«Los pueblos no son revolucionarios…, pero a veces se ponen revolucionarios». Anónimo aparecido durante la Guerra Civil Española Ubicando la situación En estos últimos dos meses Guatemala vivió una situación inédita en toda su historia, que incluso no se había dado de esa manera, con tanta fuerza, en el momento más alto de su politización […]
Ubicando la situación
En estos últimos dos meses Guatemala vivió una situación inédita en toda su historia, que incluso no se había dado de esa manera, con tanta fuerza, en el momento más alto de su politización y avance del campo popular durante la Revolución de 1944. Luego de años de desmovilización, de letargo político, más aún: de miedo y parálisis en este ámbito, producto de una sangrienta represión en estas últimas décadas (245 mil muertos durante el conflicto armado interno) y los planes de capitalismo salvaje (neoliberalismo) que intentaron terminar con toda expresión de protesta, se rompió ese largo sueño de desinterés y apatía. La población, más allá de todas las consideraciones que puedan hacerse al respecto, despertó. Eso permitió ver el profundo malestar existente en la sociedad en su conjunto.
No puede decirse en modo tajante que haya habido cambios profundos en la historia de la sociedad guatemalteca. Pero, ¿acaso alguien los esperaba? En todo caso, habría que precisar con exactitud de qué cambios se está hablando.
Durante décadas, inclusive reforzándose ello después de la Firma de la Paz Firme y Duradera en 1996, la población en su conjunto mostró un enorme desinterés por la participación política. Desinterés que puede entenderse como producto de la historia recientemente vivida. «Meterse en política» fue sinónimo de «meterse en problemas». Eso puede explicar, al menos en parte, el perfil que fue tomando la práctica política para el imaginario colectivo al día de hoy, más aún con el retorno de la democracia representativa a partir de 1986: casi sin matices, «político» pasó a ser sinónimo de mafioso, corrupto, personaje opaco y gangsteril. Perfil, hay que aclarar, que no está tan lejos de ser real, a estar con lo que la realidad -siempre mostrando «el verde el árbol de la vida», diría Goethe- nos enseña, quizá con excesivo e insultante realismo a veces.
La población en su conjunto, y definitivamente aquella que reaccionó más airadamente en esta oportunidad: los sectores medios urbanos, está absolutamente hastiada de la mentira politiquera, de la manipulación más vil, de la corrupción. Desde el retorno de la llamada «democracia» (rutinaria práctica que no toca absolutamente nada en la estructura económico-social ni confiere el más mínimo poder al votante) la situación de la clase política (pequeño segmento de profesionales clasemedieros administradores de la cosa pública) fue en franco deterioro. La evidencia muestra palmariamente que la corrupción -seguramente un mal histórico, arrastrado secularmente desde la época de la colonia- nunca desapareció. Por el contrario, pareciera que año con año, o administración tras administración, va en aumento.
La impunidad, que atraviesa de cabo a rabo la sociedad desde ese momento colonial de siglos atrás, está presente (o potencialmente presente, en mayor o menor medida) en cada funcionario público. «¿Cómo se mete en vereda a un político díscolo?», me comentaba alguna vez un político de profesión: «¡Sencillo! Las tres P: plata, putas…, o plomo». La cita, desgarradoramente patética (por razones éticas… y de seguridad personal, no puedo consignar el nombre) es más que transparente. Corrupción e impunidad van indisolublemente de la mano: la transgresión no se castiga (¡eso es la impunidad!), por lo que la sociedad en su conjunto alienta la comisión de más y más hechos corruptos, transgresores, que se saltan las normas.
Se puede matar tranquilamente (los finqueros, durante la época de Jorge Ubico, podían hacerlo con la correspondiente cobertura legal dentro de su propiedad si ello servía a proteger sus intereses; los militares en la guerra contrainsurgente; la población actualmente en un linchamiento), se puede mentir, robar, cometer cualquier ilícito, porque existe la casi certeza que nada pasará.
