El 5 de junio no solamente se celebrará la segunda vuelta en el Perú, sino que se cumplirá un año más del #Baguazo, llamado así por los muertos (34) y heridos que produjo la revuelta en Bagua (Departamento de Amazonas) por parte de diversos grupos étnicos amazónicos que salieron a defender sus tierras ante la […]
El 5 de junio no solamente se celebrará la segunda vuelta en el Perú, sino que se cumplirá un año más del #Baguazo, llamado así por los muertos (34) y heridos que produjo la revuelta en Bagua (Departamento de Amazonas) por parte de diversos grupos étnicos amazónicos que salieron a defender sus tierras ante la verticalidad del Gobierno de Alan García (a quienes llamó «ciudadanos de segunda clase»), quien impulsó una serie de decretos legislativos para facilitar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. La llamada «Comisión Bagua» del Congreso, posteriormente, halló responsabilidad política en Mercedes Araoz -entre otros-. Sin embargo, en estas elecciones, Araoz ha obtenido la segunda votación más alta en el legislativo con el partido de Peruanos Por el Kambio (Pedro Pablo Kuczynski), después de Kenji Fujimori (hijo del reo Alberto Fujimori).
Este contexto resulta útil para apuntar que algunos políticos llegan a ser una opción política electoral pese a estar involucrados en delitos o violaciones a los derechos humanos. Sucede con Keiko Fujimori quien carga sobre sí la herencia fujimorista de los noventa, siendo para cierto sector, insuficiente el discurso (re)elaborado, la firma pública de un acuerdo que afirma cumplirá (respetar el orden democrático, no usar el poder político para beneficiar a sus familiares, y luchar contra la corrupción), o las reafirmaciones que su partido no está vinculado con el narcotráfico -pese a las evidencias periodísticas mostradas y las acciones que la DEA emprende contra el ahora ex Secretario General de Fuerza Popular, pero electo congresista, Joaquín Ramírez). Es decir, estas situaciones delictivas que suponen debilitarían al fujimorismo pareciera no hacerle ninguna mella, una afirmación que podría tener sentido si se atienden las encuestas realizadas donde Keiko aparece algunos puntos arriba sobre PPK.
Ante ese posible retorno fujimorista, nuevamente, ha salido el discurso de «el mal menor», que en esta ocasión recae sobre PPK (conocido lobbista, y quien en las elecciones del 2011 respaldó la candidatura de Keiko Fujimori). Votar por PPK tiene como meta: 1) evitar que se instale el «NarKoestado»; 2) salvar al Perú y 3) defender la democracia. Sin duda, nadie puede estar contra estos principios o metas, aunque pueden ser un sinsentido por las siguientes razones.
Quiero empezar por la afirmación «debemos evitar ser un narko-estado». Hay un criterio evidentemente electoralista de que el triunfo de Keiko supone ese escenario, y a acaso, subrepticiamente, el hecho de que no gane nos hace inmunes (o al menos se diluiría la posibilidad). Perú tiene fuertes evidencias de que el narcotráfico se encuentra en diversas formas conviviendo con el Estado. Fernando «El Lunarejo» Zevallos, actualmente preso y sentenciado a 20 años, comenzó su ascenso en los negocios en la década del noventa (Gobierno de Alberto Fujimori) y sus vinculaciones con el narcotráfico se hicieron evidentes desde entonces. Su caída (2004) significó un efecto dominó donde aparecieron periodistas y las acusaciones que el entonces partido gobernante (Perú Posible, de Alejandro Toledo) recibió dinero de «El Lunarejo».
Otro episodio ocurrió con la líder del Partido Popular Cristino, Lourdes Flores (quien en estas elecciones estableció fórmula electoral con el APRA) y sus relaciones con el empresario investigado por lavado de activos César Cataño (Flores presidió el directorio de Peruvian Airlines, propiedad de Cataño). Y algo más reciente ocurrió el año pasado cuando el APRA y Alan García, en particular, estuvieron embarrados hasta las narices por las relaciones con Gerald Oropeza, cuya familia fue beneficiada por contratos millonarios con el Estado bajo el Gobierno de García. Pero no solo eso, Oropeza muestra fuertes evidencias de desbalance patrimonial y notorios vínculos con el narcotráfico. Huyó de la justicia, fue capturado en Salinas (Ecuador) y deportado a Perú, posteriormente. Estos sonados casos van de la mano con las investigaciones de la llamada Comisión «Narcopolítica» (Congreso) que puso abundante material de las relaciones entre el narcotráfico y la vida política peruana. Entonces, ¿somos un narco-estado o empezaremos a serlo si gana Keiko? La razón no pide fuerza. Tenemos el problema hace buen rato.
