Guatemala es un país de alto riesgo en todos los aspectos posibles: ambiental, político, económico y social. Entre esas amenazas, su vulnerabilidad ambiental lo vuelve un potencial crisol de desastres naturales, muchos de ellos acentuados por los fenómenos derivados del calentamiento global, pero otros provocados por una atávica falta de visión institucional y el consecuente […]
Guatemala es un país de alto riesgo en todos los aspectos posibles: ambiental, político, económico y social. Entre esas amenazas, su vulnerabilidad ambiental lo vuelve un potencial crisol de desastres naturales, muchos de ellos acentuados por los fenómenos derivados del calentamiento global, pero otros provocados por una atávica falta de visión institucional y el consecuente abandono de políticas y medidas básicas de prevención. Por encima de todo ello, la ausencia de un sistema capaz de prever los riesgos y anticiparse a sus consecuencias por medio de normas y controles diseñados de acuerdo con las características de cada posible situación.
Este cuadro, el cual afecta con fuerte énfasis a los grupos poblacionales de menores recursos, está relacionado evidentemente con la corrupción y la falta de especialización técnica y profesional de quienes detentan el poder para tomar decisiones en los despachos oficiales. Si a esta falta de ética política -nadie debería aceptar un cargo para el cual no está preparado- se suma el caprichoso camino que toman los fondos públicos por medio de negociaciones clientelistas, resulta fácil comprender que una época normal de lluvias tenga el poder de transformarse en un escenario de muerte y desolación.
En este país golpeado de manera recurrente por catástrofes naturales, los cuerpos de socorro, carentes de apoyo y con asignaciones presupuestarias ridículas, muchas veces se ven obligados a recurrir a la solidaridad de la ciudadanía con el fin de reunir fondos para adquirir los implementos esenciales para realizar su labor humanitaria. Los hospitales nacionales, por su parte, ejemplifican de manera indiscutible la poca atención brindada por el Estado a la salud de la población, dadas las deficiencias de sus instalaciones, colapsadas por falta de mantenimiento, además de sus bodegas vacías de medicamentos y otros insumos esenciales para la atención sanitaria. Es lógico, entonces, que hospitales y centros de Salud se vean copados ante la menor situación de emergencia. Solo la idea de un posible evento catastrófico -como un terremoto de gran intensidad- resulta una idea terrorífica por esa carencia absoluta de certeza institucional.
En Guatemala, la población ha debido velar por su propia seguridad en muchos sentidos. Cuando tiene recursos se blinda contra la violencia delincuencial por medio de muros y alambradas, garitas de seguridad y una conducta suspicaz hacia todo lo que le rodea. Si no posee los recursos, se encomienda a las fuerzas celestiales para enfrentar la realidad sin volverse paranoica. Esto también es parte del panorama general de negligencia y abandono estatal, entre cuyas prioridades el bienestar físico, psicológico y emocional de la ciudadanía ocupa el último lugar, si es que en efecto ocupa alguno.
El diseño y la implementación de sistemas de prevención ante posibles catástrofes debe ser uno de los pilares fundamentales de la nueva administración. Destinar los recursos a salvaguardar la seguridad de las personas, aun cuando le parezca una idea surrealista, es su más elemental obligación y es preciso hacérselo saber con absoluta claridad.
Fuente: Prensa Libre