Claudia Paz y Paz, durante el tiempo que se desempeñó como Fiscal General, reconoció que la amplia cantidad de ilícitos del país, por falta de justicia pronta y cumplida, queda en la impunidad. De hecho, habló de un 98% de impunidad cuando asumió el Ministerio Público, habiendo reducido esa tasa a un 72% cuando se vio forzada a dejarlo. Reducción importante, sin dudas, pero que está lejísimo de conseguir un equidad jurídica mínima para asegurar un armonioso funcionamiento social. ¡¡¿72 % de crímenes sin castigar?!! Digámoslo de entrada y sin rodeos para entender dónde queremos llegar: Roxana Baldetti es una delincuente, sin atenuantes. Pero ella es un síntoma de una corrupción e impunidad crónicas que fundamentan nuestra sociedad -capitalista dependiente y agroexportadora, profundamente excluyente, racista y patriarcal-, y consecuentemente, nuestro Estado.
En otros términos: corrupción e impunidad son endémicas, sin miras de solución en lo inmediato (más allá de la existencia de una comisión internacional de Naciones Unidas que le da seguimiento a esos problemas: la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, CICIG). Así como el funcionario corrupto puede robar a sus anchas, promover tráfico de influencias y tener cuotas de poder insultantes, el ciudadano de a pie también repite esas prácticas, en infinitamente menor medida, y cualquiera orina en la calle, atraviesa un semáforo en rojo, maneja en estado de ebriedad, no se hace cargo de la paternidad que le concierne o comete cuanto «pecadillo» se le antoje, seguro que el sistema en su conjunto funciona amparado en la corrupción y la impunidad.
Y más aún: la condición de país pobre, subdesarrollado y dependiente nos coloca en la situación (al menos a los tomadores de decisiones) de aceptar (¿porque no quedan alternativas?) la llegada de capitales para la instalación de una industria maquilera que igualmente se mueve en la lógica de la más rampante corrupción e impunidad, manteniendo cuotas de sobre-explotación de sus trabajadores absolutamente inmisericordes, sin posibilidad de sindicalizarse, no pagando impuestos al fisco, no sujetándose a ninguna regulación medioambiental y pudiendo retirarse cuando deseen sin pago de pasivo laboral alguno.
Pareciera que esas lacras de corrupción e impunidad definen nuestra sociedad, nuestra historia… Pero ¡esperemos que no sea nuestro destino ineluctable!
¿Qué pasó en el país en estos dos meses?
No hay dudas que algo importante ha estado sucediendo desde que la CICIG destapó el caso de La Línea, y luego el del Seguro Social. Eso -independientemente de la interpretación que haya de los hechos: bomba calculada, agenda oculta de algunos grupos de poder (léase embajada de Washington) para detener/condicionar a las mafias enquistadas en el poder político- lo cierto es que produjeron una inmediata reacción colérica en buena parte de la población urbana. Las manifestaciones espontáneas que comenzaron a sucederse a partir de conocerse la actuación de la comisión de Naciones Unidas -hecha en combinación con el Ministerio Público- desarticulando esos grupos criminales fueron en ascenso. Se llegó, como cosa inédita en nuestra historia reciente, a 60 mil personas en la plaza pidiendo la renuncia de funcionarios. ¡Extraordinario!
Igual que sucedió en la Primavera Árabe, iniciada en diciembre de 2010 en Túnez -que luego tuvo suerte diversa según el país, pero siempre con un denominador común: movimientos ciudadanos de protesta ante el estado de cosas reinante en su momento-, es imposible sentenciar con certeza cómo fue en sus entrañas el proceso: si se trató de una reacción espontánea de una población abrumada, reacción luego cooptada por los organismos de inteligencia de Estados Unidos, o fue desde el vamos una brillante jugada mediático-psicológica de esos poderes imperiales.
Lo cierto es que, muy curiosamente, todas esas espontáneas y más que justificadas rebeliones ciudadanas no evolucionaron hacia planteamientos de izquierda, antisistémicos, «revolucionarios», para decirlo con una palabra no muy utilizada en estos últimos tiempos. Terminaron siendo movimientos ciudadanos centrados en el eje de la democracia (la representativa, la formal, aquella que alienta como valor supremo las elecciones por sufragio universal cada cierto período de tiempo) y el libre mercado.
En Guatemala, salvando las distancias con lo que puede haber sucedido en aquellos lejanos países, también hay mucha inconformidad. La hay por razones estructurales e históricas, imposibles de desconocer: siendo la undécima economía en volumen global para toda la región latinoamericana, Guatemala exhibe indicadores socioeconómicos altamente preocupantes. Un 53% de su población está por debajo de la línea de pobreza, según los criterios que establece Naciones Unidas para tal medición (dos dólares diarios de ingreso) (PNUD: 2013).
