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Vivimos tiempos despiadados

Fuentes: Tlaxcala

Traducción por S. Seguí

Este texto va dedicado a Adel Termos, de Beirut, que dio su vida para que otros pudieran vivir.

Una semana de horribles matanzas: explosiones de bombas en Beirut y Bagdad, y a continuación los tiroteos a sangre fría en París. Cada una de estas acciones terroristas dejó un rastro de cadáveres y vidas vulneradas. Nada bueno puede venir de esas acciones, sólo el dolor de las víctimas y un nuevo dolor cuando personajes poderosos se refugian en las estereotipadas políticas que siguen haciendo girar la rueda de la violencia.

¿Cómo se puede reaccionar a estos incidentes? El horror y la indignación son lo primero. Es instintivo. Lloramos por los muertos: los jóvenes padres de Haidar Mustafá (de tres años), que lo protegieron y salvaron su vida cuando la explosión de Beirut los hizo pedazos. En París, los terroristas mataron a Djamila Houd (41 años), quien trabajaba para Isabel Marant en un café. Podemos poner cara a cada una de las víctimas. Cada uno de estos rostros aparecerá en la prensa y en los medios de comunicación social. Nos sonreirán hablándonos de sus mejores días y de su promesa. Ninguno de ellos tuvo un papel activo en ningún conflicto. Su asesinato no tenía nada que ver con ellos.

Estaremos desconcertados por la incomprensibilidad de estas muertes, el desperdicio de la vida frente a la muerte. Buscaremos explicaciones. Ya ha quedado claro que los autores de todos estos atentados -Bagdad, Beirut y París- es ISIS o «Daesh», el grupo que controla gran parte de Irak y Siria, así como partes de Libia y Afganistán (y que tiene grupos hermanados en Nigeria y Somalia). ISIS, como al-Qaeda, es tentacular, no tiene una cabeza, sólo miembros bien motivados para actuar con furia. Si se trata de ISIS, ¿por qué golpean en estos lugares?

Los habitantes de Occidente no perderán mucho tiempo con los atentados de Bagdad y Beirut; después de todo, los medios occidentales parecen sugerir que los atentados de este tipo son cuestión de rutina en estos lugares, son casi naturales. En octubre, 714 iraquíes murieron en actos terroristas. Estos números mensuales siguen siendo los mismos, año por año, hasta llegar a 2003, cuando EE.UU. invadió Iraq. Así pues, durante once años, Iraq ha sufrido una enorme sangría y su población se halla en un estado de traumatismo comatoso. Hay poco respeto por la gente de aquí, cuya muerte y vida en la muerte, ocasionada por las guerras occidentales, es solo una nota a pie de página de la preocupación global.

El presidente francés, François Hollande, reaccionó a los ataques de París con duras palabras: «Vamos a librar una guerra que será implacable.» Pero Occidente, Francia incluida, ya ha estado en guerra contra ISIS y otros grupos como ISIS. ¿A quién más van a atacar? ¿Cambiará la estrategia? ¿Serán capaces los líderes occidentales de tener una visión más de largo plazo que la reacción emocional del presente; serán capaces de atisbar más allá del puro reflejo guerrerista? ¿Será capaz la intelectualidad occidental, y sus líderes, de reconocer que algunas de las decisiones estratégicas tomadas por Occidente sólo han exacerbado las animosidades y conjurado un gran número de amenazas? Es poco probable.

Este lenguaje «macho» de «guerra despiadada» define los contornos de nuestros lideres estos días. Poco más pueden ofrecer. Es la carnaza que arrojan a nuestras emociones.

¿De dónde salieron estos atacantes ISIS? La tentación es echar la culpa a la religión o la raza, lo que desvía la atención de ámbitos más sustanciales de investigación. La amnesia está a la orden del día. Cada ataque terrorista en Occidente pone el reloj en hora. Nadie debe prestar atención a la Liga Musulmana Mundial (World Muslim League), apoyada por los países occidentales y Arabia Saudí, cuyo objetivo fue la destrucción de las fuerzas del nacionalismo laico y el comunismo en el mundo árabe en los años 1960 y 1970. Todos los que estaban del lado bueno de la historia cayeron por el filo de la espada, destruidos como antiislamistas con el fin de proteger a los emiratos del Golfo Pérsico y al reino saudí, así como los intereses occidentales en el petróleo y la energía.

No debemos mencionar el asalto occidental y saudí en Afganistán en la década de 1970, antes de la intervención soviética, cuyo objeto fue destruir la república comunista establecida en esa nación. Nadie debe hablar de la creación de los «muyahidines», cuyo grupo central contenía un brutal núcleo que estalló formando al-Qaeda. ¿Por qué dar tanta importancia a las guerras en Iraq, y luego en Libia y Siria, que destruyeron estos estados y los convirtió -como Afganistán- en zonas de esparcimiento para los «yihadistas» hijos de la Guerra Fría?

