[Desde julio de 2012, cuando la CGT de la factoría PSA-Aulnay desveló la intención de la dirección de cerrar la factoría de esta localidad de Seine-Saint-Denis esta empresa se han convertido en todo un símbolo de resistencia frente a los despidos en empresas que acumulan beneficios millonarios. Durante la campaña electoral F. Hollande, prometió dar […]
[Desde julio de 2012, cuando la CGT de la factoría PSA-Aulnay desveló la intención de la dirección de cerrar la factoría de esta localidad de Seine-Saint-Denis esta empresa se han convertido en todo un símbolo de resistencia frente a los despidos en empresas que acumulan beneficios millonarios. Durante la campaña electoral F. Hollande, prometió dar una solución al cierre, pero siete meses después, sus promesas (en ésta como en otras empresas en situación similar: Arcelor, Goodyear, Sanofi, Air France…) se las llevó el viento.
A pesar de ello y de una situación difícil en la empresa (el sindicato mayoritario SIA, está plegado a los planes de la dirección), tras varias iniciativas de movilización (manifestaciones en París y el las localidades del Departamento, invasión del Salón del Automóvil junto a trabajadores de otras empresas del sector), los sindicatos CGT, SUD y CFDT de PSA decidieron convocar huelga indefinida a partir del 17 de enero. Una huelga dura (entre 300 y 500 huelguistas de los 2.800 de plantilla) que se ha convertido en todo un símbolo de la resistencia ante los despidos en el difícil panorama político francés. Y la tenacidad mostrada está permitiendo generar una dinámica de solidaridad y convergencia de las empresas en lucha.
El 12 de febrero, se dio el primer paso, con la convergencia ante la factoría de Goodyear de trabajadores en huelga de una veintena de empresas en el hexágono y con el apoyo unitaria de las fuerzas políticas de izquierda (PCF, PC, NPA…); si bien por el momento este tipo de iniciativas echa en falta el compromiso de las grandes confederaciones sindicales: CGT, CFDT y FO. Esperemos qu no sea el último]
Daniel ha cruzado el umbral. Por primera vez en veinte años de actividad laboral hace huelga. Él, que siempre se ha distanciado «de los sindicatos y los follones«, ha guardado en la taquilla el mono de trabajo y se ha unido al núcleo duro de los huelguistas (entre 300 y 500 personas según los días) que paralizan desde el 16 de enero la producción de la fábrica de coches de PSA en Aulnay-sous-Bois, en la región parisina. Desde hace 15 días abandona cada mañana a las 6.27 horas su puesto de montaje, muy a pesar de su mujer y de su jefe. La primera, cajera a jornada parcial en un supermercado, teme que sin el salario de su marido la pareja acabe en números rojos y no consiga devolver el crédito del pequeño chalet que se ha comprado en un pueblecito de Oise. El segundo, supervisor y miembro del SIA, el sindicato mayoritario en PSA y próximo a la dirección, visceralmente opuesto a la huelga, le amenaza con «darle la patada» y «no recolocarlo si sale en la foto con los rojos y los árabes«.
Construida en el departamento más pobre de la región parisina, el centro de PSA en Aulnay, con 2.800 trabajadores y condenado al cierre en 2014, es una fábrica «multiétnica«, históricamente caracterizada por una fuerte proporción de trabajadores inmigrantes o hijos de inmigrantes de África del Norte. En la década de 1970, buena parte del personal fue reclutado directamente por Citroën en Marruecos y Argelia. Cuarenta años después, la gestión paternalista y autoritaria de la dirección y las tensiones sociorraciales desgarran este centro, que hoy cuenta con trabajadores de 49 nacionalidades.
Daniel, «el blanco de Picardie«, no cede a las presiones. A sus 52 años de edad, dice, ya no tiene «nada que perder» ni «ningunas ganas de que le trasladen a la fábrica de Poissy o cualquier otra del grupo, pues esto implicaría tener que mudarnos, vender la casa en una región donde ya no hay trabajo«. Al principio se mostraba tímido y no se atrevía a entonar las consignas de la lucha, «PSA, Granuja, Saboteador del futuro«, se asustaba con el menor petardo y con su delgadez casi enfermiza desentonaba en medio de los hombres fornidos y sus vozarrones. Pero dos semanas después es otra persona. «He recuperado mi dignidad«, admite este martes 12 de febrero, todavía incrédulo ante el hecho de estar participando en la ocupación de su fábrica. Son las siete de la mañana y la movilización se anuncia muy fuerte en este día concreto. En la sede de PSA, en París, sindicatos y dirección van a negociar las modalidades del plan de reconversión: es su décimo intento de llegar a un acuerdo. En la «Plaza de la huelga«, cerca de la sala de reposo de la fábrica, varios centenares de huelguistas están reunidos delante de la megafonía.