Siendo productor neto de alimentos, el país ofrece datos alarmantes, pues tiene el segundo índice de desnutrición a nivel latinoamericano y sexto a nivel mundial (UNICEF: 2012). Su población económicamente activa se encuentra desprotegida, cobrando salarios de hambre por debajo del salario mínimo establecido legalmente en la mitad de los casos que tienen remuneración fija, en las ciudades, y en alrededor de un 90% de los casos en áreas rurales. Una de las pocas opciones para «sobrevivir» es marchar como indocumentado hacia Estados Unidos, sabiéndose a lo que se expone cada viajero (llega al «sueño americano» sólo uno de cada tres «mojados»: uno es retornado, otro muere).
La causa de este desastre no-natural, de esta catástrofe social no es la corrupción de funcionarios venales. ¡Es la estructura social!, la historia de exclusión que sigue condenando a las grandes mayorías, la forma en que se organizó el Estado desde su nacimiento, heredando inequitativas formas de hiper-explotación desde la época de la colonia española.
Todo lo anterior sin dudas crea malestar, inconformidad, desasosiego. Lo cual se entremezcla con otras inequidades que recorren la sociedad, también generadoras de malestares, como la instalación y desarrollo de toda una industria extractiva que irrespeta territorios ancestrales, violando cualquier norma de convivencia, y en muchos casos deteriorando el medioambiente en forma criminal e impune.
Y por supuesto que a todo ello se suma la rampante corrupción que campea por todos lados. Lo cierto es que, por una enorme presión mediática bien organizada, el imaginario colectivo percibe en esa corrupción (el funcionario que se compra una lujosa mansión o anda en un vehículo deportivo sumamente costoso, por ejemplo) el motivo final de las injusticias. El árbol no deja ver el bosque.
La clase media urbana, primera en reaccionar a la bomba mediática del caso de La Línea, puso el grito en el cielo ante tamaño robo. Las inmediatas movilizaciones sabatinas y los espontáneos y chispeantes afiches lo dejaron ver: «No a la corrupción», «Fuera funcionarios ladrones», «No queremos mafiosos en el gobierno». Por allí fue el sentir popular; al menos el que se comenzó a movilizar.
Insistamos con esto (sin entrar a desarrollarlo más en profundidad): puede haber habido mano de la embajada estadounidense en el presente proceso, como agenda preparatoria del Plan para la Prosperidad que se supone vendrá en lo inmediato (curiosamente aparecen también movilizaciones similares en Honduras, y se dice -¿quién lo dice?, ¿cómo lo sabe?- que algo similar ocurrirá en El Salvador). Es decir: condiciones no tan mafiosas ni perjudiciales para las inversiones que vendrán a Guatemala, obviamente no para beneficio de guatemaltecos (ni de trabajadores ¡ni de funcionarios corruptos que cobran hasta un 30% de «comisión» por cada obra/autorización!), sino de los inversores, que no son de la casa precisamente.
Luego de estas décadas de inmovilismo político, de desmovilización y desmotivación por los problemas sociales, este resurgir popular, masas de gente en la calle y un ácido sentimiento anti-gobierno, pudo haber despertado expectativas de cambio más profundo. ¿Por qué no esperarlas, si es que se sigue pensando que «la historia no terminó», como ampulosamente se quiso hacer creer algunos años atrás con la caída del campo socialista europeo? Por supuesto que estas movilizaciones motivaron sanas esperanzas de cambio, de ahondamiento de las protestas, de agendas más politizadas.
Pero si de algún modo se esperaba una transformación radical del estado de cosas reinante en el país… ¡se era un iluso! O un desubicado. Quizá: un desinformado, un «romántico» que quiso ver en población de clase media entonando el himno nacional y haciendo sonar pitos y trompetas el inicio, o la posibilidad del inicio de un cambio más profundo. ¡Pero las cosas no iban por ahí!, en absoluto (¿se estarán felicitando algunos estrategas estadounidenses en alguna de sus poderosas oficinas?, me pregunto no sin cierta cuota de consternación. ¿No es a eso, a las «revoluciones democráticas de colores» vividas -manipuladas- en Europa, a la Primavera Árabe, lo que se le llama guerra de cuarta generación?).
¿Qué cambió?