Los que nos recuerden la violencia occidental -desde el bombardeo aéreo de Libia en 1911 al bombardeo de Libia en 2011- y los innumerables muertos provocados se encontrarán con la incredulidad: «No ha sido una guerra» -escribió un periodista en 1911- «ha sido una carnicería.» Pocos irán a buscar en sus bibliotecas el libro de Leila Sebba La Seine était rouge, una novela devastadora sobre el asesinato de cientos de manifestantes proargelinos por las autoridades francesas en París en octubre de 1961.

Cuando ustedes lean estas líneas puede que digan, ¿estás culpando de su propia muerte a las personas que murieron? Y se indignarán contra mí. No se indignarán contra la historia de estos países, contra la muerte que han ocasionado, la miseria que han inventado y luego negado. Ustedes no va a preguntar por qué miles de europeos han ido a Siria a luchar estos últimos años, o por qué el ministro de Asuntos Exteriores francés -Laurent Fabius- estuvo tan reticente a colocar la filial de al-Qaeda en Siria en la lista de organizaciones terroristas.

No van a preguntar quién influyó en estos jóvenes, santificados por sus gobiernos para ir a pelear en una guerra en otro lugar y más tarde influenciados por clérigos financiados por los saudíes, que los instaron no sólo a combatir en Siria, sino a regresar a sus países y crear el caos. Usted pensará de todo esto es una maquinación y que quiero justificar las masacres.

No hay ninguna justificación aquí. Sólo hay el recitado de una historia implacable enterrada bajo montañas de estereotipos oficiales.

Después del 11 de septiembre, el gobierno del presidente George W. Bush decidió ignorar su propia historia. Era casi delito sugerir que las guerras por venir no harían más que agravar el problema, echar combustible a los fuegos del odio. Pocos días después de aquella violencia, escribí: «Nada bueno viene del terror, nunca lo hizo y nunca lo hará.» A lo que me refería era no sólo al terror de los que atacaron a EE.UU., sino también al terror que iba a seguir. Lo que salió de las guerras de Bush no fue la resolución de la violencia -«Misión cumplida,» como afirmó con arrogancia el presidente- sino guerras interminables.

¿Hay otra manera? Después de los atentados de Bombay de 2008 (164 muertos), el gobierno de la India no corrió a declarar la guerra. Abrió una pausada investigación sobre el ataque, lo que permitió reconstruir la conspiración y su ejecución. Se entablaron discusiones diplomáticas con Pakistán, que está acusado por la India de albergar a los planificadores del ataque. El expediente sigue abierto. La paciencia está en el orden del día. Ningún apresurado ataque con misiles podría compensar el ataque de Mumbai. Sólo habría servido para escalar el conflicto y arrastrar a la India y Pakistán a una guerra intolerable. Es mucho mejor proseguir el caso con prudencia.

Todas las partes están de acuerdo en que el problema de ISIS y al-Qaeda no tiene soluciones fáciles. Occidente no se ha mostrado dispuesto a enfrentarse a sus principales aliados de la zona -el reino saudí y los emiratos del Golfo- cuyos fondos siguen lubricando las redes de extremismo y cuyos jeques siguen agitando las mentes jóvenes con ideas peligrosas, incluyendo el sectarismo del odio. Ningún país occidental ha puesto suficiente presión sobre estos países en ningún momento. Ningún país occidental ha instado al partido gobernante en Turquía a que abandone sus ambiciones nacionales y permita que las milicias kurdas puedan combatir a ISIS libremente. Ninguna potencia occidental ha admitido que su apoyo logístico continuo a los grupos protegidos por Qatar, Arabia Saudí y Turquía ha alimentado el ciclo del extremismo.

Nadie ha tomado en serio la llamada de los estados miembros de la ONU para revisar los acuerdos comerciales y la política financiera y que sus países no se vean sumidos en el caos, caldo de cultivo del terrorismo. En 1992, el líder progresista de Malí Alpha Oumar Konaré pidió a los países occidentales que perdonasen la deuda odiosa de su país. Le era imposible sacar a su pueblo de la división y la pobreza si tenía que seguir pagando a los bancos cada mes, y si sus agricultores no se veían aliviados de una política comercial que les era adversa. Nadie le escuchó. EE.UU. lo despachó manifestando que «la virtud encierra su propia recompensa,» es decir, que pagara. Konaré no pudo desarrollar su programa de gobierno y tuvo que abandonar su cargo. El país implosionó. Al-Qaeda tomó la segunda ciudad de Malí, Tombuctú. Los franceses los bombardearon en 2013. El país sigue estando destrozado. Es el resultado de una serie de malas políticas. Nadie se molesta por ellos. Sólo están interesados ​​en al-Qaeda del Magreb y sus movimientos.

Los responsables políticos occidentales son como niños pequeños que juegan con sus juguetitos. No ven el sufrimiento humano y los terribles resultados de sus terribles políticas.

Estamos en tiempos despiadados. Hay una violencia terrible. Hay una horrible tristeza.

Fuente original: http://tlaxcala-int.org/article.asp?reference=16535