia. Los intereses de la mayoría de la población ucraniana, del este o del oeste, son otro cantar.