Lo que ha estado sucediendo en estos días fue un despertar en las ideas políticas de la población -habrá que ver si mínimo o no, una pasajera «llamarada de tusa» o no, quizá un movimiento esperanzador a mediano plazo-. Lo que queda claro es que hubo un panorama nuevo: ¿se había visto alguna vez a jóvenes de la liberal Universidad Francisco Marroquín, muchos de ellos acostumbrados a andar con sus guardaespaldas, y detentadores también de mansiones y lujosos vehículos, junto a los «revoltosos» de la USAC?
Grafiquémoslo con un ejemplo puntual, muy elocuente: el lunes 22 de junio, cuando la ex vicepresidenta Ingrid Roxana Baldetti Elías, ahora con orden de arraigo impuesta por un juzgado, se presentó a declarar a la Torre de Tribunales por sus presuntos vínculos con la estructura criminal descubierta, algunos ciudadanos de a pie, al ver de quién se trataba el personaje en cuestión, comenzaron a increparla al grito de «ladrona» y «corrupta», pese a al nutrido grupo de guardaespaldas que la protegían. Eso hubiese sido impensable un par de meses atrás.
¿Qué significa todo eso? Según cómo lo queramos ver, puede ser algo intrascendente… ¡o algo sumamente significativo!
Es cierto que la situación de exclusión social crónica del país, con la población hambreada, un 25% de ella analfabeta, con un alto porcentaje de trabajadores que no llega a cobrar el sueldo mínimo y niveles de crimen tan altos que no dejan de ser una tentación para el «dinero fácil» que llama a la vuelta de cada esquina, a lo que se suman ominosas lacras como el racismo o el machismo patriarcal, siempre presentes en la dinámica «normal», nada de eso cambió. Y, según puede desprenderse de lo que se va viendo con esta «protesta pacífica» centrada en la lucha contra la corrupción: nada va a cambiar en lo sustancial.
Si aleccionadores son los afiches que espontáneamente dejan ver el odio visceral contra la corrupción («Otto, Baldetti: ustedes son nuestros empleados. ¡Están despedidos!», «No queremos más políticos tránsfugas», «¡Ladrones y corruptos: fuera!», «Presidente cerote, te vas a ir al bote»), también lo puede ser otro que circulaba por las movilizaciones: «Esto no es 1954. ¡No somos comunistas! Somos gente pacífica en contra de la corrupción».
Todo esto muestra que el estado político, ético o emocional de los manifestantes… daba para todo: para satisfacerse porque renunció la corrupta Doctora Honoris Causa por la Universidad Católica de Daegu de Seúl y ex vendedora de productos de belleza, luego convertida en vice-principal mandataria, o para pensar que esto era la plataforma que podía iniciar una escalada, a mediano plazo, de una más profunda movilización transformadora.
Para una visión de las cosas crítica, que puede ir más allá de la reacción visceral muy clasemediera (la que llenó las plazas de la capital y de algunas cabeceras departamentales), que puede intentar superar la indignación «contra los políticos que son todos iguales, que siempre han robado y que seguirán robando», para esa visión, no importa el funcionario público venal del caso: hay infinidad de Baldettis aún, y como van las cosas, seguramente no se van a terminar. ¿Acaso será especialmente distinto alguno de los que compiten en este momento para las elecciones del 6 de septiembre? Para esa visión crítica, el enemigo a vencer no es sólo el funcionario corrupto de turno, sino el sistema de base que lo genera.
En ese sentido, puede decirse que por una combinación de cosas (¿movilización popular?, ¿jugada de Washington?, ¿lucha de poderes entre este nueva «burguesía mafiosa» y la vieja burguesía tradicional representada por el CACIF?, ¿una mezcla de todo lo anterior?), algo se movió en la superficie de la sociedad guatemalteca.
La cuestión es determinar qué porcentaje real de cambio hubo, y ver cómo eso incide en nuestra historia, qué otra cosa posibilita a futuro, si es que efectivamente la puede posibilitar. Quizá lleguemos a la legalización de la marihuana, o de los matrimonios homosexuales. Pero… ¿alcanzan esos cambios? ¿De eso se trata? ¿Qué otros cambios están ahí esperando? En Disneylandia se prohibieron los palos para selfie por ser peligrosos para la población. ¿A esas transformaciones ciudadanas tenemos que aspirar, o no es por allí por donde va la cosa?