Dentro de pocos minutos comenzará la asamblea general presidida por los dirigentes de la CGT, Jean-Pierre Mercier y Philippe Julien. Y con ella se reanuda la guerra de nervios. Frente a los huelguistas, desde hace dos semanas «los hombres de la dirección» forman barreras de «chalecos de color amarillo fluorescente» para cerrar el paso a los lugares estratégicos del centro y proteger el material y las cadenas de montaje paradas. Impasibles, firmes como soldados de guardia, estos mandos intermedios de Aulnay o venidos de refuerzo de otros centros, de Sochaux o Poissy, tienen la fábrica dividida en zonas, escoltados por agentes judiciales, oficialmente para evitar que el río se desborde y el conflicto degenere.
Están en todas partes, dentro y fuera, incluso en el comedor, donde los trabajadores se quejan de que ya no pueden ni comer tranquilamente. En cuadrillas de diez o treinta, algunos mandos intermedios y capataces, con tapones en los oídos «para no volverme loco con los gritos y ruidos«, como declara uno de ellos, que lleva la cara tapada, toman notas, incluso fotos si hace falta, rodeando de cerca la menor manifestación en la fábrica y contribuyendo a tensar todavía más un clima ya de por si explosivo. Ante la ingratitud de la tarea, algunos se desmoronan al cabo de dos días. Para los sindicatos que iniciaron el plante (la CGT, a la que se unieron Sud y la CFDT), «estas milicias internas reciben paga doble a golpe de primas generosas para hacer el trabajo sucio, romper la huelga, incitarnos al delito, a la violencia, estropear la imagen de Aulnay y las relaciones con los no huelguistas«. Los huelguistas los llaman «los antidisturbios de la casa», «los amarillos», «los chivatos», «los vendidos»:»Y eso que la huelga la estamos haciendo por ellos, porque forman parte de los 11.500 despidos. Si obtenemos un verdadero contrato fijo para todos y buenas indemnizaciones de cese, ellos ganan. Si perdemos, ellos pierden«, se burla Daniel.
«Nos buscan, quieren sacarnos de quicio«
Estos últimos días, la tensión ha ido en aumento, alcanzando el paroxismo en determinados momentos, en que cada bando juega a provocar, a mofarse del otro. Signo de la imposibilidad del diálogo dentro de la fábrica, finalmente, el gabinete del ministro de Trabajo nombró un mediador el 14 de febrero: el director regional de Trabajo de Seine-Saint Denis, accediendo así a una reivindicación de la CGT. Por un lado, la dirección y los sindicatos contrarios a la huelga, entre ellos el poderoso SIA, denuncian la «violencia intolerable» de los huelguistas, «los métodos militaristas» de los sindicalistas de la CGT, acusándoles de saquear la fábrica, de sabotear las líneas, de destruir las herramientas de trabajo, de atemorizar a los no huelguistas, etc. Por otro, los huelguistas, decididos, denuncian»la violencia patronal y de los sindicatos CIA«.
Barek Harfaoui conoce el percal desde la década de 1970. Mediapart ya había entrevistado el pasado mes de julio a este pilar de la lucha sindical. Seis meses después, el sexagenario, testigo de la gran huelga de 1982, «la liberación de los esclavos«, exhibe su arma: un enorme hueso de ternera, requisado a su carnicero. Lo ha atado a una cuerda de dos metros de largo y lo arrastra en la cola de las manifestaciones para mantener a una distancia razonable a «los amarillos» que siempre están pisándoles los talones. «Según ellos, somos el comando terrorista. ¿Has visto a un solo trabajador atemorizado?» A la puerta de la oficina de la Dirección de Recursos Humanos (DRH), donde se ha reunido una muchedumbre compacta como un solo hombre para apoyar a Nayib, el sexto sindicalista convocado a la entrevista previa al despido desde el comienzo de la huelga; Joël fuma un cigarrillo, una libertad que los huelguistas se han otorgado en los locales de la fábrica. «Nos provocan, hacen todo lo posible por sacarnos de quicio. ¿Sabes de qué acusan a Nayib? ¡De haber tirado un huevo a bocajarro a un representante de la jerarquía que, ante la violencia del choque, cayó al suelo!» grita en medio del cachondeo. Su voz se vuelve inaudible por culpa de la megafonía, que escupe música oriental.