El segundo argumento, «salvar al Perú», se rodea de afirmaciones donde un Gobierno de PPK sería menos nefasto que el regreso del fujimorismo, que pese a sus aires de renovación viene con una fuerte ala dura (la de los noventa). Si PPK gana las elecciones tendrá que negociar mucho políticamente (desgastarse) con un fujimorismo de mayoría amplia (73, de 130 congresistas). El fujimorismo congresal, sin problemas, puede interpelar y censurar ministros, observar la delegación de facultades al Presidente, bloquear aprobación de leyes orgánicas y ordinarias, insistir ante observaciones sobre alguna ley del Presidente, controlar las presidencias de las principales comisiones legislativas, entre otros. Todo eso puede hacer el fujimorismo sin necesidad de buscar acuerdos o alianzas políticas. Su sola bancada tiene esas facultades electoralmente recibidas. Entonces, ¿hasta qué punto podrá ser una «alternativa» PPK, al fujimorismo?
Y, tercero, la «defensa de la democracia». La excesiva satanización fujimorista hace suponer que la democracia peruana se anularía. Pero la afirmación apasionada nos impide ver que dicha democracia ya se encuentra debilitada en estas elecciones, a todas luces, viciadas por los criterios discrecionales y con favoritismos explícitos a partidos como el APRA y el fujimorismo. No en vano, Luis Almagro, Secretario General de la OEA, calificó a las elecciones peruanas como «semi-democráticas». A los candidatos, en general, tal aseveración no les despeinó y todos asumieron las reglas institucionales fraudulentas de la entidad electoral. Las voces de «fraude» desde ciertos sectores sociales se fueron extinguiendo. Las consignas se dirigieron a Keiko y no al entramado institucional-electoral dudoso de estas elecciones que guardan similitudes a las que se vivieron en el 2000, cuando el fujimorismo manipuló las instituciones para buscar una tercera relección. No hubo movilizaciones contra el olor a fraude de estas elecciones, pese a las marchas del 05 de abril que exigieron un respeto el orden institucional y democrático para que no se repita el autogolpe del 05 de abril de 1992.
El fujimorismo, en cierta medida, se ha asentado como cultura en el país. Las informalidades y sus prácticas clientelares forman parte del paisaje natural. El posible triunfo de Keiko Fujimori no es el retorno sino la expresión más «democrática» de un régimen autoritario que hoy llega como respuesta ante la inercia y la falta de acción de los partidos políticos que no supieron mostrarnos otro camino que no sean los excesos y abusos del primer gobierno fujimorista. Tal vez seamos más alérgicos a las formas autoritarias que el fujimorismo pretenda imponer, pero tal vez seamos más tolerantes a las formas «democráticas» del fujimorismo renovado (si es que las hay).
De manera personal, reafirmo mi voto nulo. No atisbo consecuencia sobre un voto calificado de «crítico» si se marca por PPK. Todo voto debería ser crítico. Ese endosamiento enmarcado en la lógica electoralista donde «haré lo que pueda para que no gane mi adversario político» pierde sentido y tiene mucho de reduccionismo. Votar por un lobbista para no caer en un narco-estado no evita un problema. Anular el voto, no supone alcanzar el porcentaje electoral que exige la ley para anular las elecciones. No. En un escenario electoral semi-democrático y con alternativas políticas ajenas a cualquier cambio de rumbo necesario, expresar el voto nulo guarda mucha coherencia en estas circunstancias tan porosas. Nuestras democracias electoralistas establecen ciertos resortes institucionales para que las democracias aparenten ser robustas, bajo el juego matemático del voto válido y el voto emitido, siendo este último el «voto real». Pero asumir los votos válidos como «mayoritarios» (los nulos le «incrementan») es un engaño ya que hace suponer que la mitad de un país opta por uno u otro candidato/a. El voto nulo «sumará», pero es una ficción porque ese votante puede ser (o no) un ciudadano vigilante.
Finalmente, no sería la primera vez que un gobernante nefasto regrese a gobernar. Alan García, que precedió al fujimorismo, dejó al país al borde del abismo en su primer gobierno (terrorismo, hiperinflación, escasez, elevada deuda externa) y llegó a ser Presidente por segunda vez (2006), como «el mal menor» a Ollanta Humala. Humala llegó al 2011 como «la alternativa» frente a Keiko, y PPK, decidió ir con ella bajo los argumentos de «¿Quién acabó con el terrorismo?, ¿quién acabó con la hiperinflación? Yo no olvido y ustedes tampoco […] Tenemos que tener esperanza en un Perú mejor, que en 5 años sea un país más próspero y menos pobre, queremos una economía estable. Y Keiko sí puede». Y la gente, en ese entonces, vitoreó, «¡chino, chino!»…
Vallejianamente diré, «hay, hermanos, muchísimo que hacer».
Carlos E. Flores. Periodista, Radialista y Magíster en Ciencias Políticas en FLACSO Ecuador.