Para el próximo 14 de enero a las 14 horas cambiarán los nombres, las caras, los estilos, pero la corrupción como cuestión endémica sigue firme, enquistada en la historia política. Sólo basta mirar al respecto las actuales (¿patéticas, tragicómicas?) campañas electorales, plagadas de hechos corruptos: se superan los techos presupuestarios fijados por las autoridades electorales, se otorgan vales canjeables a los electores/»clientes», se prometen paraísos, se miente descaradamente (¿la Selección ya no irá al próximo Mundial de Fútbol?).
Y lo más importante: los poderes constituidos, los que detentan las riendas reales de la marcha del país, los que pagan las campañas electorales (el alto empresariado donde confluyen los grandes capitales nucleados en el CACIF, y la representación diplomática de Washington que es la que efectivamente baja o sube el pulgar ante los candidatos) no quieren más cambios reales (como, obviamente, no lo quisieron en ningún país árabe donde estallaron aquellas protestas que antes se mencionaban).
Estos poderes fácticos podrán agradecer a la población protestando en la calle los «favores que le hicieron a la democracia». Habría que agregar, inmediatamente, de qué democracia se habla: de la representativa, que custodia el libre mercado, por supuesto. Y que permite la Alianza para la Prosperidad y los climas de negocios «decentes» (sin el 30% de mordida que exigen las actuales mafias… «¡Se les fue la mano, muchá!»).
Vistas las cosas así, toda esta movilización social lamentablemente no pasó de una «moda» sabatina de raigambre clasemediera, urbana, muy probablemente manipulada por algunos medios masivos de comunicación, sin proyecto político en definitiva.
Los datos suministrados a la CICIG y al Ministerio Público con los que se desarticularon las estructuras de La Línea y del Seguro Social provienen (¿casualmente?) del trabajo de inteligencia de la embajada de Estados Unidos (concretamente se habla de la DEA, la oficina contra las drogas). Y «curiosamente» también, en Izabal el embajador de Washington, Todd Robinson, tuvo hace unos días severos conceptos respecto a la corrupción como el enemigo a vencer.
«Toca al gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la corrupción y el crimen organizado. Me da rabia francamente la situación acá. Toca al gobierno, toca a las autoridades locales cambiar su situación. Nosotros podemos ayudar pero ellos tiene que cambiar su situación» , manifestó el 28 de abril a Emisoras Unidas. Ya se perfilaba ahí la gran preocupación de su gobierno por la corrupción reinante…. ¿Coincidencia?
En otros términos, podemos estar ante una pura reacción visceral de la población, importante tal vez, pero sin posibilidades reales de transformar nada, porque hay niveles de manipulación, y porque faltando un proyecto político real de transformación, el solo espontaneísmo no conduce a ningún lado. Es ahí donde cobra sentido el epígrafe del presente texto, un anónimo de la Guerra Civil Española: «Los pueblos no son revolucionarios…, pero a veces se ponen revolucionarios». ¿Sucedió eso en Guatemala en estos días?
La indignación ante la corrupción -seguramente un poco manipulada por cierta prensa y cierta ideología que ve en el político profesional y no en la estructura de base el problema general, el «malo de la película- sin dudas fue honesta. Aunque eso solo, sin proyecto político real a mediano plazo, con propuestas concretas de cambios político-sociales y económicos bien definidos, no conduce a nada.
Ejemplos de ello sobran en la historia. «El camino del infierno está plagado de buenas intenciones», podría agregarse. De ahí la necesidad imperiosa de plantear las transformaciones como lo que efectivamente son: grandes movimientos en los cimientos que conmueven hasta la última piedra del edificio social. Si no, no hay cambio. Es gatopardismo.
Eso, el cambio profundo, no pasó en Guatemala, y como van las cosas, no va a suceder, porque la derecha ya fue desactivando la protesta… y porque los estados de rebeldía duran poco, pasan, se esfuman (los pueblos «se ponen» revolucionarios…, después todo sigue su curso. «Vuelve el rico a su riqueza, vuelve el pobre a su pobreza y el señor cura a sus misas», dice con acierto una conocida canción de Joan Manuel Serrat).
De ahí que para lograr cambios hay que poder aprovechar esos momentos, esas «explosiones» revolucionarias. Y está claro que en estos momentos en el país, producto de la represión histórica, de la cooptación de los sectores progresistas, de la falta de recursos por parte del campo popular y de la acumulación enorme de ellos por parte de las clases dirigentes, la lucha no se libra en igualdad de condiciones.