Cuarentón, con gafas pequeñas y una barbita cuidadosamente recortada, Joël también vive «su primera y última gran huelga en PSA«. Lleva «muy mal la presencia de los antidisturbios de la casa» y, cada vez que aumenta la tensión, se pone a temblar de cuerpo entero. Como muchos de los trabajadores que han engrosado la tropa de huelguistas estas dos últimas semanas, no está afiliado a ningún sindicato y «vio la luz» a finales de enero, al día siguiente del lock-out impuesto por la dirección: esta tradición patronal que consiste en cerrar temporalmente la fábrica (para acabar con un conflicto social antes de que estalle del todo) y privar del salario a los trabajadores. Mientras espera que Nayib salga de la oficina de la DRH y que los huelguistas se dividan en tres grupos -de los que uno permanecerá en la fábrica y los otros dos se desplazarán a la sede central de PSA y a la de Goodyear, el grupo fabricantes de neumáticos, respectivamente-, propone hacer la ronda por el taller de montaje para comprobar que «no haya nada que esté mal, tal vez algunas placas y tornillos al revés«. De camino se emociona con esta huelga, «dura, pero viva«, habla del día a día de la ocupación, de «la increíble solidaridad entre los jóvenes y los antiguos, los blancos y los árabes«, de los 191.000 euros recolectados para la caja de resistencia en toda Francia, de los tayines (plato de la cocina árabe) gigantes en medio de la fábrica una vez por semana.
El otro día discutió «con un mando intermedio de origen árabe, venido de Sochaux, obligado a desempeñar el sucio papel de amarillo porque no tenía la antigüedad suficiente. Realmente me dan pena. Su situación es terrible. ¿Qué cuentan por la noche a sus hijos?» Cita los nombres de compañeros que se han endeuda con créditos para hacer huelga o que han cogido la baja por enfermedad para no perder el salario:»Podríamos ser aún más. Muchos trabajadores se solidarizan pero, económicamente, están hasta el cuello.» Como Sébastien, maquinista, que desde hace dos semanas, se turna con su mujer para hacer huelga, «para largarnos con un buen cheque«. Ambos están con un pie fuera, «mentalmente«. Él va a ir a un cursillo de formación para conductores de camiones de gran tonelaje a partir de la semana que viene y ella reanuda sus estudios de logística. «Adiós a PSA«: él después de 17 años, ella después de 14. En 2003 se construyeron una casa en Oise y han estado devolviendo el crédito, a razón de más de mil euros al mes, gracias a sus dos salarios.
Junto a la máquina de café, Joël se detiene para saludar a unos compañeros, eventuales o con contratos temporales, que no hacen huelga. La conversación se polariza entre «a favor o en contra de la huelga». Frédéric «espera su destino» jugando a cartas; no hace huelga, «mi banco me tiene agarrado«. A sus 40 años, todavía vive con sus padres porque «los pisos son demasiado caros» y porque con los 1.400 euros netos que cobra mensualmente no le llegaría. Un negro corpulento, quince años más joven que él, suelta una carcajada. «¿Cuarenta años y no tienes mujer? Tú, todavía con tu madre con 1.400 euros al mes? Ja, ja, ja.«El no cobra tanto y vive solo, lejos de los suyos, que se han quedado en Senegal. Eventual, no quiere dar su nombre porque si no, «no más trabajo«.
