«Lamento todos los actos de violencia que se han cometido durante la historia humana, incluyendo la invasión de las Américas y la consiguiente agresión a las culturas indígenas del continente». Suscribo este pensamiento, y me gustaría que el rey de España lo suscribiera también, pues, entre otras cosas, le permitiría resolver el jaque diplomático del […]
«Lamento todos los actos de violencia que se han cometido durante la historia humana, incluyendo la invasión de las Américas y la consiguiente agresión a las culturas indígenas del continente».
Suscribo este pensamiento, y me gustaría que el rey de España lo suscribiera también, pues, entre otras cosas, le permitiría resolver el jaque diplomático del actual presidente de México de una forma que entiendo como elegante y airosa; al menos, más que la nerviosa negativa de un tipo que finge no saber nada del asunto, aunque su corona lo vaya delatando.
Pero no por suscribirlo soy capaz de llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Con toda honestidad, me resulta técnicamente imposible imaginar un mundo sin la invasión violenta de las Américas. La invasión de las Américas ha desembocado, para muchos de nosotros, en un sentimiento de hermandad casi innata, o pronto adquirida, que requiere una maratón intercultural extender a otros pueblos, separados por mucho más que un «charco». Aquel Edén perdido, prelatino, precolombino, precristiano, pre-intercontinental que precedió a la invasión violenta de las Américas sólo sirve, hoy, para trampantojos redencionistas. La cruda realidad es que aquella invasión concertó un matrimonio muy católico y sin posibilidad de divorcio: originó nada menos que la forma en que más de 650 millones de personas tenemos de ser poscoloniales.
En este mundo cansado en que galopamos, todos somos ya sujetos poscoloniales, aunque por supuesto de modos muy diferentes. No sólo por el hecho evidente de que hemos transitado por los callejones de unos colosales imperios que -al menos en aquella de sus formas- cayeron en la ruina, sino porque nuestros impermeables no funcionaron: el paraguas no se abrió. Frente a sus narcisistas expectativas, el invasor que iba a colonizar al nativo terminó siendo colonizado por él, y no sólo por traspasar con frecuencia los límites de la brutalidad salvaje que le atribuía. Yo, que me crié en un hogar de confesión borgeana, entre nanas de la revolución cubana y de la canción nueva y vieja del cono sur, me siento verdaderamente atrapado en una posición poscolonial. Y, de algún modo, tengo la impresión de que al otro lado del Atlántico muchos suscribirán este sentimiento (más de lo que lo ha suscrito el rey de España, aunque, a diferencia de sus pares del pasado, acompañe su lechón y sus perdices con patatas, tomates o pimientos. Por decir lo menos).
A veces, ante la confesión más o menos postergada de ser español, uno recibe de un latinoamericano una respuesta de calculada espontaneidad: «¡Así que de la madre patria!» Su ambigüedad es extrema. Por un lado, su tono humoroso relaja las presentaciones; por otro, sirve para traer a colación, inmediatamente, aquel momento fundacional. Pero quizás lo más intrigante es cuánto cuesta imaginarse a un cingalés o un egipcio haciendo lo mismo, aventurando que Inglaterra pueda tener algo de «madre patria», por no hablar de Francia para un vietnamita o un senegalés. La tierra de tus sueños la eliges tras años de cálculos y fantasías; la tierra de los orígenes la eliges cuando menos lo piensas.
Los pueblos latinos somos, como todos los pueblos, poscoloniales, pero lo somos apasionadamente. Nuestro abigarrado mestizaje sólo se ve superado por las rencillas que, gracias a él, seguimos alimentando. Por supuesto, todo se debe a una lamentable invasión violenta, sin la que, sin embargo, somos incapaces de situarnos. Hace unas semanas, un tipo con apellidos españoles que vive en México le enviaba una carta a un tipo argentino que vive en Roma para que éste se disculpara por la colonización europea de las Américas. Sólo el contexto da una idea de que quizás fuera de veras tarde… Hay crímenes tan infames que no proscriben cuando fallece el criminal, pero pocos se resisten a la muerte del escenario.
Fuente: http://www.lavozdelsur.es/sonata-y-destrucciones/
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