Ante un momento interesante -no más que eso, pero tampoco menos- como el que se abrió, con un renacer de civismo y sed de protagonismo, con juventudes movilizadas como hacía años que no se veía, la protesta no pudo ir a más. No terminó, pero tiende a bajar, y todo indica que pronto habrá elecciones generales dentro de lo esperable, sin reforma electoral, con «más de lo mismo» (¿seguramente Baldizón presidente?; y si no fuera él, cualquiera más o menos igual, no importando el color, el género, el estilo o el envase con que se presente).
Otras medidas como el llamado a la refundación del Estado…, ambiciosas por cierto (¿refundar será dejar a un lado el actual y construir un nuevo?, ¿no implica eso un cambio radical en el juego de poderes?, ¿hay con qué hacerlo?), refundar el Estado seguramente deberá seguir esperando.
¿Más de lo mismo entonces? Como van las cosas, y en lo inmediato: sí. Entonces: ¿no sirvió de nada todo este despertar? ¡¡De ningún modo!! Deja consecuencias, enseñanzas, lecciones aprendidas… y avances.
Si bien esto no fue una «revolución popular» (¿la Revolución Sandinista, por ejemplo?, donde la gente en la calle, armada de palos y machetes y mucha cólera sacó del poder al dictador Somoza), tampoco puede decirse que la gente en la calle, definitivamente indignada, hastiada de tanta basura, no cuenta, que todo esto fue en vano.
Para muchos, el hecho de haberse permitido salir a protestar, marca un cambio en su vida. Luego del miedo de décadas atrás, se vivió ahora un despertar. El ejercicio ciudadano de ir más allá del rutinario (e inservible) voto cada cierto tiempo, mostró que existe un poder popular. Por lo pronto, varios funcionarios corruptos tuvieron que abandonar sus cargos, y varios de ellos guardan prisión. No es un cambio sustancial en la vida de ese 53% de guatemaltecas y guatemaltecos que sobreviven en la más cruel pobreza con dos dólares diarios, pero podría ser un inicio de algo.
¿Cayó la corrupta ex vicepresidenta por la movilización ciudadana? Sí y no. Seguramente hubo ahí una movida política palaciega (para eso vino el vicepresidente estadounidense Joseph Biden hace unos meses), y probablemente se utilizó el descontento ciudadano para amplificar la movida (guerra de cuarta generación, no lo olvidemos). Pero también la gente abrió algo los ojos.
Que el campo popular está fragmentado, desorganizado, cooptado por los poderes dominantes, no es ninguna novedad. Caído el Muro de Berlín, y con él caídos muchos sueños transformadores (¿caídos o adormilados temporalmente?), es difícil re-articular luchas por ideales que, hoy por hoy, se los quiere presentar como antidiluvianos, anacrónicos, supuestamente superados. De todos modos, mientras haya injusticias habrá reacción popular. Y por supuesto que sigue habiendo muchas y profundas injusticias.
La corrupción es una más de ellas, ni siquiera la más importante: es un efecto de un sistema que la crea. Por supuesto que son corruptas las propiedades obtenidas con la corrupción y el robo, tal como hizo -digámoslo como muestra- la ex vicepresidenta, al igual que todo el séquito de corruptos y parásitos que hicieron fortuna amparados en el Estado contrainsurgente y mafioso que aún continúa vigente y de la que ella era cabeza, junto al presidente aún en funciones.
Pero ¿no lo son también las obtenidas por medio de la explotación? Porque, hasta donde se sabe, nadie ha hecho fortuna trabajando… ¿Sólo a Ingrid Roxana Baldetti Elías habría que enviar al pelotón de fusilamiento? (en China, recordemos, se fusila sin miramientos a los funcionarios corruptos). ¿Quién corrompía a estos corruptos? ¿Quién se benefició -¡o se sigue beneficiando!- de estos enjuagues aduaneros, por ejemplo? ¿Cuándo se conocerán los nombres y, principalmente, se actuará contra ellos? ¿No muestra ese silencio que hay jugada palaciega en la denuncia de la CICIG?
La cuestión que este texto pretende transmitir es: ¿cómo hacer para mantener ese espíritu rebelde que se encendió en Guatemala en estos meses e ir más allá de la corrupción? Ojalá quienes lean esto tomen la pregunta como provocación para encontrar las respuestas. Aquí estamos esperándolas.
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Notas
** Material aparecido en la Revista Análisis de la Realidad Nacional , del IPNUSAC, año 4, edición digital No. 76, julio de 2015.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.