«Nada, una huelga cansa más que trabajar, sobre todo moralmente«
Cyril, sentado a una mesa cercana, tercia en la discusión, espoleado por la presencia de una periodista. «¿Para qué tele trabajas? ¿Cómo has entrado?«, pregunta reajustando sus pequeñas gafas y arqueando el torso. Tiene 30 años, doce trabajando en la casa, monta faros y parachoques en la línea 24 y no apoya la movilización.»Pff, resopla, quieren salvar la fábrica cuando no tienen nada que hacer. Tiran huevos, tornillos, petardos, hacen lo que sea, siempre están de fiesta. Es hora de que la dirección retome las riendas.» Mohamed derrama su café y lo corta en seco: «Mentiroso, nos pones a parir a todos. ¿Cuándo has visto a alguno tirar un tomate? ¿En el mercado de tu barrio, el pasado domingo? Te vi tomando té con los huelguistas, con mis propios ojos. No digas eso a la periodista«, lanza tomando al senegalés por testigo. Cyril se pone rojo como un tomate y se defiende: «Bueno, ¿y qué? Fui a discutir con compañeros de mi línea que están en huelga. No veo qué hay de malo en ello.» Mohamed le replica: «Lo que está mal es que escupas sobre los huelguistas cuando bebes su té. O lo uno o lo otro. Dile que no haces huelga porque crees que te darán un puesto en Poissy.«
Mohamed describe «la producción paralizada, las jornadas interminables en que haces un coche, dos coches, y después nada, y es eso lo que más cansa, no hacer nada, solo dar vueltas. Además, todos van a parar al mercado de oportunidades o al taller de reparación, porque los han montado jefes que no conocen el oficio, venidos de sus despachos. Con la huelga, el ambiente, sea a la mañana o a la tarde, tras el cambio de turno es mortal. Muchos huelguistas se van a casa, están hundidos porque, sabes, una huelga cansa más que trabajar, sobre todo moralmente.«»¿Has visto la presión que les meten los amarillos?«, remata Ahmed, otro «soldado de la eventualidad«. Los eventuales vienen «del 91 y del 93» (departamentos al norte y sur de Paris), ganan «migajas«, menos de 1.000 euros. Durante mucho tiempo han soñado con un contrato fijo; ahora sueñan con «cambiar de patrón«. «Vinimos de la aldea como turistas. Nos contrataron como peones. Al firmar pesas 80 kilos, después, ¡60! Nos dan los peores trabajos, debajo de la carrocería, donde te rompes la espalda, los hombros y la muñeca. Atornilla con la máquina durante un día en el techo y verás«, explica uno de ellos, mientras, bajo la estricta vigilancia de los «chalecos amarillos», arranca una manifestación en el interior de la fábrica para convencer a los no huelguistas de que se unan al movimiento.
Uno de ellos, encargado de línea, acepta hablar unos minutos al resguardo de las miradas. No hace «de policía, sino de barrera entre los huelguistas y los trabajadores» porque no puede repartir tareas en su turno que se ha visto reducido al mínimo. Esta situación es complicada para todo el mundo, todavía más complicada que en años anteriores. Espero que las cosas no se salgan de madre. Que ellos ejerzan el derecho de huelga es una cosa. Pero no hay que decir tonterías: los trabajadores se beneficiarán de excelentes condiciones de recolocación. No todas las empresas están en condiciones de proponerlo hoy en día. PSA es un buen patrón.» Unos huelguistas han oído esta última frase y se ríen. Uno de ellos apunta con el dedo a un delegado del sindicato de la casa, flanqueado por un «chaleco amarillo» y se pone a gritar: «SIA, CIA«. Los volvemos a encontrar unas horas después en el comedor, donde la tensión también se palpa. La sala está llena a rebosar, vigilada por los «chalecos amarillos». Tres cuartas partes de los trabajadores son huelguistas, y tienen la sensación de que los «espían como a prisioneros». Algunos pasan y solo comen con los ojos. «No veo por qué he de pagar cuando no cobro mi salario desde hace cuatro semanas«, lanza un joven obrero.
Se mete con un conserje que está tomando notas. «¡Lárgate! Déjanos comer en paz.» La sala exclama a coro: «¡Lárgate!«, y después imita a una manada de cabras que balan. De golpe, una decena de hombres se levantan para rodear al grupo de mandos intermedios y empujarlos hacia la salida, causando un ataque de histeria a una mujer que no hace huelga, de unos cincuenta años: «¡Estoy hasta la coroniiiiiiiiilla de vuestra huelga!» Agarra su plato y sale afuera, al frío, para comerse su bistec con patatas, seguida de una decena de personas. Tiene lágrimas en los ojos y «miedo a tener que pedir de nuevo la baja por enfermedad. El aire de la fábrica se ha vuelto irrespirable.«
Traducción: VIENTO SUR